viernes, 31 de diciembre de 2021

Separar al artista de su obra


El escritor, investigador y ensayista Martín Kohan dijo en una entrevista en La Nación que es indispensable separar al artista de su obra. "Lo que una determinada persona pueda parecernos no determina en ningún sentido lo que pueda llegar a parecernos una obra que esa persona ha hecho. Una obra nunca se reduce a la intencionalidad que su autor pudo tener, por suerte, porque, si así fuera, el lugar de los receptores sería más bien pasivo. Por ende, la posición que se tome respecto de un autor y la posición que se tome respecto de una obra no tienen por qué ser correlativas”. De no ser así, puede interpretarse, un lector progresista o de izquierdas se perdería de leer, por ejemplo, La tía Julia y el escribidor o Travesuras de la niña mala, dos libros esenciales de la literatura latinoamericana contemporánea, por el solo hecho de coincidir con el pensamiento ultra liberal y de derecha de Mario Vargas Llosa. 

Algo parecido sucede ahora con Eric Clapton. Sus últimos actos públicos fueron muy cuestionados. Por un lado, demandó a una mujer alemana que puso a la venta por 11 dólares un cd suyo pirata en eBay. Además, se difundió una foto que se tomaron junto al guitarrista Jimmie Vaughan con el gobernador de Texas, Greg Abbott, conocido por sus políticas anti-aborto y en contra del matrimonio homosexual. Pero lo que realmente lo puso en el centro de la escena es su militancia antivacunas. Como bien escribió Daniel Garrán para Los 40 Classic, “se ha convertido en un personaje polémico, incómodo y, para muchos, hasta peligroso en estos tiempos que corren, instalados en la cultura de la cancelación”. 

Ahora bien, ¿cómo afecta esto a su música? Su último disco, The Lady in The Balcony-Lockdown Sessions, como se desprende de su nombre, fue grabado en plena pandemia. Según refieren las notas del álbum del periodista británico Paul Sexton, a comienzos de año, debido al avance del Covid-19, le cancelaron los shows que tenía previstos para dar en mayo en el Royal Albert Hall de Londres. Entonces, decidió juntar a su banda en Cowdray House, en West Sussex, para grabar un disco en vivo, aunque sin público. Así fue como, junto al tecladista Chris Stainton, el bajista Nathan East y el baterista Steve Gadd, registró poco más de una docena de canciones que, en buena medida, resumen su carrera y sus influencias. Es cierto que no hay grandes novedades en el disco -más allá del homenaje que le rinde a Peter Green versionando Black Magic Woman y Man of The World-, y que incluso muchos piensen que es una especie de Unplugged II, pero el feeling del álbum es asombroso y el sonido tiene una fidelidad exquisita.
 
El clima relajado y distendido que lograron los músicos no se condice con la postura negacionista y reaccionaria que mostró Clapton en el último tiempo. Basta con escucharlo cantar en el comienzo Nobody Knows You When You're Down and Out para darse cuenta de por dónde irá la cosa, mientras que sus recreaciones de temas como Key to The Highway, Bad Boy, Got My Mojo Working, Going Down Slow, Rock Me Baby y Long Distance Call nos recuerda que el blues es parte de su esencia, cómo lo definió en From The Cradele, su álbum del 94: “Desde la cuna hasta la tumba”. 

Hay renovadas versiones de After Midnight, tema de J.J. Cale que él convirtió en un éxito en 1970, Layla, Bell Bottom Blues, Golden Ring, Tears in Heaven y River of Tears, con los que de alguna manera repasa algunos de sus momentos más memorables de sus más de cinco décadas de carrera como músico profesional. Es probable que esto sea un revisionismo de su parte, no exento de nostalgia y reflexión por tratarse de un hombre mayor que sabe que el valor del tiempo ahora ya no es como antes. 

Más allá del título The Lady in The Balcony, que refiere a su esposa Melia, la única persona no afectada a la grabación que presenció toda la sesión, en el disco prescinde de su mensaje antivacunas y en contra del uso del tapabocas y los confinamientos, lo cual llama no deja de llamar la atención. Es como que de alguna manera logró desdoblarse del personaje que creó en pandemia para poder dar rienda suelta a su arte en un contexto diferente y sabiendo que, posiblemente, no tenga muchas más oportunidades de hacerlo en el futuro. Es como que él mismo hizo ese click de separar su obra su pensamiento y eso hay que agradecérselo. Porque este es su verdadero legado, y por lo que siempre lo recordaremos, son sus canciones.



martes, 30 de noviembre de 2021

Néstor Ortiz Oderigo, el hombre de negro


Néstor Ortiz Oderigo (1912-1916) fue uno de los personajes fundamentales en la difusión de la música negra en la Argentina. Sus artículos en revistas especializadas y en diarios, sus libros y sus programas de radio fueron la base de todo lo que se escribió y publicó con el tiempo sobre jazz, blues, spirituals e incluso música africana, de América latina y sobre los orígenes del tango.

Según escribió Alicia Dujovne Ortiz en La Nación en 2005, “Néstor Ortiz Oderigo, hermano de mi madre, había comenzado a entusiasmarse con la música de los negros norteamericanos a los 14 años. Desde entonces, acumulaba esos discos inhallables a los que, antes de guardarlos, limpiaba tiernamente con la manga. El amor por el jazz lo había conducido a interesarse en la cultura negra de toda América latina, en particular del Río de la Plata”.

Durante la investigación que hicimos con Gabriel Grätzer para el libro Bien al sur-La historia del blues en la Argentina, el nombre de Oderigo apareció desde un comienzo y su bibliografía resultó esencial para entender el desarrollo del género en nuestro país.

