En la historia de la música contemporánea, hay nombres que brillan con luz propia, y uno de ellos es John Mayall, el maestro indiscutible del blues británico. El músico ejerció una notable influencia en la escena internacional, pero también fue clave en el desarrollo del rock nacional a fines de la década del sesenta y comienzos de los setenta.
Nacido el 29 de noviembre de 1933 en Macclesfield, Inglaterra, Mayall comenzó su viaje musical a comienzos de la década del sesenta, una época de efervescencia cultural y creativa que vio el nacimiento de una revolución en el blues. Al frente de los Bluesbreakers, adaptó el sonido del blues negro a un público blanco en plena era del Swinging London que se debatía entre mods y rockeros.
Mayall no solo tocó el blues; lo moldeó, lo desafió y lo llevó a nuevas alturas. Su habilidad para fusionar el blues con otros géneros, desde el jazz hasta el rock, le otorgó un estatus único en la escena musical. La alineación de los Bluesbreakers a lo largo de los años contó con nombres como Eric Clapton, Mick Taylor y Peter Green, todos grandes guitarristas que florecieron bajo la tutela de Mayall y luego dejaron una marca indeleble en la música por derecho propio.
Con más de 60 álbumes a lo largo de su carrera, Mayall exploró cada rincón del género, desde el blues eléctrico visceral hasta las raíces acústicas más puras. Cada álbum es un capítulo en la historia del blues, con Mayall como su narrador apasionado. Su capacidad para adaptarse y evolucionar a lo largo de los años ha sido una fuerza impulsora detrás de su longevidad artística.
Mayall expresó más de una vez su gratitud por la oportunidad de dedicar su vida a la música: "La pasión por el blues nunca se ha desvanecido. Cada día es una bendición poder seguir tocando y compartiendo esta música que amo con audiencias de todo el mundo".
Una vida dedicada al blues
Su padre Murray era guitarrista y coleccionista de jazz y blues y su influencia fue decisiva en su formación musical. El joven John desarrolló un amor temprano por los sonidos de los músicos de blues estadounidenses como Leadbelly y los pianistas de boogie woogie Albert Ammons, Meade "Lux" Lewis y Pinetop Smith. Fue escuchándo sus discos que aprendió por sí mismo a tocar el piano, la guitarra y la armónica.
Tras servir para el ejército en la guerra de Corea, Mayall se compró su primera guitarra eléctrica y a partir de entonces nunca más dejó la música. Se matriculó en el Manchester College of Art y comenzó a trabajar con varias bandas. Después de graduarse, se convirtió en diseñador de arte, pero su amigo y mentor Alexis Korner lo convenció de dejar su trabajo, convertirse en músico a tiempo completo y mudarse a Londres.
Mayall comenzó a tocar en locales de blues y R&B, como el célebre The Marquee, y empezó a tener seguidores. La primera edición de los Bluesbreakers grabó su sencillo debut, Crawling Up a Hill / Mr. James en 1964. Ese año, la banda ganó un puesto de telonero para la gira inglesa del bluesman John Lee Hooker. Poco después, Mayall se alzó con un contrato discográfico con Decca y grabó su álbum debut.
John Mayall Plays John Mayall fue editado en 1965, poco antes de que Eric Clapton dejara los Yardbirds y firmara con los Bluesbreakers (John McVie era el bajista del grupo). Su primer sencillo I'm Your Witchdoctor / Telephone Blues fue lanzado en octubre de 1965.
El célebre álbum Bluesbreakers with Eric Clapton se publicó en julio de 1966. Sus 12 temas incluían versiones de All Your Love de Otis Rush y Hideaway de Freddie King, así como cinco originales de Mayall. El disco alcanzó el puesto seis en las listas británicas y estableció la reputación de Clapton como guitarrista a nivel internacional. Sin que Mayall lo supiera, Clapton ya estaba preparando su salida de la banda y dejó la banda en junio para formar Cream con Ginger Baker y el ex (y futuro) acompañante de Mayall, el bajista Jack Bruce.
El guitarrista Peter Green, que ya había reemplazado ocasionalmente a Clapton, aceptó sumarse a los Bluesbreakers. Esta encarnación de la banda resultó casi igual de breve pero prolífica. Su único álbum, A Hard Road, se publicó en febrero de 1967, pero Green también se fue poco después, y con el bajista John McVie y el ex acompañante de Mayall, Mick Fleetwood, formaron la encarnación original de Fleetwood Mac junto al guitarrista Jeremy Spencer.
Si bien el personal de Mayall casi siempre eclipsó sus considerables habilidades en la prensa, el multiinstrumentista era experto en sacar lo mejor de sus alumnos más jóvenes, especialmente cuando buscaban comprender y tocar el blues eléctrico de Chicago. Mientras formaba una nueva versión de los Bluesbreakers, Mayall experimentaba constantemente y ampliaba las formas del blues para encontrar un futuro que solo él podía escuchar. Publicó la innovadora grabación en solitario The Blues Alone en 1967, para la cual escribió todas las canciones y tocó todos los instrumentos excepto la percusión, que fue proporcionada por Keef Hartley.
Bare Wires de 1968 fue el primer lanzamiento de Bluesbreakers que contó con el futuro guitarrista de los Rolling Stones, Mick Taylor. Ese año, Mayall disolvió los Bluesbreakers (existieron no menos de 15 encarnaciones diferentes entre 1963 y 1970) y grabó Blues from Laurel Canyon, su último álbum para Decca. Basado en una visita inicial al epicentro musical de moda de la región de Los Ángeles, el set en realidad se registró en Inglaterra. Pero Mayall ya tenía a Estados Unidos en mente. A finales de 1969 emigró al área de Los Ángeles y finalmente compró una casa en Laurel Canyon.
A lo largo de los años, Mayall nunca dejó de grabar y girar, a pesar de los innumerables cambios en su formación. Por allí pasaron, en la década del setenta, músicos como el bajista Larry Taylor y el guitarrista Harvey Mandel, que provenían de Canned Heat. Más adelante, en los ochenta, se sumaron los guitarristas estadounidenses Walter Trout y Coco Montoya. Justamente con ellos en el grupo, Mayall vino por primera vez a la Argentina para tocar en el estadio de Vélez en el mítico festival organizado por la Rock & Pop.
John Mayall y su relación con la Argentina
Los discos de Mayall de los sesenta, especialmente los que grabó con Clapton y Peter Green, fueron esenciales en el desarrollo del rock nacional. Músicos como Claudio Gabis y sus compañeros de Manal, Javier Martínez y el Negro Medina, se vieron muy influenciados por su sonido. Pero no fueron los únicos. Pappo, David Lebón, el Blusero León Vanella, Héctor Starc, por solo nombrar a algunos, encontraron en Mayall una puerta de acceso al blues tradicional de Muddy Waters, J.B. Lenoir, Freddie King y Otis Rush. Pero también nutrió a otros músicos argentinos que se dedicaron de lleno al blues como Botafogo, Daniel Raffo, Jorge Senno y Alberto García.
Tras su primera visita en 1985, Mayall volvió al país en 1994 y tocó en el Gran Rex, esta vez con Buddy Whittington en guitarra. La Mississippi y La Napolitana fueron las bandas teloneras. En mayo de 2008, regresó por terecer vez: se presentó otra vez en el Gran Rex y con Whittington una vez más como gran animador. El viejo blusero deleitó con un repertorio muy variado. La Nación publicó una crónica del recital: “No hay botox, lifting, cirugías ni cremas de la doctora Aslan que provoquen el mismo efecto. El blues rejuvenece. Solo así se explica que ese señor canoso, de 74 años, con pinta de abuelo hippie, se moviera como un adolescente en el escenario del Gran Rex y lograra hacer sentir como niños felices a más de dos mil personas”.
