miércoles, 31 de julio de 2013

El blues del fastidio

Fotos Edy Rodríguez
Cuando iba en el subte hacia La Trastienda me preguntaba cómo hace un tipo de 78 años, muy excedido de peso y con la salud evidentemente frágil para seguir tocando en vivo con tanta frecuencia. El dinero puede ser una buena excusa, pero más que nada es la pasión lo que lo empuja a subirse a aviones, dormir en hoteles y pisar escenarios de ciudades distintas cada 48 o 72 horas. Hace un par de días, James Cotton se presentó en Caixas do Sul, en Brasil, y según comentaron dio un show tremendo. Pero no pasó lo mismo anoche aquí en Buenos Aires. Tal vez fue el cansancio lo que lo superó o alguna otra cosa, nunca lo sabremos bien. Lamentablemente, estuvo fastidioso durante toda la presentación y muy molesto con el sonido. Eso aplacó a sus músicos, que habían arrancado como para comerse toda la cancha. Al final, terminaron el recital a reglamento y no hubo bises.

Había una gran expectativa por ver a la leyenda de la armónica. La Trastienda estaba colmada. Entre el público había decenas de músicos: desde veteranos como Daniel Raffo y Víctor Hamudis hasta jóvenes como Federico Verteramo y Ximena Monzón. Varias generaciones de bluseros argentinos reunidos alrededor de un tipo que se crío en el Mississippi, fue ladero de Muddy Waters en la época dorada del blues y tiene una dilatada y exitosa carrera solista. Muchos lo vieron cuando vino en 1992 y otros en su última visita, en noviembre de 2009. En ambas oportunidades se presentó en el Teatro Gran Rex, así que el plus de verlo en un lugar más pequeño como La Trastienda era más que atractivo.

Tom Holland en guitarra, Noel Neal en bajo y Jerry Porter en batería comenzaron con un shuffle a toda máquina. El zurdo Holland cantó con un registro similar al de Stevie Ray Vaughan y sacó unos punteos muy interesantes. Pero lo más impresionante fueron los solos del bajista: potentes, precisos y arrolladores. En apenas 15 minutos dejaron el escenario muy caliente y al público enfervorizado. Holland presentó a James Cotton, quien entró soplando su armónica sobre una base instrumental y se sentó en una de las dos sillas que estaban alrededor de una mesa en la que más había armónicas y una botella de agua. Siguieron con un slow blues en el que Cotton mostró pinceladas de su talento. Y eso fue todo. A partir de ese momento el fastidio se apoderó del protagonista de la noche y ya no habría vuelta atrás.

El último en subir a escena fue el cantante Darrell Nulisch, quien no pudo hacer nada para cambiar la bronca que invadía a su jefe. Los gestos ampulosos de Cotton empezaron cuando terminó Blow wind blow. Entonces balbuceó algo sobre el micrófono que no se entendió muy bien. Noel Neal y Nulisch se sumaron al reclamo. No quedó claro si para él el sonido de la armónica estaba muy agudo o no era bueno el retorno que tenía. Lo cierto es que desde el lado del público no se escuchaba mal, al margen de un par de acoples que hubo. Hicieron Strange things happens –curiosamente-, y luego un asistente le cambió el micrófono. Pero Cotton seguía insatisfecho. Incluso un par de veces hizo el gesto de querer arrojarlo. “Tratemos de arreglar el sonido antes de seguir”, intentó mediar Nulisch.

Rocket 88 duró menos de dos minutos y Cotton la cortó abruptamente antes de golpear el micrófono contra la mesa. Nulisch estaba incómodo y la banda había perdido la energía del comienzo y tocaba muy bajo. En Baby, you don’t have to go hizo un par de solos sin amplificación. Después hicieron Honest I do y Got my mojo working. Con lo poco que le queda de voz cantó algunas estrofas de Hoochie coochie man. El final se aproximaba y sus gestos de bronca no cesaban. Somebody got to go fue elocuente. “Pese a todo, hicimos lo mejor que pudimos”, dijo como para quedarse más tranquilo él que el público. Cerró con un instrumental y se fue. Así y todo recibió una cariñosa ovación. Fue una pena también que no tocara ninguna canción de su excelente último álbum, Cotton mouth man, y eligiera un repertorio bastante trillado.

