sábado, 5 de octubre de 2013

Ron añejo

Los catadores dicen que el ron añejo deja en boca un gusto agradable prolongado. Algo parecida es la sensación que me quedó después de haber visto a Ron Carter anoche en el Gran Rex. Este Ron, añejo de 76 años, es una de las máximas leyendas vivas del jazz. Fue el contrabajista de Miles Davis entre 1963 y 1968, en ese poderoso quinteto que integró junto a Wayne Shorter, Herbie Hancock y Tony Willimas; y también tocó con íconos del género como Thelonius Monk, Randy Weston, Cannonball Adderley, George Benson y Joe Henderson, entre tantos otros.

“Bienvenidos a nuestro living de viernes por la noche”, dijo Carter con voz calma antes de empezar el show. Acompañado por el gran Russell Malone en guitarra y Donald Vega en piano, comenzó con Parade, un tema que compuso en 1979. Luego le tiró flores a Malone -dijo que era un guitarrista que estaba a la altura de históricos como Wes Montgomery y Benson- antes de versionar Candle light, un tema compuesto por otro monstruo de la guitarra como Jim Hall.

El espíritu del show fue similar al de su disco It’s the time, de 2007, en el que también lo acompañaba Malone en guitarra aunque el piano estaba a cargo de Mulgrew Miller. Todo muy tranquilo, relajado y de una exquisitez abrumadora. Hubo un momento muy especial que fue cuando Malone empezó a tocar un ritmo de bossa nova y Carter improvisó con su contrabajo unos solos alucinantes, de una belleza inigualable. Otro instante sublime fue la versión de My funny Valentine, en la que el nicaragüense Vega mostró todo su virtuosismo.

El público del jazz en la Argentina, especialmente en Buenos Aires, es muy nutrido y le gusta gastar en música. Eso lo aprendí hace muchos años cuando atendía los sábados la disquería Minton’s, por aquel entonces en la galería Río de la Plata, en Belgrano, y los coleccionistas se llevaban de a diez discos por semana. Así que era obvio que el teatro iba a estar lleno para una gala como esta. Lo que siempre me gustó del público jazzero es que mientras la banda está tocando guarda un silencio respetuoso y profundo, casi sepulcral, y cuando el tema termina estalla en una ovación fenomenal. Ese contraste es maravilloso y ayer se vivió así.

Una hora y media duró el concierto. Un par de temas más no hubieran venido para nada mal. De todas maneras, cuando terminó me sentí tan bien y relajado, casi en modo zen, que sólo quería llegar a casa rápido para poner uno de sus discos y seguir disfrutando. El sabor de este Ron añejo perduró toda la noche y sigue hoy también.

1 comentario:

Luis Mielniczuk dijo...

Me gusto....me dejo una sensacion similar a lo que relatas.