A continuación, el capítulo dedicado a Ortiz Oderigo en el libro:

Oderigo tenía una fuerte vinculación con la música negra desde los años veinte cuando colaboraba, ocasionalmente, con el diario La Prensa y era corresponsal de algunos diarios estadounidenses destinados al público afroamericano. En 1939 escribió su primer libro, pero debido a la Segunda Guerra Mundial, la editorial Claridad lo editó recién en 1944. En Panorama de la música afroamericana dedicó un capítulo a cada una de las principales ramas del folclore de los Estados Unidos: work songs, negro spirituals y blues. Oderigo analizó y desarrolló aspectos poéticos y teóricos de esta música. Citó, por ejemplo, a importantes artistas de blues de la época, lo cual confirma que poseía una nutrida discografía de discos de 78 r.p.m. Entre los bluesmen que mencionó, había referentes del country blues como Lonnie Johnson, Mississippi John Hurt, Joshua White, Ma Rainey, Blind Lemon Jefferson, Blind Willie McTell, Sonny Terry, Jim Jackson, Kokomo Arnold, Big Bill Broonzy y Memphis Minnie, entre otros. Algunos de esos artistas habían sido editados en Estados Unidos por el sello Gennett, que en Argentina tenía como licenciatario del catálogo al banjoísta Nicolás Verona. No es de extrañar que algunos discos de blues llegaran a Oderigo por esa vía o bien que pudiera adquirir algunos 78 r.p.m. en las tiendas de Buenos Aires donde, esporádicamente y entremezcladas con los discos de jazz, llegaban algunas ediciones de artistas de blues. “Por mis conocimientos musicales, las quintas disminuidas y las terceras mayores y menores del ragtime y los blues, lejos de asustarme, refocilaban mis circunvoluciones, que absorbían esos mágicos y fascinados efluvios sonoros”, dijo Oderigo en un intercambio epistolar con Sergio Pujol en la década del ochenta (Jazz al sur- Historia de la música negra en la Argentina). 

Además, Oderigo tenía algunos de los discos de pasta editados por la Biblioteca del Congreso de Washington, cuyas extraordinarias grabaciones de hollers y work songs, especialmente una titulada That Lonesome Road, difundió en sus audiciones de Radio Nacional y Radio Rivadavia. El autor también tenía los registros que John y Alan Lomax habían efectuado al músico Leadbelly en la prisión de Angola, Louisiana, en 1933. Si a esto le sumamos los discos de música africana, centroamericana y sudamericana –material muy difícil de conseguir en aquellos días– se puede afirmar que Oderigo fue uno de los más importantes coleccionistas de Latinoamérica de aquella época.

A partir de 1945, Oderigo fue convocado a escribir una sección titulada “Notas sobre blues” en la revista Jazz Magazine. Allí compartía sus conoci­mientos históricos y estilísticos con un público distinto al que podía comprar sus libros y que, por primera vez, se enteraba de la existencia de una forma de blues no vinculada al jazz. Fotos de Leadbelly, Bessie Smith, Lonnie Johnson ilustraban sus artículos.

En 1952, Ricordi le editó un nuevo libro, La historia del jazz, que incluía extensos capítulos sobre el canto negro afronorteamericano y las raíces del género. Otro ejemplo sobre el blues se puede encontrar en el Diccionario de jazz, también editado por Ricordi, en 1959. El lugar que ocupa la música folklórica estadounidense es notorio: el blues figura en tres páginas; cantos de trabajo, en dos; y negro spirituals, en otras dos y media. Finalmente, en 1964, Compañía General Fabril editó Rostros de bronce. Este libro, como así también Panorama de la música afroamericana, aparecen mencionados en la bibliografía de la Gran enciclopedia del blues, de Gerard Herzhalft. Allí se toman algunos conceptos de Oderigo en cuanto a la necesidad de distin­guir entre blues comerciales “manufacturados por compositores norteños” y aquellos “blues legítimos del pueblo”, o bien entre “blues castizos y aquellos manufacturados por compositores”. Esos textos de Oderigo, material de estu­dio y consulta ineludibles en conservatorios y secundarios, fueron los prime­ros pasos para la difusión de esta música en la Argentina.

En otro pasaje del libro dos músicos esenciales en el desarrollo del blues en la Argentina recuerdan su influencia. Uno es Osvaldo Ferrer, clarinetista, guitarrista y cantante de la Antigua Jazz Band quien reconoció que en la década del sesenta escuchaba Antología de la música negra por Radio Nacional, al igual que el guitarrista Claudio Gabis, miembro de Manal y pionero del rock nacional. “Yo me encerraba en mi cuarto y hacía que estudiaba, pero en realidad me quedaba escuchando la radio. Yo todavía no tocaba la guitarra pero estaba completamente fascinado con ese sonido. Por lo general, Oderigo pasaba jazz, cada tanto ponía blues pero más bien como un antecedente, una referencia, y no como un género en sí mismo”, contó. 

                                                                            *** 

Su legado quedó en manos de su sobrina. Alcia Dujovne Ortiz escribió en La Nación que “a la muerte de la viuda, me entero de que mi tío, sin duda recordando a la nena que subía a visitarlo y le escuchaba las ‘latas sobre negros’, me había legado su departamento, aún repleto de libros y de cuadros con morenos danzarines. Es un departamento típico de un intelectual de los años cuarenta, atestado de libros viejos y de bibliotecas de madera oscura, con puertas de vidrios sostenidos por maderitas cruzadas. Sacadas de sus estantes, las prolijas carpetas que contienen la veintena de libros terminados, listos para la publicación con índice numerado incluido (entre ellos, un voluminoso diccionario de palabras rioplatenses de origen africano), y las recopilaciones de artículos, publicados o no, llenan cuatro grandes cajas sobre las que me inclino entre dolida, admirativa y perpleja. No es necesario extenderse sobre esos sentimientos: la ingratitud de un país que deja morir a sus intelectuales en semejante soledad nos exime de comentarios”. 