Mayall se mantuvo activo hasta la pandemia, pero los riesgos de los lugares concurridos y su avanzada edad lo obligaron a un retiro de los escenarios, pero no de los estudios. En 2021 editó su álbum número 60, The Sun Is Shining Down, por ahora el último, aunque con un guerrero de tantas batallas, nunca se sabe que más habrá en el futuro.
“Si sos de esas personas que ama la música de Pink Floyd,
pero odias la postura política de Roger podes irte bien a la mierda”. Así, sin
eufemismos, comenzó el show de Roger Waters en River. A decir verdad, así
comienzan todos los shows del ex Pink Floyd, porque no hay censura, boicot o
amenazas que puedan callarlo. La música de Waters viene con un mensaje de un
fuerte contenido político: no a la guerra, no a las armas nucleares, no a la
violencia institucional, no al racismo, no a la discriminación, no a la
inequidad. En sus palabras no hay una pizca de antisemitismo, pese a lo que
muchos quieren instalar.
La puesta en escena, por momentos teatral, los juegos de
luces y los videos ultra HD que acompañan a las canciones son esenciales para un
show que se destaca desde lo visual, pero en el que el sonido cuadrafónico es el
corazón que da vida al show. Tal como sucedió en sus presentaciones anteriores
(Vélez 2002, River 2007, River 2012, La Plata 2018), pero ahora con mejor tecnología,
los graves y los agudos están perfectamente balanceados, el volumen en su punto
justo, y los efectos especiales que se emiten desde parlantes laterales ubican al
espectador en medio de un bombardeo, el aterrizaje de un helicóptero o ante el
ladrido de un perro solitario.
El show comenzó a las 21:20 con unos imponentes fuegos
artificiales y la melodía de Comfortaby Numb. La primera referencia clara a la
Argentina llega con la crítica al aparato represivo del Estado. Entre los
nombres de víctimas como George Floyd, aparece el de Lucas González, el chico
de Barracas que fue asesinado por policías de la Ciudad, que recibieron penas de
perpetua por haber cometido un crimen de odio racial.
El mensaje, rechazado por buena parte de un mundo que se
vuelca a la extrema derecha, no tiene pausa y atraviesa el show de punta a
punta. Waters no se pone colorado a la hora de acusar a presidentes de Estados
Unidos (Reagan, los dos Bush, Clinton, Obama, Trump y Biden) de criminales de
guerra. Tampoco cuando señala por lo mismo a Putin o al norcoreano Kim Jong-un.
Waters vierte una catarata de verdades que incomodan a los
poderosos y a quienes amplifican los mensajes de odio. Cada tema es un
manifiesto en contra de la violencia, la inequidad y la desigualdad. Sus letras
ponen sobre la mesa la miseria humana, el hambre y las injusticias. No se
olvida de Chelsea Manning, Julian Assange y los periodistas de Reuters
asesinados en Bagdad, ni tampoco de mencionar a los escritores que más lo
influenciaron en la década del sesenta: George Orwell y Aldous Huxley.
El repertorio de la primera parte del show recorre buena
parte de la historia de Pink Floyd con The
Happiest Days of Our Lives, Another Brick in the Wall, Part 2 y Part 3, Have a
Cigar, Wish You Were Here, Shine On You Crazy Diamond y Sheeps, en los que por momentos se respalda en imágenes de Syd
Barret, Nick Mason y Richard Wright, aunque deja deliberadamente afuera a David
Gilmour, acompañado por un relato en primera persona de su vida y su carrera.
También hay lugar para sus temas solista como The Bravery of Being Out of Range y The Bar, donde se sienta al
piano y se muestra más reflexivo.
Transcurrida una hora de show se produce un intermedio en el
que la mayoría del estadio comienza a cantar de manera espontánea “el que no
salta votó a Milei” y “nunca más, nunca más”.
La segunda parte comienza con dos hitazos de Pink Floyd como
In The Flesh y la poderosa Run Like Hell. Luego resurge un fuerte mensaje
anticapitalista en canciones como en Is
This the Life We Really Want? y Money,
que se presenta como una contradicción en un estadio repleto de gente que pagó
tickets carísimos para verlo y que cuenta con sponsors y una maquinaria
comercial que le permite girar por todo el mundo. Así da paso a un set dedicado
a The Dark Side of The Moon que
incluye además Any Colour You Like, Us
And Them y Brain Damage.
Antes de interpretar Déjà
Vu, Waters le responde a los dueños de los hoteles que no lo dejaron
alojarse: "La razón por la que no me dejan quedarme en los hoteles de
Buenos Aires es porque yo creo en los derechos humanos, lo hago, siempre lo he
hecho. Mi mamá me enseñó sobre derechos humanos cuando era así de alto. Así que
los Derechos Humanos son el problema acá".
La segunda referencia a la Argentina llega sobre el final
con el anuncio de Two Suns in the Sunset,
un tema de The Final Cut (1982),
disco que mucho tiene que ver la guerra de Malvinas y que le valió muchas
críticas en Inglaterra, en el que se refiere a los proyectos en marcha para la
identificación de soldados argentinos caídos durante la guerra, que están
enterrados en las islas.
El final, con un reprise de The Bar, llega con un elogio a Bob Dylan y en el que cuenta como se
inspiró en Sad Eyed Lady of The Lowlands,
de Blonde on Blonde, para escribir
esta canción, que también le dedica a su esposa Camila y a su hermano John,
recientemente fallecido.
Como bien lo describe Sergio Marchi en su libro Roger Waters – El cerebro de Pink Floyd sus
letras “tienen que ver con la humanidad, con su relación con el dinero, con los
miedos, las comunicaciones, las carencias, las esperanzas, y los anhelos. No se
quedan en la superficie, van bien adentro, tienen significado, no son huecas. (…)
Son canciones que han galvanizado el sentimiento de varias generaciones y que
continúan flameando alto”.
Roger Waters es un luchador incansable. Utiliza su música
para transmitir un mensaje de paz en un mundo convulsionado, para denunciar un
genocidio en Medio Oriente y también abusos de poder a un lado y otro del Atlántico.
Lleva medio siglo transformando su bronca, sus miedos y su desazón en arte,
porque no es solo música que entra por los oídos lo que él hace, sino que es un
entramado magnánimo que apunta a sacudir todos los sentidos. La gira This is not a Drill está anunciada como
su despedida y con sus 80 años parece que así será. Pero como siempre, en este
último medio siglo, él tiene la última palabra.
Hay algo en el sonido de la guitarra de Billy Gibbons que es
único y, por ende, irreproducible. Nadie suena como él y nadie lo hará. Su
mantra es el de las tres “T” en inglés: tone, taste, tenacity (tono, gusto,
tenacidad). El guitarrista lleva más de medio siglo activo y en el último
tiempo debió enfrentarse a un cambio impactante en su vida: la muerte de su
eterno compañero en ZZ Top, el bajista Dusty Hill. Eso lo llevó a reconfigurar
buena parte de su agenda. El trío texano sigue tocando, con Elwood Francis al
bajo, pero él también encontró su tiempo para apuntalar su proyecto solista,
que lo aleja de los grandes estadios para tocar en lugares más pequeños, cara a
cara con el público. Y ahora, también suma algo inédito en su carrera: salir a
escena con una banda argentina.
La historia de Gibbons y La Mississippi comenzó a escribirse
hace algunos años, aunque recién se materializó este miércoles con un show
candente en La Trastienda, en la previa de los festejos por los 35 años de la
banda que se realizará este sábado en el Luna Park. Lo de anoche fue una
especie de premier que tuvo al guitarrista texano como protagonista exclusivo
con un repertorio que combinó clásicos del blues y el rock con los temas más
emblemáticos de ZZ Top.
