jueves, 31 de diciembre de 2020

Lo que el año nos dejó


Qué difícil es elegir lo mejor de un año de mierda. Un año atravesado por la pandemia en el que cada uno hizo lo que pudo como pudo. Pese a todo, las restricciones, los miedos, la incertidumbre, la nueva normalidad, aparecieron grandes discos. Algunos los venían preparando desde el año pasado y otros son hijos de la cuarentena. Entre los más destacados aparecen Letter to you, de Bruce Springsteen; el largamente esperado Homegrown, de Neil Young; Self Made Man, de Larkin Poe; y El Dorado, de Marcus King. En el plano del blues no pueden quedar afuera Uncivil War de Shemekia Copeland, una crónica urgente de estos tiempos; Blues with Friends, de Dion; 100 Years of Blues, de Elvin Bishop & Charlie Musselwhite; y el regreso de Luther “Guitar Jr” Johnson. Hubo muchos lanzamientos más, hasta un nuevo álbum de Bob Dylan, Rough and Rowdy Ways, que más allá de las letras, como siempre hermosas, musicalmente me resultó bastante aburrido. Yo sé que está mal, pero tenía que decirlo.

En el plano local la cosa fue aún más compleja. Ya veníamos de un año pésimo, el último de macrismo explícito, y cuando la expectativa de recuperación comenzaba a ilusionarnos se vino la pandemia. El ambiente artístico, y el de los músicos en particular, fue de los más golpeados. Los espectáculos musicales se cortaron aquí como en todo el mundo. Cerraron decenas de bares y los teatros mantuvieron sus butacas vacías. Eso afectó a la industria musical, pero mucho más a las producciones independientes. Si la pandemia golpeó a la economía global, a nosotros hasta nos pegó patadas en la cara. En la escena del blues local se editaron muy pocos discos y todos en formato digital. Los primeros en aparecer fueron Esto es Blues, de Federico Padin, y El Ataque del Caimán, de Joaquín Casas, aunque ambos trabajos traían el impulso pre pandémico, como Blues Extravaganza, el disco que Nico Smoljan grabó junto a The Headcutters (Brasil) y Silver Kings (EEUU). A mitad de año asomó Lost in Translation, de Daniel De Vita, probablemente el que más me gustó de todos los que se editaron en estos meses. Luego surgieron en cuentagotas materiales de otros músicos, las experiencias hill country blues del tándem Verteramo-Tolosa o la de Adrián Jiménez con Christian Morana desde España, y otros trabajos tal vez no tan bluseros, pero con mucha afinidad, como los de Pilar Padin o Marcelo Ponce. 

Los que amamos la música extrañamos los shows en vivo. Antes de la cuarentena alcancé a ir a uno solo, el de Daniel Raffo versionando a los Stones en Lucille. Esa calurosa noche de enero, entre Ipa e Ipa, resultó imposible imaginarse la desgracia que se avecinaba. En los primeros meses de la cuarentena afloraron los shows en vivo por streaming. Para algunos funcionaron muy bien, pero a mí me resultaron difíciles de disfrutar. No por la calidad de la música, sino por el formato. Así y todo hubo algunas apariciones que con el tiempo serán históricos, como la de los Rolling Stones, cada uno desde su casa, interpretando You Can’t Always Get What You Want. 


Pero con todas esas dificultades la música estuvo para acompañarnos. En mi caso me propuse reordenar mi discografía de cd’s. Me desprendí de lo ya no me interesaba y conseguí muchos de los clásicos que me faltaban. Y así llegaron a mis manos Guess Who, de B.B. King; Backless, de Clapton; Them Changes, de Buddy Miles; I Never Loved a Man The Way I Love You, de Aretha; y una hermosa caja con cinco discos de Otis Redding; entre muchos más.

El 2020 ya se va y nos deja sus cicatrices. Tenemos que celebrar que estamos vivos. Habrá que ver cómo (y cuándo) comenzará a restablecerse la normalidad, si es que eso sucede. Talento sobra y ganas ni hablar. Hola 2021. Danos una señal.



lunes, 21 de diciembre de 2020

Una historia adaptada



Primera aclaración: Ma Rainey’s Black Bottom, la película que acaba de estrenar Netflix, no es una biopic sobre la Madre del Blues, sino que se trata de la adaptación de la obra de teatro escrita por August Wilson en 1984. 

La historia transcurre en un estudio de grabación de Chicago, un caluroso día de 1927, donde Ma Rainey tiene que dejar registro de un puñado de canciones, aunque eso es meramente anecdótico. Toda la sesión de grabación está marcada por la tensión. El dueño del estudio que quiere grabar y que todo termine rápido, el representante de Ma Rainey trata de contentarla como sea porque sabe que si ella no graba perderá mucho dinero. Los músicos de la banda se enfrascan en acaloradas discusiones mientras tratan ensayar en un sótano con poca circulación de aire. Y Ma Rainey, con su carácter duro y una mirada siempre desconfiada, defiende con uñas y dientes el control de su música y no se deja avasallar en ningún momento.

Segunda aclaración: el racismo es el eje central del film. Las miradas que juzgan a Ma Rainey por ser negra y lesbiana; la historia trágica de Levee, el ambicioso trompetista de la banda que vio como hombres blancos violaban a su madre y mataban a su padre cuando era pequeño; el relato de Cutler, el trombonista, sobre un reverendo que tuvo la desgracia de quedarse varado en el pueblo equivocado; o cuando dos de los músicos entran a una despensa a comprar unas coca colas y los fulminan con miradas intimidantes son algunas de las escenas que grafican esa problemática. También hay una mirada crítica sobre la industria de la música, que es difícil de disociarla de la segregación racial, y su apropiación cultural. 

“La razón por la que (la película) resuena hoy es porque el racismo no ha sido destruido. Simplemente ha evolucionado. No se puede pasar por 400 años de racismo sistémico y políticas y prácticas sin que esto resuene hoy en la educación, en cómo se les paga a las mujeres y a los negros, y en cuán dignos se nos ve”, dijo la actriz Viola Davis en una entrevista que concedió a la agencia Reuters. 

Las actuaciones son muy convincentes, especialmente la de Davis, que encarna con mucha personalidad a Ma Rainey y la Chadwick Boseman, que murió de cáncer en agosto pasado y no alcanzó a ver el estreno de la película, en el rol del irreverente Levee. La ambientación está un poco sobreproducida, algo habitual en este tipo de películas de Netflix y por momentos resulta un tanto artificial. A favor del film es que dura una hora y media. De haber sido un poco más largo probablemente hubiese sido insoportable. 

Tercera aclaración: la película dirigida por George C. Wolfe y producida por Denzel Washington no aporta mucho a los fanáticos del blues (o el jazz) en cuanto a la vida y la música de Ma Rainey, aunque ella deja una frase muy cierta: "Sería un mundo vacío sin el blues". El personaje de la cantante se construye con gestos y actitudes propias de una mujer que asume que “yo no les importo un carajo, solo quieren oír mi voz”. Y en esa convicción radica su fortaleza. Sabe que sus canciones valen y lo aprovecha, sin dejarse presionar e imponiendo sus propias condiciones. 

En definitiva, Ma Rainey’s Black Bottom es una historia adaptada para el público masivo de Netflix,  que mantiene su mensaje claro y contundente: exponer el sufrimiento y el padecimiento de la población afroamericana por la segregación racial en una década determinada de los Estados Unidos, que se hace extensivo hasta el día de hoy. Es esa extraña fruta que colgaba de los árboles sureños que, de alguna manera, nunca terminó de caer.