Pero fue la doctora en Filosofía Dina Picotti quien se hizo cargo del legado y logró darle un nuevo impulso a su obra, especialmente lo que había estado investigando en los últimos años de su vida, relacionado con los africanismos. “Pudimos publicar en la Universidad de Tres de Febrero el diccionario que había reunido Néstor Ortiz Oderigo, que fue uno de los primeros africanistas argentinos, poco reconocido en el país. Lo pudimos hacer gracias a que su sobrina, Alicia Dujovne Ortiz, nos cedió la obra que había heredado. Esto fue al poco tiempo de que creamos la carrera de especialización en estudios afro americanos dentro de la Maestría de Diversidad Cultural de la universidad”, contó en una entrevista con Página 12 en 2013.

martes, 2 de noviembre de 2021

Flores para sí mismo

El denominador común de Viaje de Blues es la autorreferencialidad, algo que era esperable viniendo de Adrián Flores, pero también, y esto hay que decirlo, es un libro necesario para los amantes del blues, porque es la síntesis de la relación de un hombre que, a un costo alto, dejó todo de lado por la música que lo apasiona. En la vida de Adrián Flores, por lo que se desprende de estas páginas, no hay grises, es todo blanco o negro… y ya sabemos qué color elige él.

Viaje de Blues no tiene un hilo narrativo y carece de edición. Eso queda en evidencia con los múltiples saltos temporales y geográficos; y por temas a los que le falta desarrollo y quedan colgados. Pero de todas maneras resulta un libro ameno. Y ese es un gran mérito de Javier “Ciego” Goffman, que realizó una tarea titánica en captar la voz de Flores y plasmarla en papel. Al pasar las páginas, el lector no piensa en que lo escribió otro, sino que hasta puede percibir el vozarrón de Flores en cada una de las historias. Es Flores en todo su esplendor: dogmático, irascible e intolerante, pero también coherente consigo mismo, agradecido con sus amigos y muy comprometido con su causa.

Es cierto que todas las historias están repletas de subjetividades y es probable que otros protagonistas de esos hechos tengan recuerdos distintos, sin embargo, lo llamativo son los detalles que rescata, como por ejemplo que un músico tenía la camisa manchada o lo que decía otro cuando se quejaba de lo mal que se maneja en Sudamérica. Y esos pequeños detalles engrandecen al libro.   

Años de Vendimia (1985)
En las primeras páginas, el relato se centra en los comienzos de Flores con la música: cómo un disco de Creedence Clearwater Revival le cambió la vida y luego uno de Elmore James lo zambulló en el mundo del blues. Reconoce la influencia de Max Hoeffner en ese proceso de descubrimiento y también destaca a la primera formación de Memphis la Blusera. También recuerda, desde su óptica, la formación de sus primeros grupos, Gris, Años de Vendimia, La Mississippi y Blind Lemon, en un período que abarcó desde fines de los setenta hasta comienzos de los noventa (algo que abordamos con Gabriel Grätzer en Bien al Sur-La historia del blues en la Argentina); bandas que, más allá del éxito posterior de La Mississippi, navegaron una época en la que el blues era muy de nicho.

Su vocabulario clásico, como “monigote”, “chingui chingui”, “turistas”, “salchicha”, "toca huevos" “pizzero”, “viudas de bogan” y “barbudos”, que utiliza en exceso en redes para descalificar, aquí aparece en cuenta gotas lo cual es otro mérito de Goffman, que no necesitó recurrir a esas palabras para darle forma a la voz del protagonista.

Adrián Flores y James Cotton (1994)
Flores expresa cierto altruismo con muchos de los bluesmen estadounidenses que trajo y deja entrever que fueron más las veces que perdió dinero produciendo shows que las que ganó (“Empatar es ganar”, es una de sus máximas). No oculta cierto rencor por músicos como Buddy Guy u Otis Rush, que rechazaron sus propuestas, y también, aunque en menor medida, por John Primer, debido a ciertas desavenencias que tuvo a lo largo del camino. Muestra un desprecio manifiesto por la gente con la que, según él, tuvo disputas comerciales, aunque en la mayoría de los casos prefiere no mencionarlos por sus nombres y recurre a apodos como “Señor Pesto”, “Bordonaro” o “Rata Cagoso”, tal vez para evitar demandas legales. Al que también le pega sin pudor en varios pasajes del libro es a Pappo, pero en este caso no disimula su identidad.

Otra cosa que se desprende de la lectura es que a lo largo de los años hubo mucha improvisación de su parte en la organización de shows, especialmente por falta de previsión en aspectos contractuales y logísticos. Lo más llamativo es que revela que en algún momento le ofrecieron producir un show de John Fogerty en la Argentina y lo rechazó porque solo se quería dedicar a traer músicos negros de blues, algo que cumplió a rajatabla salvo por una producción que se atribuye de Bruce Ewan.

El libro viene acompañado por fotos, que lamentablemente no se aprecian porque la calidad de impresión no es la mejor, aunque son las mismas que publica desde siempre en su perfil de Facebook. 