El comienzo fue una sorpresa. Ricardo Tapia, líder de La
Mississippi y maestro de ceremonias, presentó a Martín Guigui, un argentino
radicado desde hace décadas en los Estados Unidos, que fue el nexo para que
Gibbons pudiera venir a la Argentina. Guigui es tecladista y líder de una banda
familiar que ha tocado con músicos de la talla de Joe Bonamassa, Warren Haynes
y Keb’ Mo’. Sus hijas Esther y Rebecca, ambas adolescentes, son la vocalista y
baterista, respectivamente. Mientras que el pequeño Noah se encarga de la
guitarra. Tocaron un par de clásicos del rock como Dixie Chicken y Take Me To
The River, y la imponente voz de Esther se ganó la primera ovación de la
noche.
A las 21, Billy Gibbons apareció en escena con su Gibson
SG/Les Paul Lil Red acompañado por La Mississippi con Tapia en guitarra rítmica
y armónica, y el resto de los músicos –Gustavo Ginoi, Claudio Cannavo, Juan
Tordó y Gastón Picazo- ocupando sus lugares. Comenzaron con Thunderbird, tema de ZZ Top con el que
desde su letra y su groove invita al público a “volar alto”. Con un sonido
intenso y espíritu de zapada, se lanzaron sobre otros clásicos del trío texano
como Sharp Dressed Man y el blues Jesus Just Left Chicago, para luego
presentar Treat Her Right de Gibbons
como solista. En ese momento hubo un cambio en la batería: Gabriel Cabiaglia
reemplazó a Juan Tordó quien se recupera de una operación y no está todavía
para afrontar un show entero.
Luego se zambulleron en las aguas pantanosas del blues
primero con Got Love If You Want It,
del gran Slim Harpo, y después con Rock Me Baby en el que Tapia se hizo
cargo de la voz. La psicodelia también se hizo presente con una demoledora versión
de Foxy Lady de Jimi Hendrix. El público
ya estaba frenético y todavía faltaba lo mejor. Tube Snake Boogie dio la pauta de que enseguida vendrían los himnos
de ZZ Top. Tush fue como un tsunami
imparable, con el público coreando desencajado y la guitarra filosa de Gibbons
llevada al paroxismo, y La Grange, el boogie hipnótico made in Texas, terminó por
desatar la locura. Con Gibbons ya en retirada interpretaron Travelin’ Band de Creedence, otra vez
con Tapia en su faceta de cantante demostrando porqué es el número 1 en lo que
hace. La gente le dio una calurosa despedida al maestro y La Mississippi se
hizo cargo del bis con su clásico Un
trago para ver mejor.
El rock & roll clásico tuvo su fiesta en La Trastienda
de la mano de una figura legendaria, uno de esos músicos que desafían al paso
del tiempo y que, de alguna manera, comparte algo muy profundo con sus
anfitriones, además de la pasión por la música y una clara simbiosis musical:
mantener el espíritu de banda, pese a todo y hasta que la muerte los separe.
El soul tiene quien lo escriba. El periodista y músico Tony
Vardé volvió a hacerlo de nuevo, aunque esta vez a cuatro manos, junto al
español José Luis “Zepi” Crespo y un océano de por medio. ¡Escuchate esto! 75 joyas de la música soul es un libro que repasa
la historia de ese género a través de un listado de canciones que también
funciona como playlist para adentrarse en lo más íntimo de la música negra.
La sociedad entre Zepi y Tony nació a raíz del libro del
segundo, Grabando emociones-La revoluciónde Stax Records.Tal como cuenta Zepi en el prólogo, él venía amasando la
idea de escribir un libro en tono enciclopédico sobre el soul desde hacía un
tiempo y cuando llegó a sus manos la obra de Tony se lanzó a la aventura de
contactarlo. Luego todo fluyó con naturalidad y la pasión que une a dos
melómanos, pese a los miles de kilómetros que los separan, lo hizo posible.
¡Escuchate esto! es
también el nombre del blog de Tony en el que viene posteando reseñas e
historias sobre música desde hace varios años, así que los autores decidieron
que el libro fuera una continuidad de esa url que acumula muchísima
información. Cada uno eligió 37 canciones y las reseñó, y una la hicieron en
conjunto. El resultado son casi 150 páginas con el listado de temas en orden
cronológico y un QR que nos lleva a descargar la playlist para que podamos escuchar
las canciones a la par que avanzamos con la lectura.
Los temas elegidos por Zepi y Tony son representativos de
más de 60 años de historia. Están los grandes clásicos como A Change Is GonnaCome de Sam Cooke; Use Me de Bill Withers; Time Is On My Side de Irma Thomas;
Stubborn Kind of Fellow de Marvin Gaye; y I’d Rater Go Blind de Etta James.
Pero hay también varios temas desconocidos para el gran público como Open The
Door To Your Heart de Darrell Banks; y Someday de The Tempest. Si bien gran
parte del cancionero corresponde a las décadas del sesenta y el setenta hay
algunas joyas de artistas más recientes como Charles Bradley, Leon Bridges,
Sharon Jones y Vintage Toruble.
La selección también ofrece sorpresas que se emparentan con
el soul desde el jazz, el blues y el rock como la versión de Satisfaction de
Jmmy Smith; I Got The Blues de los Rolling Stones; y Hate It When You Leave de
Keith Richards, aquí con la imprescindible colaboración del periodista Esteban
Schoj.
En cada reseña los autores cuentan la historia de la canción
y del o los músicos que la interpretan, así como también vuelcan sus
sensaciones y cuánto influyeron en sus vidas. Como en todo listado prima la
subjetividad y alguno siempre considerará que falta uno u otro tema. Lo cierto
es que ¡Escuchate esto! funciona como
una puerta de entrada a uno de los géneros más sensuales y atrayentes de la
historia de la música que todavía sigue vigente.
El nuevo disco de los Rolling Stones, el primero con temas
propios en 18 años, divide las aguas entre los fanáticos de la banda inglesa.
El mismo viernes, día en que salió a la venta, sus seguidores se hicieron oír.
Muchos festejaron las doce canciones de Hackney Diamonds, pero otros se
mostraron decepcionados y algunos hasta molestos. Todos exhibieron sus
argumentos, dominados por la pasión, luego de escucharlo un par de veces. Los
sentimientos los movilizaron, para bien o para mal, y no es para menos. Se
trata del grupo que musicalizó la banda sonora de sus vidas y hoy, los octogenarios
Mick Jagger y Keith Richards, con el infaltable Ronnie Wood, les ofrecen algo
más. La pregunta obligada, entonces, es: ¿Era necesario un nuevo disco de los
Stones?
Hace poco más de un mes, la banda presentó el primer
adelanto del disco. Angry, que ahora abre Hackney Diamonds, un tema con el
clásico riff stone que fue acompañado por un sensual video protagonizado por la
actriz Sydney Sweeney. La expectativa creció porque la canción está en línea
con lo mejor de los Stones y con un detalle no menor, era la primera grabación
que se conocía de ellos tras la muerte de Charlie Watts, aquí reemplazado por
Steve Jordan, viejo ladero de Richards en los X-Pensive Winos.
Pocos días después apareció el segundo adelanto. Sweet
Sounds of Heaven, una hermosa balada con tintes góspel y bluseros en la que
Jagger mantiene un dueto con Lady Gaga, más el aporte de Stevie Wonder en
teclados. La melodía es bellísima, pero a muchos de los fans les hizo ruido el
rol protagónico de la cantante emparentada con el pop. Aquí comenzó a
manifestarse la grieta.
Ahora con la aparición del disco y todas las cartas sobre la
mesa aparecen algunas certezas y varias dudas. Esos dos temas resultaron ser
los mejores del álbum. El groove clásico de Charlie Watts, que marcó el sonido
de los Stones durante décadas no está, por razones obvias, pero ni siquiera
aparece en los temas en los que sí había grabado, Mess it Up y Live By The
Sword. El álbum tiene una producción sobreabundante y eso fue responsabilidad
de Andrew Watt.