Muchos se quedaron conformes con el hecho de haberlo visto en persona más que por el show que dio. Y al final de cuentas creo que nos tenemos que conformar con eso.

sábado, 27 de julio de 2013

Eterna brisa musical

“They call me the breeze, I keep blowing down the road”. J.J. Cale finalmente se convirtió en eso que cantó con énfasis: en una eterna brisa musical que recorrerá rutas y caminos sin rumbo fijo. El legendario cantautor murió ayer a los 74 años en un hospital de La Jolla, al sur de California. ¿La causa? Un paro cardíaco.

J.J. Cale es uno de los nombres más importantes del rock de la década del 70, pese a que nunca tuvo mucho cartel. En líneas generales poco se sabe de él. Aunque hay un dato clave y muy conocido: fue uno de los músicos que más influenció a Eric Clapton. Dos de sus canciones, After midnight y Cocaine, fueron popularizadas por Slowhand en esa época dorada y, en 2006, grabaron juntos The road to Escondido, álbum con el que ganaron un Grammy. Pero más allá de esa relación, Cale hizo una gran carrera que no llegó al estrellato porque él nunca cambió su estilo poco comercial, y se mantuvo siempre en sus principios musicales, además de ser reacio a la prensa y a las apariciones públicas.

En algún punto, su música siempre sonó un tanto desaprensiva y relajada, como un blues arrastrado y polvoriento. No había nada de frenetismo en su forma de tocar ni en su canto. Pero las canciones decían mucho y sus punteos eran como pequeños aguijones, precisos y punzantes. Naturally, su disco de 1970, es un clásico de la historia del rock. Más allá de incluir After midnight y Call me the breeze, contiene temas formidables como Nowhere to run, Crazy mama y River runs deep.

J.J. Cale nació en Tulsa, Oklahoma, lugar de origen de otro grande, Leon Russell. La relación entre ambos siempre fue muy fluida. A fines de los 50 tocaron juntos en bandas de country & western. Cale luego se fue a probar suerte a California, pero unos años después decidió volver a su hogar. En 1969, Russell lo fichó para su sello Shelter (otro músico importante de esa compañía era Freddie King) y así nació Naturally. Luego vendrían 14 discos más, algunos para otras discográficass. El último de estudio fue Roll on, en 2009.

“Soy guitarrista y compositor. Tuve suerte cuando Clapton grabó una de mis canciones. No soy esa clase de artista del mundo del espectáculo. Tengo pasión para componer música y para tocarla, pero nunca quise ser famoso”, se definió una vez al ser entrevistado. Y esa era la pura verdad. Ahora la brisa acaricia en total libertad.

martes, 23 de julio de 2013

La bestia blues

El año pasado editó un disco inspirado en los sonidos que escuchaba cuando era chico, dominados por esa confrontación que había entre los adoradores del góspel y los que escuchaban blues. La música de Dios y la del Diablo produjeron una grieta entre los negros del sur de los Estados Unidos, muy marcados por el fervor religioso. Todo eso llevó a Lurrie Bell a tomar una guitarra acústica y versionar viejas canciones que hablaban del Señor, de sus bendiciones y de la maldad de Lucifer. Ahora, un año después, la bestia saca otro disco con el que marca un doble regreso: vuelve a lo que siempre hizo mejor, el blues de Chicago, y a grabar para Delmark Records.

The Devil ain't got no music fue un gran álbum en el que Lurrie mostró otra faceta y lo hizo de una manera muy sentida y respetuosa. En este disco recrea el sonido urbano de los 60 y vuelca todos sus sentimientos y experiencias apoyado por un ensamble muy sólido: Matthew Skoller en armónica, Roosevelt Purifoy en piano y teclados, Melvin Smith en bajo, y Willie Hayes en batería, con la ocasional participación de una sección de vientos comandada por Marques Carroll.

La mezcla final, a cargo de Steve Wagner, quien trabajó en decenas de producciones del sello Delmark, logró que cada instrumento se perciba en el máximo de su potencial. La voz de Lurrie es aguerrida y destila tanto blues como los crudos punteos de su guitarra.

El track list está conformado por un puñado de composiciones propias y algunos covers de leyendas del blues como Going away baby, de Jimmy Rogers; I feel so good, de Big Bill Broonzy; Blues never die, de Otis Spann; y T-Bone Special y Hey hey baby, de T-Bone Walker. Una de las canciones escritas por Lurrie, 24 hours blues, está dedicada al recientemente fallecido Magic Slim.