Pero las anécdotas con los bluesmen, tanto aquí en Buenos Aires como en Chicago o en Brasil, son muy interesantes. Logró retratar sus estilos de vida, especialmente en la ruta, pero la falta de hilo narrativo, que nos lleva de acá para allá, con saltos hacia adelante y vueltas atrás, por momentos desorienta. El problema más evidente de la falta de edición vuelve a aparecer sobre el final cuando por segunda vez relata la anécdota en la que “David Espectro”, como llama a Dave Specter, se olvidó de invitar a tocar a Lurrie Bell en un evento en Chicago.

Viaje de Blues es un libro que Flores pensó para reivindicarse a sí mismo, pero que Goffman logró volverlo más placentero con su pluma. Más allá de los conciertos que organizó, los discos que produjo y los programas de radio que condujo, lo más interesante está en sus historias con los músicos, eso que probablemente ningún otro argentino, vivió tanto como él.

miércoles, 20 de octubre de 2021

La pasión según los melómanos


Las disquerías son el paraíso y el infierno del melómano. Cualquier coleccionista de discos, ya sea de vinilos o de cds, atesora decenas de anécdotas, buenas y malas, de esos lugares. Algunos recuerdan momentos en enormes tiendas de cadenas internacionales y otros en pequeños sucuchos donde escasea el oxígeno, en la Argentina, Estados Unidos, Colombia o Europa. Algunos experimentan reacciones que van desde el sudor de manos, el latido de un ojo o hasta unas ganas incontrolables de ir al baño. Las bateas son el territorio ideal para los dedos entrenados del coleccionista, y el disquero, casi siempre, es un personaje esencial que no pasa desapercibido, ya sea por su buena onda o por su arrogancia. Y están los discos, en muchos casos tesoros escondidos. Encontrarlos es todo un desafío y pagarlos barato es casi una quimera. 

De eso se trata “Me cago en las disquerías”, el último libro de Gourmet Musical Ediciones, que compiló Sebastián Rubín, ex líder de la banda indie Grand Prix, y que cuenta con poco menos de una veintena de textos de diferentes autores, entre los que hay músicos y periodistas. Como en todos los libros que pasan bajo el ojo editor de Leandro Donozo, la música es la protagonista exclusiva. 

La primera historia es la del compilador. Rubín cuenta las peripecias que sufrió cuando era joven en las disquerías europeas: cuando ingresaba a una gran tienda se ponía nervioso y no podía controlar sus esfínteres. Y de ahí el nombre del libro… bien literal. En ese texto surge una definición que aplica a todos los coleccionistas: “Una de las cosas más estresantes de comprar discos es la certeza de que nunca podremos llevarnos todo lo que queremos. Los discos no son un vicio oneroso. Comprar discos no es caro. Pero comprar todos los discos que uno quiere es carísimo”. 

La disquería Minton's, Galería Apolo
El recuerdo de Alex Cooper de sus días en Londres a finales de los  ochenta y sus visitas a los puestos de usados de Camdem, su relación silenciosa y cómplice con London Girl es uno de los capítulos que antecede a las misteriosas canciones que aparecieron grabadas en un cassette pirata que Pablo Krantz compró en una disquería, y que se volvieron sus temas favoritos, aunque pasó 12 años sin saber qué grupo eran. “La hija del disquero” es uno de los textos más atrapantes donde María Zentner resume su historia familiar, la del fin de la dictadura y la consiguiente vuelta de la democracia. Su padre fue el dueño de la disquería Hamelin y de ahí ella heredó la pasión por la música, aunque con cierto desapego por los discos. 

Un quejoso e insufrible Germán Bordagaray nos relata cómo se robó discos o le cambiaba los precios para pagar menos en sus excursiones a disquerías de Turín, en Italia, práctica que, al parecer, ejerció en varias ciudades del mundo. Luego Giselle Hidalgo expone sus recuerdos cruzados entre una famosa disquería londinense y la nostalgia de una adolescencia en el barrio de Belgrano; aquél primer cd de Paul McCartney y esa joya inalcanzable de The Buzzcocks en vinilo, mientras se sentía como Liv Tyler en el video de Crazy de Aerosmith. 

Fernando Blanco rememora su experiencia trabajando en el local de una importante cadena de disquerías (¿Tower Records?). Cuál era el lugar que más le gustaba ocupar y el que menos, el perfil de sus compañeros, los almuerzos de media hora y los descansos de 15 minutos. De la caja a la sección de discos de música clásica, del sótano a la atención al público en el salón principal, a veces en horarios extraños para el comercio, y con francos lunes y martes, los peores que puede haber, pasando por la celosa requisa de los vigiladores que evitaban la sustracción (¿involuntaria?) de algún cd. Una crónica breve e intensa de fin de milenio. 

Amoeba Records, en Los Ángeles
El libro por momentos sobrevuela el relato fantástico como el de Daniel Flores y esa pequeña disquería de un pueblo patagónico que atesoraba la mejor colección de vinilos de punk y new wave del mundo. Un relato candente, apasionado y misterioso, con un final inesperado. Y entonces Roque Casciero entra a la mejor “disquería del mundo” en Los Ángeles y con las manos desbordadas de cd’s, que no sabe si podrá pagar, tiene un flash back de su adolescencia en el local de Audiocanje, en Junín, donde despertó su pasión por la música. Es así como llega a la conclusión que lo que no pudo conseguir en ese momento tampoco lo conseguirá ahora. “Entrar a una disquería es una trampa. La más deliciosa, aventurera y estimulante de las trampas. Y voy a persistir en caer en ella una y otra vez…”, sostiene.