Watt tiene apenas 33 años y antes de llegar a los Stones
trabajó con músicos tan diversos como Justin Bieber, Avicii, Lana del Rey,
Shawn Mendes, Blink 182 y Ozzy Osbourne, más allá del súper grupo que integró
con Glenn Hughes y Jason Bonham, California Breed. Un curriculum bastante
ecléctico que nos lleva a pensar que Jagger y Richards lo buscaron para sonar
más aggiornados y llegar a un nuevo público, que para contentar a los viejos
fans.
La portada es un buen indicio. Ese corazón de diamantes
apuñalado parece ser el de los fanáticos desencantados. Y con la letra de Angry,
de alguna manera, Jagger pide disculpas. “No se enojen conmigo…”.
Whole Wide World es una de las canciones que sobresale por
su melodía, que con un tempo más lento bien podría estar en un disco de Bon
Jovi. Dreamy Skies es una hermosa balada country en línea con Wild Horses, pero
sin la mística del tema lanzado en Sticky Fingers. Driving Me Too Hard se
aproxima más a una de esas canciones de Bridges to Babylon o A Bigger Bang, y
Tell Me Straight, cantada por Richards deambula en un océano calmo sin un
destino claro. El disco termina con Rolling Stone Blues, de Muddy Waters, que
lleva a Jagger y Richards a sus inicios, despojados de electricidad y sumidos
en el sonido más crudo del blues. Principio y final en una sola canción. Olor a
despedida… al menos de los estudios.
Los invitados, todos músicos de peso, de alguna manera pasan
inadvertidos, a excepción de la ya mencionada Lady Gaga. Que Paul McCartney
toque el bajo en un tema en un tema de los Stones es un hecho histórico, pero Bite
My Head Off es apenas una frenética apología rockera en la que el ex Beatle no
se destaca. Lo mismo sucede con Elton John y la reaparición con el grupo de su
ex bajista Bill Wyman. Además llama la atención que no hayan participado de la
grabación Darryl Jones y Bernard Fowler, quienes llevan años junto a los
Stones.
Hackney Diamonds no es un mal disco, pero tampoco es un álbum
que esté a la altura de sus grandes placas discográficas de la banda. La
desazón de algunos de sus fanáticos es comprensible, pero también lo es la
satisfacción de los otros. Tal vez en un futuro, cuando los Stones ya no estén
más, este disco sea valorado de otra manera. En sus más de seis décadas como
figuras centrales del rock and roll, los Stones siempre se adecuaron a los
sonidos del momento. Undercover y Dirty Work fueron muy criticados en los
ochenta y hoy pueden ser escuchados con conciencia histórica. Lo mismo sucede
con el viaje ácido de las Majestades Satánicas, un disco con el que Jagger,
Richards y Brian Jones se sumergieron en lo más profundo de la psicodelia de
los sesenta.
Con todo, Hackney Diamonds nos recuerda que Jagger y
Richards siguen activos con sus 80 años, que eligieron seguir tocando en lugar
de irse a pescar y que aceptaron un nuevo desafío de sonar actuales. En una
época de desesperanza, con guerras, pestes, desigualdades y catástrofes
climáticas, que ellos sigan rocanroleando demuestra que este disco, pese a sus
falencias, es muy necesario.
La historia de Blackie es mucho más que la de una mujer que
tuvo un rol central en el mundo del espectáculo y la cultura en la Argentina. Bucear
en su vida nos lleva a fines del siglo XIX cuando los primeros colonos judíos desembarcaron
en el país. Sus padres, Yedidio Efron y Sara Steinberg, arribaron siendo niños
y fueron parte de la génesis de esa microsociedad pionera de la colectividad
judía.
Con gran precisión y una prosa fluida, Hinde Pomeraniec
reconstruye los primeros años de la vida de Paloma Efron. Su nacimiento e
infancia en Entre Ríos, el traslado familiar a Buenos Aires, la relación con su
padre, un hombre muy reconocido en el ámbito educativo de la colectividad
judía,y su adolescencia, en la que tuvo
que abandonar la escuela para cuidar a su madre enferma, son las piezas del
rompecabezas con las que ella fue forjando su personalidad.
El salto de Paloma Efron a Blackie no fue de un día para el
otro, pero sí hubo un momento bisagra en su vida. Todavía adolescente consiguió
un trabajo en el Instituto de Cooperación Argentino Norteamericano (ICANA) y
allí se topó con un disco de spirituals, la música religiosa de la comunidad
negra de los Estados Unidos. Si bien ella venía de una familia de melómanos,
ese acontecimiento se volvería trascendental y, como sostiene la autora, para
Paloma “se volvió una obsesión”.
Su debut artístico coincidió con el período político de la
Década Infame, “una época de frustraciones para la mayoría, y de privilegios
para unos pocos”, y con los años dorados de la radio. Fue en ese medio donde
Paloma se recibió de cantante, tras ganar un concurso organizado por la marca
Jabón Federal, y recibió su apodo artístico de Blackie. La autora sobrevuela su
etapa musical, su viaje a los Estados Unidos, donde se codeó con figuras como
W.C. Handy y Duke Ellington, las grabaciones que realizó para Odeón, y las
presentaciones que hizo, para luego centrarse en el plano más personal, el de su
relación amorosa con el playboy Carlos Olivari, al tiempo que narra cómo era la
noche porteña y el mundo del espectáculo de la década del cuarenta.
Su matrimonio con el dramaturgo y guionista, que se hizo
famoso por su sociedad con Sixto Pondal Rios, tuvo relación directa con el
primero de los cambios artísticos de Paloma, que fue el de dejar la música para
convertirse en actriz, productora y periodista. Se separaron en el albor de la
década del cincuenta y no tuvieron hijos, pero de acuerdo con lo que pudo
reconstruir Pomeraniec, esos años de convivencia la marcarían por el resto de
su vida.
El 17 de octubre de 1951 se realizó la primera transmisión
televisiva de la historia en la Argentina. Ese acontecimiento, algunos meses
después, se volvería trascendental en la vida de Blackie porque se sumó a ese
medio y para el gran público su nombre siempre quedaría asociado a los inicios
de la tevé. En los primeros años condujo programas, fue productora e incluso
llegó a ser directora artística de Canal 7, cargo que ocupó hasta poco antes
del golpe militar de 1955 que derrocó a Juan Domingo Perón.
En los sesenta, con la aparición de los canales privados,
Blackie se convirtió en un personaje central de la pantalla chica. Encabezó
decenas de programas, compartió la conducción con figuras como Carlos
D’Agostino, Juan Carlos Mareco y hasta Roberto Galán; presentó a artistas
internacionales de la talla de Nat King Cole y Sammy Davis Jr; fue pionera de
los programas políticos y potenció a Bernardo Neustad, quien se volvería un
referente en los ochenta y noventa. En el plano artístico lanzó las carreras musicales
de Sandra Mihanovich y Susana Rinaldi.
En paralelo, desde sus inicios, siempre fue una figura
destacada de la radio. Lo hizo como cantante, productora, presentadora y
también como periodista. Su voz ronca por el humo de los Kent está en el
recuerdo de quienes la escucharon durante años en diversos programas, en los
que mantuvo un contacto fluido con sus oyentes, quienes le escribían cartas que
leía con mucha atención y se enojaba ante las críticas que consideraba injustas
o fuera de lugar.