Con este nuevo álbum, Delmark se sigue consolidando como el sello más representativo del sonido de Chicago. Y con respecto a la bestia, ya no hay dudas de que es uno de los músicos más auténticos y descarnados de esta generación. Pocos pueden sudar tanto blues como él. Porque el blues para Lurrie es la vida misma.


Lurrie Bell se presentará junto a Eddie Taylor Jr. el 10 de agosto en La Trastienda.

viernes, 19 de julio de 2013

Chicago blues

Buddy Guy y Jimmy Johnson
El verano en Chicago se vive de una manera intensa. Durante el día, el mejor plan es ir a correr al Lincoln Park y luego a las playas del lago Michigan. También se puede ir a hacer compras a la calle State, en pleno centro, o pasear por el magnífico Millenium Park. Por la noche, todo se tiñe de azul. Hay varios lugares para ir a ver blues en vivo: B.L.U.E.S y Kingston Mines, sobre la calle North Halsted; el Buddy Guy Legends, en el 700 de South Wabash; y otros lugares como Rosa’s, Blue Chicago, House of Blues o el City Winery.

Vance Kelly
Sábado. La cita fue en B.L.U.E.S. El bar estaba abarrotado y sobre el pequeño escenario Vance Kelly y la Backstreet Band hacían lo suyo. La decoración del lugar está sobrecargada de cosas: remeras, fotos, discos y hasta un maniquí que se mueve al ritmo de la música. Las cervezas y los tragos fluyen con intensidad. Vance Kelly mostró su combinación de soul, blues y funk, que tuvo a todos moviéndose en espacio reducido. El tipo tiene carisma y mucha onda. Pasó de Little red rooster a Payback, de James Brown, y de Baby what you want me to do a My girl y My ding-a-ling. También hizo imitaciones de Marvin Gaye y George Clinton.

Linsey Alexander
Domingo. Fue una noche un tanto bizarra. Llegué al Kingston Mines a las 22. Linsey Alexander animaba una jam. El tipo es un viejo lobo del blues. Como muchos de sus contemporáneos, nació en Mississippi, se formó en Memphis y se consolidó en Chicago. Con la guitarra en las manos es un titán, pero en su show a veces tiende a hacer más bromas que solos. Ese día, por ejemplo, luego de un extenso monólogo machista, invitó a siete chicas al escenario y las hizo a todas mover sus colas para que el público eligiera a la mejor. A pesar de eso, mostró algo de lo que es capaz. Entre los músicos que subieron a zapar con él estuvo la argentina María Luz Carballo, con quien hizo una tremenda versión de Mona Lisa was a man. En el otro escenario estaba la texana Sharon Lewis. Más allá de su procedencia, es una cantante con todos los atributos de las vocalistas locales. Es potente y provocadora: “No se apuren en aplaudirme, a mí me gustan los hombres de manos lentas”. Acompañada por un trío –el guitarrista Bruce James tenía un sonido bastante precario-, Lewis se emocionó hasta las lágrimas cuando cantó Angel y se recuperó de manera sorprendente para una explosión funky con Working at the car wash

Carl Weathersby
Lunes. Fui otra vez al Kingston Mines para ver a Carl Weathersby y en la puerta me encontré con Lurrie Bell. Charlamos algunos minutos sobre su próxima visita a la Argentina y entramos a ver el show. En el escenario más pequeño estaba tocando JW Williams and the Chitown Hustlers. Williams es un veterano bajista que resume esa fusión entre blues y soul que se escucha noche tras noche en Chicago. Entre los doce compases coló temas como Papa was a rolling stone, Ain’t no sunshine y Higher ground. Weathersby, en cambio, es un animal de las seis cuerdas. Toca sin púa, a todo volumen y no escatima trucos a la hora de calentar al público, como usar un encendedor como slide o tocar con los dientes. En un momento, Weathersby pifió una nota y Lurrie le gritó: “Take your time, man”. De ahí en más todos fueron solos bestiales, que alternó con el otro guitarrista, Corey Dennison, como los de la versión incendiaria de Crosscut saw o los de un slow blues instrumental de más de 15 minutos. La banda sonó muy bien. Lo curioso fue que su hijo, que hace las veces de asistente, estuvo todo el tiempo parado arriba del escenario siguiendo el ritmo de la música y sólo al final cantó un tema.