El periodista Diego Miranda arranca su texto admitiendo su adicción por los vinilos y cuenta el particular método que ha desarrollado para conseguirlos debido a que las disquerías no son lo suyo. José Navarro nos deleita con una historia mínima de su pasado como vendedor en una pequeña disquería céntrica y ese cassette de The Cure que grabó para un desconocido que lo marcó para el resto de su vida. Pablo Manzotti nos traza una guía para recorrer disquerías en Nueva York mientras da respuesta a por qué sigue coleccionando vinilos. 

Sobre el final, Humprey Inzillo nos pide que nos abrochemos los cinturones para recrear sus viajes a Barranquilla, Bogotá, Río de Janeiro, Nueva York, Oslo y Madrid en los que florecen todo tipo de disquerías, de las imponentes y las pequeñas, rarezas discográficas, libros incunables, festivales, entrevistas, conferencias y coincidencias que llamarían la atención del mismísimo Paul Auster. Fernando Cárdenas, por su parte, omite las disquerías, pero no los discos: su hallazgo, el big bang de su vida con los vinilos fue en un armario de la casa de sus abuelos en Caballito. Y Alejandro Tolosona concluye con una carta de amor en clave musical. Amor por una mujer, pero también por los discos, los viajes, los recitales, las canciones y todo lo que gira alrededor de la vida de un melómano.

jueves, 30 de septiembre de 2021

Daniel Raffo, una vida dedicada al blues


En la Argentina hubo y hay muchísimos músicos excelentes, pero son pocos los que se mantuvieron consecuentes a una idea durante décadas y Daniel Raffo es uno de ellos. Comenzó a tocar en la década del ochenta y con el tiempo se convirtió en un referente absoluto de la guitarra del blues local. Lo que logró fue por una combinación de talento, perseverancia y amor por el blues. Raffo no es un purista. Vive y siente la música con libertad, porque entre sus influencias Peter Green y Eric Clapton pesan tanto como B.B. o Freddie King. Raffo puede montar un show homenaje a los Rolling Stones con tanta pasión como pulverizar las cuerdas de su guitarra en un solo inspirado en T-Bone Walker. Raffo enseña arriba y abajo del escenario. Muchos de los violeros más jóvenes estudiaron con él y los que no, seguramente lo vieron varias veces en vivo y algo de él han tomado. Porque es imposible ignorarlo. Si estas en este mundillo pequeño, complejo y apasionante del blues, sabés que Raffo es un número uno.

Daniel Raffo nació en 1964 y es otro hijo prodigio de Floresta, aunque una década más joven que los Memphis, que escribieron su historia en un clásico del barrio que ya no está, la pizzería La Universal. En el libro Bienal Sur-La historia del blues en la Argentina (Ediciones Gourmet Musical), con Gabriel Grätzer reconstruimos los primeros años en la música de este gran guitarrista en un capítulo denominado Daniel, el terrible:

“En mi casa se escuchaba mucha música. Recuerdo que mi mamá tenía una colección de vinilos de CBS que tenía jazz, mambo, swing, tango… y yo los escuchaba todo el tiempo. Cuando entré en la adolescencia empecé con los Beatles y luego me volqué al rock sinfónico de Yes y Emerson, Lake & Palmer. A los 18 años escuché el blues y fue gracias a Memphis”, cuenta.

“La primera vez que los vi fue en el Centro Esloveno de Floresta y quedé realmente impactado. Entre 1981 y 1988, creo, fui a unos cincuenta shows de ellos. Iba a todos los que podía. La energía que tenía esa banda en vivo era algo increíble. Llenaban todos los lugares en los que tocaban, la gente bailaba. Era siempre una fiesta”, rememora Raffo.

Además de su pasión por Memphis, Raffo comenzó a bucear en el mundo del blues. Primero puso la mira en los guitarristas ingleses que habían salido del riñón de John Mayall, como Eric Clapton, Peter Green y Mick Taylor. Después en los tres King –B.B., Albert y Freddie– y T-Bone Walker. Para entonces Raffo ya aporreaba la batería con mucha prestancia y llevaba bastante tocando la guitarra. Su primera banda se llamó Ley Seca, un trío que hacía temas propios en español muy influenciado por Pappo’s Blues. Daniel Tvethe era el guitarrista y cantante, Hugo Di Leo se encargaba del bajo y Raffo sacudía bombo, platillos y redoblantes.


Corría el año 1984, Memphis ya había editado Alma bajo la lluvia y en Floresta se respiraba blues por todos lados. Jorge Ferreras, “el Gordo”, era un ex compañero de colegio de Raffo que se había dedicado a la armónica y que también tenía su banda de blues, Años de Vendimia. Ferreras, que más adelante colaboraría como armonicista en Memphis, integraba su banda junto a Marcelo Tangir en voz, Fernando Richter y Gustavo Infantino en guitarras, Marcelo Lepera en bajo, Adrián Flores en batería y Giuseppe Puopolo en saxo. También tenían un repertorio en español, como Ley Seca. Años de Vendimia era la prolongación de Gris, un cuarteto que Richter, Tangir y Flores, más el bajista Marcelo “Cacho” Gala, habían formado a comienzos de los ochenta, y lo llamaron así porque eran blancos tocando música de negros, aunque su sonido estaba más bien inspirado, como el de todos por entonces, en los bluseros británicos.

Fue por esos años que Raffo vio que el blues entraba en una nueva era. “Adrián Otero –dice– me hizo escuchar por primera vez a Stevie Ray Vaughan. Estaba enloquecido con Couldn’t Stand the Weather. Me decía que el blues estaba empezando a cambiar y que ellos tenían que hacer lo mismo”.