Su paso por el periodismo gráfico también es narrado en el
libro, editado por Gourmet Musical, que incluso traza un paralelismo entre
Blackie y Victoria Ocampo marcando coincidencias, encuentros y, sobre todo,
diferencias. La autora ahonda en las relaciones laborales de Blackie, una mujer
que supo salir adelante en un mundo de hombres y la describe como “una
feminista pionera, hablaba de una manera y actuaba de otra”. Según los
testimonios que recogió, ella no empatizaba con mujeres que le pudieran hacer
sombra y se llevaba mejor con los hombres. Se hizo un lugar a base de coraje,
talento e insultos, algo que ella creía que la ponía de igual a igual con los
hombres.
Blackie, una voz
insumisa es una biografía atrapante que va un poco más allá del personaje.
En palabras de Albert Gilbert: “Agitadora, polemista, divulgadora, Blackie
demostró tempranamente en un mundo de hombres lo lejos que podía llegar una
mujer de la que todos hablarían. No podía ser de otra que Hinde Pomeraniec la
que reconstruyera con sagacidad y soltura algo más que su vida: un gran fresco
de época, una historia cultural en la que la cuestión de género es algo más que
un programa, un asunto mayor".
A mitad de camino entre el Verano del Amor, que de alguna marcó el inició de la contracultura hippie, y el Festival de Woodstock, que podría considerarse el fin de una era, Jimi Hendrix lanzó su álbum icónico Electric Ladyland, un disco revolucionario que, a pesar del paso del tiempo, se mantiene como un hito en la historia de la música y un pilar fundamental en el rock psicodélico.
Electric Ladyland fue el tercer y último álbum de estudio de The Jimi Hendrix Experience, con Noel Redding en bajo y Mitch Mitchell en batería, y representa una amalgama de la creatividad musical y la innovación artística que caracterizaron al talentoso guitarrista de Seattle. El álbum llevó los límites del rock y el blues más allá de lo imaginado, con canciones que exploraban nuevos sonidos, texturas y temas líricos provocadores.
La obra maestra de Hendrix, que salió al mercado el 16 de octubre de 1968, contiene himnos atemporales como All Along the Watchtower, una versión inolvidable de la canción de Bob Dylan, y Voodoo Child (Slight Return), una épica pieza que aún hoy es considerada una de las mejores interpretaciones de guitarra en la historia del rock. Otros grandes temas del disco son Crosstown Traffic, Burnign of The Midnight Lamp y Rainy Day, Dream Away.
El álbum no solo desafió las convenciones musicales de su tiempo, sino que también abordó temas sociales y políticos candentes, reflejando la agitación y el cambio cultural de la década de 1960.
A lo largo de los años, Electric Ladyland mantuvo su relevancia e influyó en generaciones de músicos, consolidando a Jimi Hendrix como un ícono musical.
Cómo se grabó Electric Ladyland
Grabado entre 1967 y 1968, Electric Ladyland llevó la Jimi Hendrix Experience a explorar nuevos horizontes musicales. Las sesiones de grabación fueron un laboratorio de experimentación sonora, donde Hendrix y su equipo buscaron trascender los límites establecidos en la industria musical imperante.
Uno de los aspectos clave fue la técnica pionera de grabación en estéreo. Hendrix y su ingeniero de sonido, Eddie Kramer, emplearon de manera innovadora la tecnología disponible en ese momento para crear efectos estereofónicos sorprendentes y envolventes. Esta innovación fue fundamental para la atmósfera psicodélica del álbum.
Hendrix también desafiaba constantemente las convenciones musicales. Experimentaba con capas de sonido, efectos y distorsiones, creando paisajes sonoros únicos en canciones como Voodoo Chile y 1983... (A Merman I Should Turn to Be). Los músicos invitados -Stevie Winwood, Al Kooper, Jack Casady y Mike Finnigan- también contribuyeron a la riqueza y diversidad de sonidos en el álbum.
El contexto social y político tumultuoso de la década del sesenta influyó en la temática de Electric Ladyland. Hendrix abordó temas como la guerra, la libertad y la espiritualidad, ofreciendo su perspectiva a través de letras poéticas e introspectivas.
La polémica por la portada
La portada original, diseñada por el propio Jimi Hendrix, presentaba a un grupo de mujeres desnudas y semidesnudas. Fusionaba la fotografía con elementos surrealistas y colores brillantes, capturando la atmósfera psicodélica y provocadora de la música contenida en el álbum.
El diseño no estuvo exento de controversia y enfrentó censura y desafío a las normas sociales de la época. Muchos consideraron que era demasiado explícito y obsceno para el público en general, lo que llevó a varios países, incluyendo los Estados Unidos y el Reino Unido, a cambiar o modificar la portada. En algunos casos, se optó por una versión más recatada con una imagen de la banda en lugar de las mujeres.
El artista Karl Ferris, fotógrafo y amigo cercano de Hendrix, también contribuyó a la realización de la portada y capturó imágenes importantes que se utilizaron en el diseño final. Su enfoque innovador en la fotografía y su colaboración con Hendrix jugaron un papel esencial en la creación de esta obra de arte que desafió las normas establecidas.
El escenario es el ring en el que Rod Stewart pelea mano a
mano con el paso del tiempo. A los 78 años, el cantante que supo adaptarse a
los sonidos imperantes, brindó un show de dos horas en GEBA en el que
interpretó más de una veintena de canciones de su repertorio más clásico, que
adobó con su carisma, su eterna seducción y una puesta en escena descomunal.
En el Rod Stewart actual conviven los distintos Rod Stewart
del pasado. Aquél del perfil stone, el rockero fuera de control que cantaba con
Jeff Beck y los Faces es el más difuso. El de los pantalones ajustados y los
brillos de la música disco de fines de los setenta y comienzos de los ochenta,
el de “¿crees que soy sexy?”, lucha por mantenerse a flote con bastante
dificultad. Y el ícono pop de los noventa surge con más naturalidad que cuando
se pone en el modo crooner de los últimos años. En todo caso, más allá del
perfil que asome, siempre prevalece un Rod Stewart auténtico.
Poco antes de las 21:30, el cantante apareció en escena con
su melena desmechada y un traje dorado
rodeado de una descomunal banda de 14 músicos, entre los que sobresalen varias
mujeres que se encargan de los coros y los instrumentos de cuerda. El tema
elegido para dar comienzo a su nueva presentación porteña –antes estuvo en
1989, 2008, 2014 y 2018- fue Addicted to
love, un tema de Robert Palmer que no es tan habitual que cante, aunque
tampoco es una rareza de sus presentaciones en vivo. De entrada se notó que al
sonido le faltaba envergadura. No era una cuestión de volumen, sino más bien
expansión. La batería y el bajo estaban como relegados y eso hacía que no
envolviera al público.
El campo de GEBA estaba colmado y en las plateas no había un
solo lugar libre, otro ejemplo contradictorio de la crisis económica que
vivimos. El público acompañó el show cantando los estribillos de las canciones
más populares como Forever Young, Have
You Ever Seen The Rain?, It’s a heartache y The First Cut is The Deepest. Pero no hubo gente bailando o muy
eufórica, sino más bien que la mayoría parecía aletargada. La pelea contra el
paso del tiempo no es solo del cantante, también lo es de su público.
Los grandes momentos de la noche fueron cuando, en el
comienzo, cantó una sublime versión de Oh
la la, un clásico de los Faces que acompañó en la pantalla con imágenes de
sus ex compañeros de banda, Ronnie Lane y Ronnie Wood. Los otros fueron sus
homenajes a dos grandes artistas recientemente fallecidas. El primero fue a
Christine McVie, de Fleetwood Mac, con una hermosa versión de I’d Rather Go Blind, de Etta James. El
segundo fue para Tina Turner con It Takes
Two.