2120 South Michigan Av
Martes. No hubo noche de blues pero durante el día fui a conocer el edificio del 2120 de South Michigan Avenue, donde funcionaban los estudios de Chess Records y ahora está el museo de la Blues Heaven Foundation. Recorrí el lugar por donde pasaron los grandes artífices del blues de Chicago. El recuerdo de Muddy Waters está presente a cada paso. Más tarde me di una vuelta por Maxwell Street. Lo único que recuerda los años de oro del blues es un cartel y la estatua de un bluesman callejero.

Jimmy Burns
Miércoles. Me adentré en el West Side para ver a Jimmy Burns. Rosa’s lounge está sobre la avenida Armitage, un poco alejado del circuito turístico de la ciudad. Pero realmente valió la pena ir hasta allí. Lo de Burns fue maravilloso y auténtico. El tipo, solo con su guitarra, hizo un repaso de la historia del blues. Antes de cada canción contó una anécdota personal o una historia del autor, como lo hacían los viejos storytellers. Tocó I’m ready, de Muddy Waters; Hobo blues y Boogie chillen, de John Lee Hooker; Mojo hand, de Lightnin’ Hopkins; Messin’ with the kid, de Junior Wells; y otros clásicos como Worried life blues, Rollin’ & tumblin’ y Mean ol’ frisco. Pero también hubo algunas sorpresas: You send me, de Sam Cooke; su versión de Fever, dedicada a Little Willie John; el medley con temas de Big Joe Turner; y el sorprendente cover de Cold as ice, del grupo británico de rock Foreigner. Fue una noche inolvidable.

Johnny Drummer
Jueves. Último día en Chicago. A las 18 volví al 2120 de South Michigan Avenue. En el jardín contiguo al edificio de Chess Records se presentó Johnny Drummer con su banda. Durante el verano, todos los jueves se realizan estos shows gratuitos y a mí me tocó ver a este tecladista y cantante local que sabe cómo animar al público con más carisma que talento. Una espectadora de lujo fue la dulce Marie Dixon, viuda del gran Willie Dixon, y responsable de la Blues Foundation.

Jimmy Johnson
Cuando terminó me fui caminando por South Wabash con rumbo norte. Al llegar a la esquina de Balbo me detuve. Allí estaba el cartel que indicaba que había llegado al lugar correcto: el Buddy Guy’s Legend. A las 21.30, comenzó el show del legendario Jimmy Johnson. “Estamos un poco cortos pero lo vamos a hacer igual”, dijo. La referencia fue a que sólo estaban su tecladista y su baterista. Por alguna razón que no explicó, su bajista y el guitarrista Mike Wheeler estaban atrasados. Comenzó con Hi heel sneakers y después le cantó el feliz cumpleaños a una mujer que cenaba con su hija y una amiga. Y así ganó tiempo. Entonces llegó el bajista y cinco minutos después Wheeler y la banda empezó a sonar como todos esperábamos: ¡impresionante!

Buddy Guy
Little by Little, Cold cold feeling y Going back to Louisiana fueron las canciones que tocó antes de lo inesperado. En un momento, uno de los de seguridad, enorme señor con cara de recio, se le acercó al escenario y le murmuró algo. A un costado hubo unos movimientos extraños y algunos gritos eufóricos. Sin alcanzar a ver qué pasaba, me di cuenta que Buddy Guy se encaminaba hacia la tarima. Fue un momento sublime, de esos que te marcan a fuego. Buddy bromeó con el público mientras la banda tocaba a bajo volumen un slow blues. Y el viejo Buddy se animó a cantar, como sólo él puede hacerlo. Primero Five long years y luego Love her with a feeling. Anticipó un par de estrofas de una de sus nuevas canciones y se despidió: “Tengo que tomar un avión en un par de horas”. ¿Y cómo sigo ahora”, se preguntó, medio en broma y medio en serio, Jimmy Johnson. Y lo hizo de la única manera que sabe hacerlo a puro blues, con That will never do.

Y así terminó mi gira. Adiós Chicago. Gracias por tanto blues.

sábado, 13 de julio de 2013

Anson Funderburgh y Eric Lindell

Ahí está el gran maestro, sosteniendo con firmeza su Strato blanca sobre el escenario. Yo estoy en primera fila, expectante. Anson Funderburgh es uno de los guitarristas más exquisitos que jamás haya escuchado. Mientras espero que comience el show, en el que acompaña a la banda de Eric Lindell, recuerdo la primera vez que escuché su disco My love is here to stay, junto a Sam Myers, y como me voló la cabeza con ese swing endemoniado.