En 1985, la relación entre ambas bandas era muy buena y, de alguna manera, fueron apadrinados por Memphis. Fue así como los tres grupos realizaron un festival en el patio del colegio Juan Bautista Berthier, donde Floresta se funde con Villa Luro. “Fue un muy lindo recital”, asegura Raffo.

Ambas bandas se disolvieron no mucho después. Richter, Ferreras y Lepera formaron Gallo Rojo. Un par de años más tarde Lepera murió y los otros se fueron a Bariloche. Raffo ya había hecho el cambio de los palillos a las seis cuerdas y, si bien en el futuro tocaría ocasionalmente la batería, ya se perfilaba como un terrible guitarrista. Fue entonces cuando empezó a darle forma a King Size, un grupo que sería fundamental en la década del noventa.

En 1988, Raffo estaba tan metido en la música que decidió poner una disquería y alquiló un local en avenida Rivadavia y Lacarra, a metros de La Universal. Si bien en un principio se iba a llamar El Tropezón, en homenaje al tema de Freddie King, la muerte de Luca Prodan, cantante de Sumo, en diciembre de 1987, lo hizo cambiar de parecer y le puso Jardín Primitivo. “Vendía de todo: Soda Stereo, Rick Astley, Madonna, The Police… los éxitos de ese momento. También tenía remeras de rock y libros importados. Pero adentro me la pasaba escuchando blues. Yo estaba muy enganchado con Eddie C. Campbell y Muddy Waters así que en la disquería prácticamente no se escuchaba otra cosa. Empezaron a venir chicos a los que les llamaba la atención el blues y si no me podían comprar los vinilos, se los grababa en cassettes”, rememora. Pero la hiperinflación desatada en 1989 fue demasiado para él y cuando se le terminó el contrato de alquiler bajó la persiana del local para siempre.

En otro capítulo del libro, denominado Vamos las bandas, que habla sobre el boom del blues de los noventa y el éxito comercial de Memphis, La Mississippi, Pappo y Las Blacanblus, vuelve a aparecer la figura de Raffo.

El guitarrista formó King Size en 1988, y se destacó por ser uno de los músicos más distinguidos. Sus shows, en cuanto a público, eran mucho más discretos que los de las otras bandas, pero ofrecían la oportunidad de escuchar una propuesta estilística distintiva. La primera formación de King Size incluyó a Raffo y Alejandro Varela en guitarras, Gerardo Morikone en bajo y Claudio Fernández en batería. En 1990, los dos últimos se fueron y el grupo se rearmó con los dos guitarristas, Tom Williams en voz, Oscar Pérez en batería, Fabián Yajid en bajo, más Andrés Herrera y Patricio Vega en saxos. “Esa fue la mítica formación de King Size. Hacíamos covers de B.B. King, T-Bone Walker, Albert King, Roomful of Blues y Clarence ‘Gatemouth’ Brown. Sonábamos realmente muy bien y fuimos los primeros en hacer un repertorio íntegramente en inglés”, cuenta Raffo.

Varela, que también había tocado con Palo Pandolfo en Don Cornelio y la Zona, dejó King Size en 1994 y fue reemplazado por Omar Itcovici. Por entonces también se sumó Mariano Slaimen en armónica. A partir de 1995, King Size se convirtió en una de las bandas más estables del Blues Special Club.

Daniel Raffo también participó de un proyecto paralelo: la Albert King Tribute Band, que se formó en 1997, para hacer covers del gran guitarrista zurdo. La primera formación incluyó a Raffo en batería, el Bohemio Rubinsztein en bajo y Omar Itcovici en guitarra. Al poco tiempo se sumó el baterista Gonzalo “Mono” Martino como percusionista, hasta que Itcovici dejó la banda y Raffo pasó a la guitarra. La banda incorporó una sección de vientos encabezada por Mariano Cardozo en saxo (..). La agrupación tuvo un cambio más: Raffo se fue y su lugar fue ocupado por un joven talento al que lo esperaba un gran futuro internacional: José Luis Pardo. Además de tocar en el Blues Special Club, se presentaban, regularmente, en lugares a los que asistía otro tipo de público como el Spell Café, en Puerto Madero, el Hard Rock Café, en Recoleta, el Kilkenny Bar, en Retiro, y hasta en la disco Buenos Aires News, en los Bosques de Palermo.

Raffo sigue escribiendo la historia del blues local. Con su compañera, productora artística, ejecutiva y discográfica, Laura Lagna-Fietta, conforma una sociedad musical que no se detiene. Él reconoce en cada entrevista que brinda todo el trabajo que ella realizó a lo largo del camino. Pero también se cae de maduro que al haber tenido en sus filas músicos como Daniel Allevato, Nico Raffetta, Silvio Marzolini, Guido Venegoni, Martín Munoa, Mariano D’Andrea, Tavo Doreste y Pato Raffo, entre otros, lo potenció como músico. Saber rodearse bien es otra de sus virtudes.

A pesar de su extensa trayectoria su discografía es acotada. El primer disco, Daniel Raffo. King Size y otros, editado en 2010, recopila exquisitas grabaciones de varios años junto a distintos músicos argentinos, y con el plus de un gran invitado internacional, Duke Robillard. El segundo, Raffo Blues, es una obra instrumental que grabó en 2013 y lanzó en 2015, en el que mostró que podía darle un giro a su música sin perder su identidad. El último, de 2017, es el directo Capturado en vivo en el que abre con una sorprendente versión funky de Get Lucky, de Daft Punk, que empalma de manera sublime con Every Day I Have The Blues. Además, participó en decenas de grabaciones de otros músicos como un tributo a Pappo o en discos solistas de Sol Cabrera, Sandra Vázquez, Adrián Jiménez, La Mississippi, Alambre González, Tota Blues, Luis Robinson, La Vieja Ruta y músicos de Chicago como Bob Stroger y Carlos Johnson.