El Rod Stewart más futbolero dijo presente en la mitad del
show cuando interpretó You’re in My Heart,
su oda al Celtic de Escocia que en esta oportunidad aprovechó para felicitar a
los argentinos por la Copa del Mundo, con imágenes del penal de Gonzalo Montiel
a Francia, lanzar un “Messi estás en mi corazón” y alzar un banderín de la AFA.
Hubo un par de intervalos que aprovechó para cambiarse, del dorado al animal
print y luego a un saco plateado oscuro, que las coristas se encargaron de
llevar adelante con un tema de las Pointer Sister, I’m So Excited, y Lady
Marmalade.
El Rod Stewart más humano apareció en Downtown Train, de Tom Waits, con un arranque fallido en el que
pidió a la banda comenzar de nuevo y lanzó al público: “Mi error. La cagué”,
algo que muestra es su música es en directo y no cuenta con pistas adicionales.
En cada una de sus intervenciones mantuvo sus dotes de seductor y su voz osciló
entre los grandes momentos de antaño y la realidad del paso del tiempo. El
final lo encontró, como siempre, saltando de Da Ya Think I’m Sexy a la balada
Sailing.
En los últimos años estamos asistiendo a un fenómeno nuevo,
el de las estrellas de rock que, pese a los años, siguen con las botas puestas.
En algunos casos, como el de Mick Jagger, es como si hubieran detenido el reloj
de arena, pero en otros la decadencia es indisimulable. Rod Stewart, en tanto,
transita la delgada línea entre lo fabuloso y lo ridículo, un camino que por
ahora lleva con equilibrio y muchísima dignidad. Una pelea contra el paso del
tiempo en la que recibió varios golpes, pero que todavía no logra tumbarlo.
La historia del rock está repleta de muertes tempranas, pero también de regresos. Y el que protagonizó Eric Clapton hace 50 años no fue uno más. Le abrió la puerta a una carrera solista que apenas había puesto primera en 1970 con el lanzamiento de su álbum debut, pero que pronto quedó interrumpida porque el músico sucumbió ante las drogas.
El 13 de enero de 1973, el guitarrista de The Who, Pete Townshend, organizó un concierto en el famoso Rainbow Theater de Londres que marcó el regreso a los escenarios de Clapton tras un par de años de ausencia, durante los cuales solo se lo había visto en el evento benéfico The Concert For Bangladesh (1971) organizado por su amigo George Harrison. En ese período oscuro, Clapton estuvo al borde de la autodestrucción. Vivía solo, no salía de su casa y se la pasaba drogado. Su estado físico era lamentable: estaba sumamente delgado y descuidado.
La formación del Rainbow Theater fue impresionante, un verdadero seleccionado del rock inglés, con Pete Townshend en guitarra rítmica; Ron Wood, quien todavía no había comenzado su historia con los Rolling Stones, guitarra rítmica y slide; Ric Grech (Traffic y Blind Faith) en bajo; Steve Winwood y Jim Capaldi (Traffic) en voz y teclados, y batería respectivamente; Jimmy Karstein en batería; y Rebop Kwaku Baah (Traffic y Can) en percusión.
La placa discográfica vio la luz algunos meses después, en septiembre de ese año, gracias a la producción de Bob Pridden (The Who) e incluyó seis canciones, aunque en 1998 se lanzó una edición doble con muchos más temas que se llamó 25°Anniversary Edition.
El álbum original abre con el clásico Badge, escrito por Clapton y George Harrison, incluido en el último disco de Cream, Goodbye (1969). Sigue con Roll It Over, una canción de su etapa con Derek & The Dominos, coescrita con Bobby Whitlock. Esta pieza atrapó al público durante seis minutos y cuarenta y cinco segundos, en los que Slowhand demostró estar, pese a todo lo que estaba viviendo, en buena forma. El lado A del LP cierra con Presence of The Lord, escrita por Clapton en 1969 durante su tiempo con Blind Faith.
Pearly Queen de Winwood y Capaldi, interpretada originalmente por Traffic en su segundo álbum homónimo de 1968 es el tema que sigue y a continuación, el clásico de 1966 de J.J. Cale, After Midnight, del que Clapton se apropiaría durante la década del setenta, aquí destaca por su ritmo enérgico y virtuosismo.
El gran final llega con la mágica y surrealista Little Wing de Jimi Hendrix, grabada en 1967. Clapton, quien a fines de esa década se había sentido avasallado por la técnica y pasión del guitarrista estadounidense, ofrece aquí una interpretación candente, manteniendo la esencia original.
Los meses siguientes a la publicación del disco serían decisivos en la vida de Clapton. Continuó con su rehabilitación para desengancharsedel consumo de heroína (en su biografía jura que nunca se la metió por vía endovenosa sino que la snifaba). En apenas tres años, que los pasó mayormente recluido, llegó a gastar (a moneda de hoy) unos 20.000 euros semanales para sostener su adicción.
Pronto vendría su segundo disco de estudio solista, 461 Ocean Boulevard, pero la pelea no había terminado. Si bien logró dejar atrás la heroína, el alcohol sería su nuevo acompañante por más de una década, aunque no impidió que en ese tiempo sacara algunos de sus mejores discos.
El concierto en el Rainbow Theater se convirtió en un hito musical inolvidable, marcó el regreso triunfal de Clapton a los escenarios y dejó una huella imborrable en la historia del rock.
Florencia Andrada lleva más de diez años dándole forma a un
proyecto musical que rescata el sonido del viejo soul, un género con mucho
groove pero reacio a las letras en español. Su primer disco, Otra realidad (2012), fue un verdadero
desafío que sentó las bases de lo que ella buscaba. Con A pesar de la tormenta (2016) consolidó un estilo muy personal,
sin alejarse de la esencia, que moldeó con esfuerzo, talento y perseverancia.
Ahora, con Nada más por hoy termina de
posicionarse como una referente ineludible del soul en la Argentina.
En su último trabajo confluyen letras más elaboradas, una
instrumentación sublime y lo que ella siempre quiso, que su canto en español se
amalgame con las métricas del género. Además, el álbum es una muestra de todo
lo que creció como artista la chica que dio sus primeros pasos en la Escuela de
Blues.
“Un nuevo disco siempre marca un cierre y un nuevo comienzo
a la vez”, reflexiona Florencia Andrada en diálogo con NA. “Este disco tiene un
componente emocional muy fuerte para mí, porque fueron años muy movilizantes,
de mucho dolor y cambios, a nivel colectivo, sin dudas, pero sobre todo a nivel
personal. Elegí ponerle ese nombre al álbum porque sin querer se convirtió en
una necesidad”, sostiene.
Nada más por hoy reúne
canciones que, de alguna manera, sintetizan sus últimos años como artista y sus
vivencias aquí en la Argentina y en el exterior. Junto a Julio Fabiani, su
compañero de vida, guitarrista y productor del álbum, emprendieron tres giras
por Estados Unidos, de Nueva York a Los Ángeles, donde se codearon con músicos
de Daptone Records, emblema del soul contemporáneo, y otros independientes,
como ellos, con los que no solo compartieron escenario, sino también experiencias
que resultaron aleccionadoras. Entretanto, siguió con proyectos paralelos y amplió
sus horizontes corales al colaborar con artistas internacionales como Bernard
Fowler, de los Rolling Stones, y Jimmy Rip.
“En este caso, por primera vez grabé un disco a lo largo del
tiempo. Mis experiencias anteriores habían sido dos o tres días seguidos en el
estudio, grabando todo en tiempo record. Y esta vez, nos agarró la pandemia
cuando estábamos en proceso de producción así que tuvimos que adaptarnos”,
cuenta.
“También –añade- fue la primera vez que saqué singles. Se
había perdido esa modalidad y hace unos cuatro años se volvió a activar por
diferentes razones. Eso también sirvió para ir compartiendo el proceso.
Arrancamos a mediados de 2019 y terminamos de grabarlo a principios de este
año, pero salieron cinco singles durante ese tiempo”.