Space es un bar muy coqueto ubicado en Evanston, a unos 15 kilómetros al norte de Chicago. Tiene las dimensiones de Notorius pero sin tantas mesas. En el medio hay un espacio grande para que la gente vea el show de parado o baile. Para mí es una noche de buena música y la antesala al blues de Chicago. Eric Lindell -californiano y ex artista de Alligator Records- es un compositor notable, con una raíz blusera aunque en esencia su música abarca también el soul, el country y el funk de Nueva Orleans. Para su nuevo trabajo, Sunday morning, Lindell sumó a Anson Funderburgh para jerarquizar a su banda, los Sunliners. La sinergia entre ambos es notable.

El show es para presentar el flamante EP que contiene versiones de temas de Billy Preston, George Jones y Merle Haggard, entre otros. La banda se completa con dos saxofonistas, un contrabajista y un batero. De entrada, nomás, Lindell y Funderburgh muestran sus cartas. El primero canta y lleva la rítmica. El segundo, es el encargado de los solos más hermosos que se puedan escuchar. Lindell lo reconoce a cada instante: “Such a beautiful sound… Anson Funderburgh ladies and gentelmen”.

Bayou country, Sunday morning y Thanks a lot son lo mejor del nuevo EP. Pero también hace un repaso por algunas de su propias canciones como Love and compassion y Since june, y otros covers como Cold november, de Delbert McClinton, o Valerie, de Mark Ronson, que solía cantar Amy Winehouse. Cada solo de Funderburgh es mejor que el anterior y le pone una cuota de blues texano a las melodías que entona Lindell. El otro punto alto del show es el contrabajista Myles Weeks, que acompaña en coros y marca el ritmo con determinación.

En el final explotan con Born in Chicago, de Nick Gravenites. Es el momento más blusero de la noche. La gente sigue bailando frente al escenario y las dos veteranas estiradas, que en el intervalo acosaron sin pudor a Funderburgh, esperan su momento para volver al acecho.

La llegada a Chicago fue inmejorable. A partir de ahora todo será blues por unos días. Los bares me esperan. Mientras tanto disfruto de esos punteos magníficos que sólo un guitarrista como el maestro Anson Funderburgh puede lograr.

martes, 9 de julio de 2013

Parlez le blues

JW Jones
El Lotto Quebec es un escenario montado en uno de los vértices del predio que ocupa el Festival de Jazz de Montreal. No es tan grande como los demás, pero ciertamente no es pequeño. Por allí pasaron sólo músicos de blues como Larry McCray, Shakura S'aida y David Gogo. Por cuestiones de tiempo no pude verlos a ellos, pero sí a otros dos bluesmen que me impactaron. El primero fue JW Jones, conocido en la Argentina por haber grabado, desde Canadá, la pista de su guitarra en un tema del último disco de La Vieja Ruta, Trabajo fino.

Jones es un violero exquisito que hace gala de su virtuosismo tocando con la guitarra por encima del hombro o haciendo rasgar las cuerdas al mismo tiempo a su bajista y su baterista para que el público delire. Pese a que es un canadiense de pura cepa, su estilo está muy influenciado por el blues de la Costa Oeste, con algunos lazos con Memphis y Texas. Tiene siete discos editados y lo que me tocó ver fue más que nada temas de su último trabajo, Seventh hour. Su show duró una hora y tuvo un final adrenalínico en el que mostró su capacidad para jugar con el sonido de Dick Dale y Link Wray.

Nico Wayne Toussaint
El otro que vi y que me pareció fantástico fue el cantante y armonicista francés Nico Wayne Toussaint, un pelado alto y desgarbado que estaba vestido con un polémico traje amarillo. En cuanto arrancó con el primer tema, respaldado por una banda muy activa –guitarra, bajo y batería-, me di cuenta que el tipo era groso. Su repertorio está muy influenciado por el blues de Chicago, especialmente por Sonny Boy Williamson, Little Walter, James Cotton y Snooky Pryor, sus grandes maestros.

Toussaint es todo un personaje y tiene una energía incalculable arriba del escenario. Además de hacer algunos de los trucos que Rice Miller patentó hace ya unas cuantas décadas, baila con tantas ganas que obliga al público a seguirlo o morir en el intento. Un momento muy grato fue cuando recordó al gran Magic Slim con una versión inflamable de Bad boy.

