miércoles, 22 de noviembre de 2023

Roger Waters: un show descomunal en River y la defensa irrestricta de los derechos humanos

“Si sos de esas personas que ama la música de Pink Floyd, pero odias la postura política de Roger podes irte bien a la mierda”. Así, sin eufemismos, comenzó el show de Roger Waters en River. A decir verdad, así comienzan todos los shows del ex Pink Floyd, porque no hay censura, boicot o amenazas que puedan callarlo. La música de Waters viene con un mensaje de un fuerte contenido político: no a la guerra, no a las armas nucleares, no a la violencia institucional, no al racismo, no a la discriminación, no a la inequidad. En sus palabras no hay una pizca de antisemitismo, pese a lo que muchos quieren instalar.

La puesta en escena, por momentos teatral, los juegos de luces y los videos ultra HD que acompañan a las canciones son esenciales para un show que se destaca desde lo visual, pero en el que el sonido cuadrafónico es el corazón que da vida al show. Tal como sucedió en sus presentaciones anteriores (Vélez 2002, River 2007, River 2012, La Plata 2018), pero ahora con mejor tecnología, los graves y los agudos están perfectamente balanceados, el volumen en su punto justo, y los efectos especiales que se emiten desde parlantes laterales ubican al espectador en medio de un bombardeo, el aterrizaje de un helicóptero o ante el ladrido de un perro solitario.    

El show comenzó a las 21:20 con unos imponentes fuegos artificiales y la melodía de Comfortaby Numb. La primera referencia clara a la Argentina llega con la crítica al aparato represivo del Estado. Entre los nombres de víctimas como George Floyd, aparece el de Lucas González, el chico de Barracas que fue asesinado por policías de la Ciudad, que recibieron penas de perpetua por haber cometido un crimen de odio racial.

El mensaje, rechazado por buena parte de un mundo que se vuelca a la extrema derecha, no tiene pausa y atraviesa el show de punta a punta. Waters no se pone colorado a la hora de acusar a presidentes de Estados Unidos (Reagan, los dos Bush, Clinton, Obama, Trump y Biden) de criminales de guerra. Tampoco cuando señala por lo mismo a Putin o al norcoreano Kim Jong-un.

Waters vierte una catarata de verdades que incomodan a los poderosos y a quienes amplifican los mensajes de odio. Cada tema es un manifiesto en contra de la violencia, la inequidad y la desigualdad. Sus letras ponen sobre la mesa la miseria humana, el hambre y las injusticias. No se olvida de Chelsea Manning, Julian Assange y los periodistas de Reuters asesinados en Bagdad, ni tampoco de mencionar a los escritores que más lo influenciaron en la década del sesenta: George Orwell y Aldous Huxley.

El repertorio de la primera parte del show recorre buena parte de la historia de Pink Floyd con The Happiest Days of Our Lives, Another Brick in the Wall, Part 2 y Part 3, Have a Cigar, Wish You Were Here, Shine On You Crazy Diamond y Sheeps, en los que por momentos se respalda en imágenes de Syd Barret, Nick Mason y Richard Wright, aunque deja deliberadamente afuera a David Gilmour, acompañado por un relato en primera persona de su vida y su carrera. También hay lugar para sus temas solista como The Bravery of Being Out of Range y  The Bar, donde se sienta al piano y se muestra más reflexivo.

Transcurrida una hora de show se produce un intermedio en el que la mayoría del estadio comienza a cantar de manera espontánea “el que no salta votó a Milei” y “nunca más, nunca más”.

La segunda parte comienza con dos hitazos de Pink Floyd como In The Flesh y la poderosa Run Like Hell. Luego resurge un fuerte mensaje anticapitalista en canciones como en Is This the Life We Really Want? y Money, que se presenta como una contradicción en un estadio repleto de gente que pagó tickets carísimos para verlo y que cuenta con sponsors y una maquinaria comercial que le permite girar por todo el mundo. Así da paso a un set dedicado a The Dark Side of The Moon que incluye además Any Colour You Like, Us And Them y Brain Damage.

Antes de interpretar Déjà Vu, Waters le responde a los dueños de los hoteles que no lo dejaron alojarse: "La razón por la que no me dejan quedarme en los hoteles de Buenos Aires es porque yo creo en los derechos humanos, lo hago, siempre lo he hecho. Mi mamá me enseñó sobre derechos humanos cuando era así de alto. Así que los Derechos Humanos son el problema acá".

La segunda referencia a la Argentina llega sobre el final con el anuncio de Two Suns in the Sunset, un tema de The Final Cut (1982), disco que mucho tiene que ver la guerra de Malvinas y que le valió muchas críticas en Inglaterra, en el que se refiere a los proyectos en marcha para la identificación de soldados argentinos caídos durante la guerra, que están enterrados en las islas.  

El final, con un reprise de The Bar, llega con un elogio a Bob Dylan y en el que cuenta como se inspiró en Sad Eyed Lady of The Lowlands, de Blonde on Blonde, para escribir esta canción, que también le dedica a su esposa Camila y a su hermano John, recientemente fallecido.

Como bien lo describe Sergio Marchi en su libro Roger Waters – El cerebro de Pink Floyd sus letras “tienen que ver con la humanidad, con su relación con el dinero, con los miedos, las comunicaciones, las carencias, las esperanzas, y los anhelos. No se quedan en la superficie, van bien adentro, tienen significado, no son huecas. (…) Son canciones que han galvanizado el sentimiento de varias generaciones y que continúan flameando alto”.    

Roger Waters es un luchador incansable. Utiliza su música para transmitir un mensaje de paz en un mundo convulsionado, para denunciar un genocidio en Medio Oriente y también abusos de poder a un lado y otro del Atlántico. Lleva medio siglo transformando su bronca, sus miedos y su desazón en arte, porque no es solo música que entra por los oídos lo que él hace, sino que es un entramado magnánimo que apunta a sacudir todos los sentidos. La gira This is not a Drill está anunciada como su despedida y con sus 80 años parece que así será. Pero como siempre, en este último medio siglo, él tiene la última palabra.

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