El álbum tiene nueve temas y para grabarlos contó con la
participación de más de 40 músicos, con secciones de cuerdas y vientos que le
dan un sonido mucho más envolvente y atrapante. “Está bueno saber que todo lo
que se escucha está grabado por humanos, instrumentos ejecutados por personas.
Lo cual en la actualidad es algo muy complicado de llevar adelante pero yo lo
sigo prefiriendo”, sostiene la artista.
A diferencia de sus dos trabajos anteriores, que fueron
producciones independientes y se editaron en cd, su nuevo disco tiene el
respaldo de un sello californiano, Love Soul Records, y salió en formato
vinilo. El plus, la frutilla del postre, es que cuenta con el respaldo de Tom
Brenneck, productor y miembro de los Dap-Kings, palabra autorizada en ambiente
del soul contemporáneo. Sin dudas, Nada
más por hoy es un verdadero salto en la carrera de Florencia Andrada.
Hace medio siglo, en agosto de 1973, la banda de rock sureño Lynyrd Skynyrd lanzó su álbum debut Pronounced 'Lĕh-'nérd 'Skin-'nérd', que marcó el inicio de una carrera legendaria que dejaría una huella imborrable en la historia del rock. Con su fusión distintiva de rock, blues y alma sureña, el álbum se convirtió en un pilar del género y consolidó al grupo como una de las bandas más influyentes de la década del setenta.
Pronounced 'Lĕh-'nérd 'Skin-'nérd' se sumó al hasta entonces incipiente catálogo del rock sureño, género que había nacido apenas un par de años antes gracias a los Allman Brothers. Canciones como Gimme Three Steps, Tuesday's Gone, Simple Man y Free Bird capturaron la esencia de la vida en el sur de Estados Unidos, combinando letras emotivas con riffs memorables, que nacieron de la amalgama de tres guitarristas notables como Gary Rossington, Allen Collins y Ed King. Ese detalle se convirtió en una característica icónica de su sonido, al igual que la tremenda voz de Ronnie Van Zant.
La mayoría de las canciones del álbum habían estado en el repertorio en vivo de la banda durante algún tiempo. El productor Al Kooper encontró un lugar de ensayo rural cerca de Jacksonville, Florida, al que los músicos apodaron "Hell House" debido a las largas horas que pasaban allí tocando bajo el intenso calor. Fue allí donde compusieron y repasaron los temas sin cesar hasta que los perfeccionaron. Kooper se maravilló de lo bien preparados que estaban una vez que entraron al estudio: cada nota era inmutable y no se permitieron absolutamente ninguna improvisación.
La fotografía de portada se tomó sobre la Main Street de la ciudad Jonesboro, Georgia, y muestra, de izquierda a derecha, Leon Wilkeson (sentado), Billy Powell (sentado), Ronnie Van Zant, Gary Rossington (sentado), Bob Burns, Allen Collins y Ed King.
El disco inmediatamente puso a la banda en el mapa del rock and roll. Tras su lanzamiento, el periodista de rock Robert Christgau, uno de los más influyentes de los Estados Unidos, reconoció la calidad de las canciones y le dio una calificación de "A". Kooper, amigo cercano de Pete Townshend, aseguró a la banda un lugar como teloneros de The Who en su gira estadounidense. Tras ese inicio vertiginoso, Lynyrd Skynyrd emprendió el camino hacia audiencias mucho más grandes.
"Sweet Home Alabama" y el legado de Lynyrd Skynyrd
Uno de los mayores éxitos del grupo, Sweet Home Alabama, editada al año siguiente en el disco Second Helping, se convirtió en un himno atemporal que resonó tanto en la cultura popular como en el mundo del rock. Con su distintivo riff de guitarra y sus letras que homenajean al estado natal del grupo, Alabama, la canción encapsuló el espíritu libre y rebelde del sur de Estados Unidos. A pesar de las controversias sobre su interpretación y las letras, Sweet Home Alabama sigue siendo una de las canciones más reconocibles de la historia del rock.
Un trágico destino
A pesar de su éxito, Lynyrd Skynyrd enfrentó desafíos devastadores en los años venideros. En 1977, tres miembros de la banda, Ronnie Van Zant, Steve Gaines y Cassie Gaines (los últimos dos se habían sumado en 1975), murieron en un accidente aéreo.
El 20 de octubre, después de una actuación en el Greenville Memorial Auditorium en Greenville, Carolina del Sur, la banda abordó un Convair CV-240 alquilado con destino a Baton Rouge, Louisiana, donde estaba previsto que se presentarían la noche siguiente. En pleno vuelo la aeronave se quedó sin combustible y los pilotos intentaron un aterrizaje de emergencia antes de estrellarse en un área densamente boscosa cinco millas al noreste de Gillsburg, Mississippi. A raíz del impacto también murieron el asistente del tour manager Dean Kilpatrick, el piloto Walter McCreary y el copiloto John Gray. Otros miembros de la banda como Collins y Rossington, y varios integrantes del equipo de gira sufrieron heridas graves.
Tras el accidente, el grupo se disolvió y volvió a reunirse en 1987. Desde entonces, con varios cambios en la formación y algunos períodos de inactividad, siguieron adelante brindando shows convocantes y lanzando discos con el mismo espíritu que hace 50 años cuando apareció esa joya del rock llamada Pronounced 'Lĕh-'nérd 'Skin-'nérd'.
En los anales de la música afroamericana resplandece la figura polifacética de Georgia Tom, un virtuoso artista que surcó el tortuoso camino desde las profundidades del blues hasta las alturas celestiales del góspel. Su metamorfosis estilística, llevada a cabo en pleno apogeo de su éxito, fue radical, pero su genialidad interpretativa y su destreza compositiva dejaron una huella imborrable en ambos géneros.
Nacido como Thomas A. Dorsey el 1° de julio de 1899 en la pequeña localidad de Villa Rica, Georgia, este prodigio musical creció en la ciudad de Atlanta bajo la tutela de un pastor bautista, cuyos genes musicales parecían fluir con fervor desde su infancia. Dorsey se impregnó de una amplia variedad de estilos musicales, desde el blues y el jazz hasta el vodevil y los himnos religiosos, e incluso las canciones hillbilly. Sin embargo, fueron el blues y el ragtime los que encendieron su pasión musical desde temprana edad, llevándolo a presentarse como Georgia Tom desde adolescencia.
En 1918, se mudó a la bulliciosa ciudad de Chicago, donde comenzó a actuar junto a destacados músicos de jazz de la época, formando su propia banda, los Wildcats, y emprendiendo giras junto a la emperatriz del blues clásico, Ma Rainey. No obstante, fueron las partituras de canciones las que se convirtieron en su principal fuente de ingresos. En 1924 grabó varios discos para la compañía Paramount Records, dejando una impronta en la historia musical.
Hacia 1928, en compañía de Tampa Red, Georgia Tom forjó un grupo que alcanzaría el éxito arrollador con su grabación Tight Like That, vendiendo la asombrosa cifra de siete millones de copias. Sin embargo, en 1932, la vida de Georgia Tom experimentó una transformación trascendental y dolorosa tras la muerte de su esposa durante el parto de su primer hijo. Fue entonces cuando su espíritu inquieto encontró refugio en las catedrales sonoras de la devoción y la fe.
Inmerso en una búsqueda espiritual profunda en la década del treinta, cambió su nombre artístico por el de Rev. Thomas A. Dorsey y dirigió su talento hacia la creación de música sagrada. Junto a la destacada cantante Mahalia Jackson se convirtió en un artífice del góspel, componiendo melodías que fusionaban los lamentos del blues con los cimientos de la fe. Sus canciones, impregnadas de una espiritualidad profunda, se alzaron como monumentos sagrados en el paisaje sonoro, siendo Take My Hand, Precious Lord un himno imperecedero inspirado en la muerte de su esposa.