JW Jones y Nico Wayne Toussaint son dos músicos de la nueva generación que derriban ciertos mitos creados por los ultra ortodoxos del blues. Con pasión, talento y ganas se puede tocar muy buen blues, sin importar el color de la piel ni el país de origen.

viernes, 5 de julio de 2013

Leyendas vivientes

El verano le sienta bien a Montreal. Luego de muchos meses de un intenso frío y nevadas apabullantes, los canadienses de esta parte del territorio, como supongo que también lo hacen en el resto del país, salen a las calles con alegría y desenfado. Pero tienen un motivo mejor que el calor para pasarla bien: la música. Como todos los años, entre los últimos días de junio y los primeros de julio se realiza el Montreal Jazz Festival, con conciertos gratuitos y algunos shows pagos con artistas de primer nivel.

Las calles del centro se cortan y la gente pasea entre escenarios montados a la vista de todos y los teatros que están enclavados en la Plaza de Artes. Si bien se llama Festival de Jazz, hace algunos años que dejó de ser exclusivamente dedicado a esa música y tocan artistas tan diversos como Lyle Lovett, Feist, Bettye Lavette y Aretha Franklin.

El miércoles a la noche asistí a un recital memorable, con dos leyendas vivientes como protagonistas. Abrió el concierto, que estaba pautado como “double bill”, nada más y nada menos que Leon Russell. Acompañado por un trío (guitarra, bajo y batería) tocó durante una hora y media un repertorio imponente, en su mayoría con covers de la época dorada del rock roll, esas que sabemos todos.

Vestido con saco blanco, sombrero del mismo color y una camisa que el prototipo de turista gringo envidiaría, Russell subió al escenario apoyándose en su bastón. Se sentó frente a los teclados y empezó con Prince of Peace, de 1971. Luego vino la andanada de versiones: Baby what you want me to do, de Jimmy Reed; A hard rain’s-a-gonna fall, de Bob Dylan; Wild horses, de los Stones; y Georgia on my mind. Tres de sus mayores éxitos llegaron en simultáneo: Tight rope, Delta lady y A song for you. Los interpretó con emotividad y una voz descomunal, aunque con el sintetizador un poco estridente para mi gusto.

Tuvo tiempo de contar una anécdota, de cuando empezó a tocar en los bares de Oklahoma cuando tenía 14 años, En esa época, explicó, su héroe musical era Ivory Joe Hunter. “Yo deseaba tener un nombre tan impresionante como ese”, bromeó. Cerró a todo rock and roll, con su guitarrista tocando la lap Steel y haciendo un medley que incluyó Jumpin’ Jack flash, Paint it black, Papa was a rolling Stone y Kansas City. El bis, ya con algunas personas bailando en los pasillos, fue Roll over Beethoven.

Media hora después, apareció en escena Dr. John y eso, para mí, marcó un antes y un después en la música. The Night tripper fue presentado por Sarah Morrow, su directora musical, tombonista y corista. La intro fue Call him the doctor y enseguida lanzó los primeros acordes de su clásico Iko iko. Su voz nasal y dominante sobrevoló todo el teatro de la Maisonneuve. Siguió con Renegade, un viejo tema de su disco Tango Palace, de 1979.

Con una banda imponente, Dr. John vertió todo su combo de Nueva Orleans, que no es otra cosa que funky, blues, jazz, voodoo y una pizca de calipso. De su último disco, tocó Locked down, Revolution, Ice age y Big shot, una detrás de la otra y con muchísima intensidad. En ninguna de esas versiones se sintió la ausencia de Dan Auerbach, guitarrista de los Black Keys e ideólogo de ese trabajo.

Los clásicos vendrían después. Primero, con un ritmo híper funky, Right place wrong time. Para Let the good times roll dejó el piano de cola y tomó una Telecaster. Volvió a sentarse al piano para una aproximación muy personal de St. James Infirmary. Un poco más jazzy regaló Love for sale. Cerró con la maravillosa Goodnight Irene, de Leadbelly. En los bises, los miembros de Lower 911 hicieron un solo cada uno como intro de Such a night. El Night tripper se fue ovacionado caminando a pasos lentos como lo había hecho al comienzo. Eran las 23.30. Afuera estaba húmedo e insoportable pero ya poco importaba eso. La música de Leon Russell y Dr. John, dos leyendas vivas, se convirtió en un buen antídoto contra todo.  