La pandemia puso su proyecto en stand-by durante poco más de un año, pero de a poco lo está retomando porque lo necesita, porque sabe que todavía tiene mucho para dar. Y su motor es el placer de tocar. Así lo definió en un programa de tevé en el que lo entrevistaron: “Me gusta pasarla bien a mí y, principalmente, que la pase bien la gente. Pero me tiene que gustar a mí. Si yo no la paso bien arriba, la gente tampoco”.


 

martes, 24 de agosto de 2021

El pulso de los Rolling Stones


El imperturbable Charlie, el del gesto adusto, que apenas se permitía alguna sonrisa esporádica. El viejo Charlie, siempre prolijo y sobrio, a contrapelo de la imagen alienada de Keith y el desenfado de Jagger. El influyente Charlie, único, responsable del pulso de los Rolling Stones durante 58 de sus 80 años. El eterno Charlie. El que ya no estará más, pero que siempre recordaremos. Ese Charlie. Charlie Watts.

La muerte de Brian Jones, en 1969, quedó muy lejos y para muchos de nosotros, el fallecimiento de Charlie Watts es la verdadera primera muerte stone que sufrimos. Varias generaciones crecimos al calor de los Stones, de sus discos y sus shows. Pudimos verlos en varias ocasiones, tanto en River como en la última visita en La Plata. Jagger y Richards siempre acapararon la atención del público. El cantante por su energía y carisma, y el segundo por esa mística roquera que lo apaña desde siempre. Charlie, el callado y por momentos tímido baterista, encontró en la Argentina la ovación que tanto se merecía. Todo el estadio coreando su nombre y los músicos reverenciándose ante él es una de las tantas postales que nos dejaron esos recitales en nuestra tierra.

Recordamos al Charlie Watts de la portada de Get Yer Ya-Ya's Out!, casi irreconocible, saltando como un duende musical, que se contrapone con la mesura y seriedad de la tapa de su álbum solista Tributo a Charlie Parker. Porque Watts también era baterista de jazz, un personaje que, a priori, iba mejor con su personalidad pero que, a su vez, no desentonaba con el punto de equilibrio que representaba en los Rolling Stones. Porque si Jagger y Richards son el cerebro de la banda, Watts siempre fue su corazón. Y ahora que ya no está la pregunta que surge es ¿qué pasará con la banda? Ese interrogante, que apareció tímidamente hace un mes cuando se anunció que Watts no sería parte de la próxima gira, y su lugar será ocupado por Steve Jordan, siempre estuvo acompañado por el desde que pronto se recuperaría y volvería al ruedo. Eso ya no es posible. No hay dudas que Jordan es un excelente baterista y ocupará su lugar con profesionalismo y el sonido del grupo no se resentirá. Pero la ascendencia de Charlie Watts es tan fuerte que cuesta imaginar a los Stones sin él.  

Con todo, lo que pase de acá en más será parte de un nuevo capítulo de la historia de la banda de rock más grande del mundo. Con Brian Jones en el más allá desde hace décadas, con Mick Taylor y Bill Wyman a un costado del camino, y con Jagger, Richads y Ronnie Wood todavía en marcha, el futuro es incierto. Como dijo Joni Heguier: “El mundo contemporáneo tal cual lo conocemos es con los Rolling Stones. Si los Stones empiezan a terminarse, también comienza a concluir este mundo. Habrá que crear uno nuevo”.  

lunes, 16 de agosto de 2021

Un Elvis, mil Elvis


Hubo mil Elvis y tras su muerte, hace 44 años, hubo mil Elvis más. El niño humilde, el músico, el Rey del rock and roll, el actor, el sex-symbol, el patriota, el hijo pródigo de los Estados Unidos, el padre de familia, el solitario y deprimido, el mito. Desde sus orígenes en un pequeño poblado del Mississippi, a la gloria en Memphis, los años de Hollywood y el comienzo del ocaso en Las Vegas, la historia de Elvis se fue escribiendo con vaivenes.

El 16 de agosto de 1977, Elvis fue hallado muerto en Graceland, la excéntrica mansión en la que vivía en Memphis y, según la versión oficial, la causa de su fallecimiento fue por un paro cardíaco provocado por una gran ingesta de drogas. De todas maneras, más de cuatro décadas después, todavía hay algunos que se empeñan en sostener teorías conspirativas sobre su fallecimiento, y otros hasta creen que el Rey no murió, sino que fingió su deceso para escapar de las deudas y los problemas que lo aquejaban, y asumió una identidad falsa para vivir de incógnito por el resto de su vida.

Elvis Presley había nacido el 8 de enero de 1935 en el poblado de Tupelo, al norte del estado de Mississippi, en el seno de una familia humilde que había sufrido la Gran Depresión. Su madre estaba embarazada de mellizos, pero el pequeño Jesse Garon nació muerto. En 1948, se mudaron a Memphis, la ciudad de ritmo frenético a orillas del río Mississippi, donde el pequeño Elvis, con apenas 13 años, comenzó a palpitar el sonido urbano y dominante de la escena local, que abarcaba ritmos afroamericanos como el blues y el góspel, o blancos como el country, el bluegrass y el hillbilly.

El segundo Elvis fue el joven insistente que, en 1953, apareció en la puerta del Memphis Recording Service, más tarde Sun Records, para que su dueño, Sam Phillips le diera una oportunidad. En agosto de ese año, Phillips accedió a su pedido porque Elvis le dijo que quería hacerle un regalo a su madre y así fue como grabó el acetato que en sus dos caras tenía los temas: My Happiness y That s When Your Heartaches Begin, aunque ese Elvis tierno y melódico, al menos en un comienzo, no prosperó.