Dorsey murió en Chicago el 23 de enero de 1993 y su legado, esa amalgama única de blues y góspel, trascendió las barreras del tiempo y espacio. Su música se convirtió en un faro de esperanza en medio de la complejidad de la experiencia afroamericana, un testimonio de resiliencia y transformación.
El viejo local de Minton's de Galería Río de la Plata
Me gustaría tener una foto de aquella época. Una imagen que recupere
el momento en el que empecé a ser feliz rodeado de discos. Pero no eran tiempos
de celulares todavía y tampoco era de andar con una cámara encima. Mi aventura
en esa pequeña disquería de Belgrano transcurrió entre el 93 y el 97. Para el
transeúnte ocasional era un comercio más de discos, pero para mí era un
santuario, un club de amigos y una casa de estudios a la vez. En Minton’s
escuchaba y aprendía. Me relajaba. La pasaba bien y gastaba bastante plata, no
porque los discos fueran caros, sino porque compraba muchos. Ese pequeño local
de la planta alta de la Galería Río de la Plata, sobre Avenida Cabildo, al lado
del primer McDonald’s, fue para mí una usina inagotable de música.
Era la época del boom del cd y sobre Cabildo estaba lleno de
disquerías. Pero Minton’s ofrecía algo distinto. Vendía exclusivamente discos
de jazz y blues, y el disquero era una especie de gurú para la mayoría de los
que fuimos clientes. Minton’s existe y se volvió un sitio de referencia para el
jazz porteño por su dueño, Guillermo Hernández. Ese mismo local con los mismos
discos, pero sin Guille, no hubiera sido lo mismo. El tipo le imprimió su
magia, compartió su conocimiento y a muchos nos abrió las puertas a una nueva
etapa sensorial.
Guillermo Hernández y Adrián Iaies en los 90.
Comencé a ir a Minton’s al poco tiempo de que abrió. Por
entonces yo tenía 20 años, estaba descubriendo el mundo del blues y recorría
disquerías casi a diario en busca de material. Adrián Flores tenía un local en
otra galería y vendía buenos discos de blues, pero los cobraba mucho más caros,
tenía poco stock y además había que lidiar con él. Duró poco. Luego encontrabas
algún que otro cd de blues interesante en otras disquerías como Suite o Downtown,
pero el material que tenía Guille era único. En Minton’s descubrí a T-Bone
Walker y Otis Rush, dos de sus guitarristas preferidos. Escuchar esas violas en
los parlantes descomunales que tenía era todo un viaje.
Si empatizabas con Guille entrabas al círculo de confianza
de Minton’s. Pasabas a la categoría de “lleválo, si no te gusta me lo traes de
vuelta”. No era la relación de un comerciante con el cliente, sino del gurú con
sus seguidores. Y lo más probable es que el que se llevara tal o cual disco no
lo devolviera, y regresara con el dinero para pagarlo, porque Guille sabía la
música que le gustaba a cada uno de sus habitúes. Ahora, si no le caías bien,
él se iba a encargar de hacértelo notar.
Le debo haber comprado más de 300 discos en esos años. Pero
me quedaron algunos que no supe apreciar en su momento y ahora me arrepiento.
Había uno de Juke Boy Bonner del sello Arhoolie que lo tuvo durante años y
nadie se lo compraba. Por entonces me resultaba un blues muy rústico,
complicado de digerir. Hoy me encantaría tenerlo, pero es muy difícil de
conseguir.
Pasé horas en el localcito de Guille. Con el tiempo empecé a
ir en horarios determinados porque a última hora siempre caía la cofradía del
jazz y no quedaba mucho espacio para el blues. No es que no me gustara el jazz,
de hecho ahí también compré mis primeros discos de Miles, Coltrane (“A vos que
te gusta el blues te va a encantar Lush
Life”), Bill Evans, Oliver Nelson, Joe Pass y Thelonius Monk, artistas que
empecé a disfrutar mucho tiempo después. Yo estaba metido en otra cosa. Estoy
seguro de que Guille disfrutaba esos momentos de blues a media tarde, cuando recién
abría. Una tarde cualquiera en Minton´s escuchábamos a Lonnie Johnson, Charles
Brown y Big Joe Turner. Al día siguiente sonaban Jimmy Whiterspoon, Duke
Robillard y Ronnie Earl. Así pasábamos las horas. Un disco atrás de otro y el
cenicero lleno de colillas.
Las clases magistrales de Guille no solo abarcaban artistas
y estilos, sino también sellos. Entre sus preferidos de blues, creo recordar,
estaban los discos de Arhoolie, la serie Original Blues Classics de
Prestige/Bluesville y los de Charly R&B. Pero también traía muchos de
Evidence, Wolf, Columbia, Chess, Testament, Blind Pig y, desde ya, Alligator.
Los jueves era el día clave. Llegaban los encargos que
Guille hacía a Estados Unidos. Recuerdo que tenía el catálogo Penguin de discos
que era como una guía telefónica. Ahí buscábamos los artistas y títulos
disponibles y él los pedía a una distribuidora. Los cd’s llegaban en una caja
de cartón rectangular. Venían sueltos sin sus cajas de acrílico, que Guille las
compraba aparte en Buenos Aires. Armarlas también era parte de la tarea en
Minton’s
A comienzos del 97, Guille me pidió si podía y quería
atender el local los sábados de 10 a 13. Por su puesto que le dije que sí. Eso
duró unos meses y fue una experiencia bárbara. Me tocó atender a Petinatto y a
muchos otros que se volvieron reconocidos coleccionistas de jazz. Llegaba al
local, me pedía un café y me ponía a escuchar música en soledad hasta que
entraba alguien en busca de un pedido o a revisar las bateas.
A mitad de ese año me fui unos cuantos meses a estudiar a
México y no volví más a Minton’s. Comencé a trabajar en Clarín y ya no contaba
con las tardes libres. Al tiempo Guille cerró y se fue a España. Después de
2001 volvió a abrir pero en un local de Avenida Corrientes. Fui una vez sola
para saludarlo y conocer el nuevo refugio del jazz porteño. Fue una charla
genial como las de siempre y para honrar la historia le pedí que me recomendara
un disco. Me ofreció Gerry Mulligan y Paul Desmond Quartet. Y se lo compré.
¿Por qué no volví más a Minton’s? Creo que es un mecanismo interno
para preservar el recuerdo. Sacrifico volver a ir para que esa etapa de mi vida
siga presente. Sé que si vuelvo ya no será lo mismo, más allá de que Guille
todavía esté rodeado de excelentes discos. Esos cuatro años de la década del
noventa en la disquería fueron tan grosos que no hay forma de repetirlos. La
música por entonces me sorprendía. Eran grabaciones que tenían 20, 30 o 40 años
y me resultaba novedoso escucharlas. Era como un Big Bang sonoro. Tengo bien
presente la primera vez que escuché la guitarra de T-Bone Walker, la voz
profunda de Johnny Shines o el saxo de Sonny Rollins en Colossus.
Al haber dejado de ir hace tiempo no llegué a ser parte de
la cofradía de Minton’s, que todavía se mantiene en pie y por estos días celebra
junto a Guille los 30 años del local. La mía es una historia íntima y quiero
conservarla así. Eso sí, me gustaría tener esa foto. La imagino medio opaca,
conmigo acodado en el mostrador, atento, y Guille con un cd en la mano con ese
gesto que siempre hacía cuando le gustaba lo que escuchaba, una onomatopeya que
sonaba algo así como “uhhhjuuujuuu”. No la tengo ni la tendré, pero si conservo
los discos y el recuerdo que hay en cada uno de ellos. Y eso es para siempre.