lunes, 1 de julio de 2013

Blues en NY

Viernes a la noche. Nueva York está calurosa y húmeda. Nos bajamos del subte en la calle 14 y caminamos por la Séptima Avenida hasta Cristopher St., en el corazón del Greenwich Village, barrio que supo acobijar en distintas épocas a músicos de jazz, folkies y bohemios. Caminamos hasta The 55 Bar con la promesa de buena música. Antes de llegar nos encontramos con una fiesta inesperada: sobre Cristopher St. están concentrados decenas de gays y lesbianas, todos vestidos con colores estrafalarios y mucho brillo. Bailan, saltan y gritan de la alegría. Están anticipando la celebración del Día del Orgullo Gay. Allí, en medio de tanta algarabía, una pequeña escalera conduce al blues más auténtico.

Bill Sims Jr.
Entramos y suena Nine below zero, de Sonny Boy Williamson. Matthew Skoller sopla con ganas una de sus armónicas Marine Band. El músico de Chicago se siente a gusto en ese pequeño reducto. Lo acompañan dos bluesmen locales que el año pasado estuvieron nominados a un Grammy por el disco que grabaron con la Heritage Blues Orchesta: Bill Sims Jr. y Junior Mack. A ellos tres los acompañan un bajista y un baterista.

El 55 es un pequeño bar que tiene una docena de mesas y una barra que corre en paralelo. Está decorado con tapas de discos, posters y fotos. Así, se suceden imágenes de Billie Holiday, Bessie Smith, John Coltrane, Jimmy Dawkins y Robert Johnson. Noche a noche, allí alternan shows de jazz y blues, entre pintas de cerveza y shots de Jack Daniels.  

Junior Mack
Skoller es un buen frontman y toca con mucha intensidad. Canta con voz áspera y da lugar a sus dos invitados para que se luzcan. Bill Sims alterna entre una Les Paul y los teclados. Toca Get low down con un poco de sabor a Nueva Orleans y luego Key to the highway.  Junior Mack desliza su slide de manera desafiante en un slow blues y acelera con pasión en Driving Wheel. Skoller, quien tocó con los Kinsey Report y Lurrie Bell, canta muchos de sus temas y mezcla algunos covers como Scratch my back. La noche se pierde entre doce compases. Subimos los cinco escalones que separan al 55 de la calle y allí siguen algunos pocos estirando el festejo de su orgullo. Nosotros nos alejamos caminando hacia el sur.


Domingo a la tarde. La claridad que hay pasadas las siete contrasta con la penumbra de Terra Blues. Somos los únicos allí y ocupamos la mesa más próxima al escenario. Pronto llegará más gente. Blind Boy Paxton afina su guitarra, su banjo y su violín y se acomoda en una silla sobre el escenario. Está vestido con un pantalón de gabardina, chaleco, camisa blanca y unos zapatos muy retro. Para completar su imagen de hombre de otra época, lleva un reloj de bolsillo.

Paxton ofrece un viaje en el tiempo que nos lleva a las décadas del 20 y del 30. Su música es el blues de la Costa Este, el ragtime, el vaudeville y el country blues de preguerra. Toca con púa y tiene una muy buena digitación. Y canta como lo hacían los viejos bluesmen callejeros.

Cuando toca sus ojos se ponen blancos. Tal vez por eso lo apodaron Blind Boy. Desliza el slide mientras entona Poor boy y hace reír, como lo hacía el Reverendo Gary Davis, con Cocaine blues. Acepta sugerencias y me pregunta que quiero escuchar. “Mississippi John Hurt”, le respondo. Hace una mueca de aceptación y me regala Candyman. La misma pregunta se la hace a unos suecos que están en la mesa de al lado. Uno de ellos le pide “algo de Robert Johnson” y Paxton se queja: “¿Por qué todos me piden siempre lo mismo?”. Entonces intervengo y le pido una de Skip James. No tengo suerte, pero hago un intento más: “Blind Boy Fuller”, grito. Sonríe y me regala Rag mama rag.

Con el violín Interpreta algunas melodías tan viejas que me son imposible de reconocer, parece que tienen más de un siglo. Pero en el final vuelve al blues más puro. Primero con Jelly roll blues, luego con Blues before sunrise y cierra con Goodnight Irene. La camarera pasa con un recipiente en busca de propinas. Algunos dejan unos dólares y Paxton se despide. Un disco de Ben Harper empieza a sonar en los parlantes y esa es la señal de que volvimos al año 2013. Afuera ya es de noche y Nueva York nos espera.