El tercer Elvis fue el que el 5 de julio de 1954 tomó su guitarra, y tras varios intentos fallidos y el escepticismo de Phillips, interpretó un viejo blues de Arthur “Big Boy” Crudup, That’s All Right, y cambió para siempre la historia de la música popular. Ese Elvis que cautivó a Sam Phillips y al DJ Dewey Phillips era dos personas a la vez: tenía el ritmo y la voz de un hombre negro, y la imagen de un actor de Hollywood. El single, que en su lado B llevó el tema Blue Moon of Kentucky, se convirtió en la piedra basal de la carrera del Rey del rock & roll: ya nada volvería a ser como antes para él, el futuro sería de gloria y ocaso.

La figura de Elvis rápidamente transcendió a la escena de Memphis: el promotor Colonel Tom Parker se hizo cargo de su carrera -y de su vida- y firmó un suculento contrato con el poderoso sello discográfico Victor RCA. Nació el Elvis que movía la pelvis en televisión y escandalizaba a una pacata sociedad estadounidense de posguerra; el Elvis de los temas bailables como Jailhouse Rock, All Shook Up, Houn Dog y Dont Be Cruel, que se contrastaba con el Elvis romántico de Love Me Tender y otras baladas que hacían delirar a las adolescentes.

En pleno suceso de su música, y de manera inesperada, surgió el Elvis patriótico. En 1958 se calzó el uniforme para hacer el servicio militar y así fue como viajó con el Ejército a Alemania. Durante su estadía en la base de Friedberg conoció a la joven Priscilla, de 14 años, quien siete años más tarde se convertiría en su esposa y, en 1968, le daría a su única hija: Lisa Marie. Pero a comienzos de los sesenta, tras su regreso a Estados Unidos, sobrevino el Elvis actor, que grabó infinidad de películas como G.I.Blues, Blue Hawai, Girls, Girls, Girls y Viva Las Vegas. Y llegó el momento del Elvis que se volvió poco comercial a fines de los sesenta, y el Elvis del regreso, enfundado en cueros y patrocinado por la NBC en su memorable Comeback 68.

A ese Elvis lo sucedió el de los setentas que se codeó con Richard Nixon; el de los casinos de Las Vegas; el que se separó de su esposa. También apareció el Elvis depresivo, desplazado por el mercado y las nuevas tendencias; el Elvis excéntrico y gordo, de las patillas prominentes. Ese Elvis decadente, para muchos fue una parodia de si mismo, pero para otros fue sólo un hombre tratando de sobrevivir.

Luego de su muerte su música siguió -sigue- vigente y en muchas partes del mundo, principalmente en Las Vegas, sus imitadores fluyen con absoluta naturalidad: hasta aquí, en la Argentina, tuvimos a nuestro último Elvis. A pesar del paso del tiempo, sus fans se siguen multiplicando, como su leyenda. El Rey del rock and roll que no morirá jamás. ¡Viva el Rey!

domingo, 1 de agosto de 2021

La ayuda inolvidable

George Harrison, Bob Dylan y Leon Russell

   Mi amigo vino a mi / Con tristeza en sus ojos / Me dijo que quería ayuda / Antes de que su país muera / Aunque no pude sentir el dolor / Sabía que tenía que intentarlo / Ahora les estoy preguntando a todos / Para ayudarnos a salvar algunas vidas / Bangladesh, Bangladesh 

 La década del setenta comenzó con muchos cambios en la vida de George Harrison. El primero, y más importante, fue el tumultuoso final de los Beatles. El segundo, su consolidación como solista con el éxito del álbum All Things Must Pass. El tercero fue su participación en la grabación de Imagine, el disco más trascendental de John Lennon y, probablemente, uno de los más importantes de la historia del rock. El cuarto fue su vínculo musical con Phil Spector, el excéntrico productor creador de la “pared de sonido”, y el quinto fue la demanda por plagio que tuvo que afrontar por “My Sweet Lord”. En el plano personal y amoroso, se vio afectado por su relación con Pattie Boyd y el inesperado triángulo amoroso con su amigo Eric Clapton. 

Esa década también empezó con cambios y conflictos en buena parte del mundo. Uno, en especial, tendría derivaciones inesperadas en la vida de Harrison. En 1970, un ciclón devastador arrasó con buena parte de Pakistán Oriental, antes llamado Bengala Oriental, y mató a medio millón de personas. La poca o nula ayuda del gobierno central de Pakistán, separado de esa región por miles de kilómetros de territorio indio, pero también por raza, cultura, idioma y religión, fue la gota que derramó el vaso de la paciencia de los bengalíes que declararon su independencia. Se sucedieron una serie de acontecimientos políticos que derivaron en un choque armado. La violencia, las pestes y la hambruna forzaron a millones de bengalíes a cruzar la frontera para buscar refugio en la India. La catástrofe humanitaria era imparable. 

El músico Ravi Shankar, que había nacido 51 años antes en Benarés, una ciudad india situada a orillas del río Ganges y cercana a Bangladesh, se vio afectado por el conflicto, especialmente por la enorme cantidad de niños que eran víctimas inocentes de esa tragedia. Entonces tuvo una idea: recurrir a su amigo George Harrison. Shankar había conocido al beatle silencioso en 1966 gracias a dos músicos de los Byrds, Roger McGuinn y David Crosby, que los presentaron en Londres. Harrison se interesó por la música hindú y poco después viajó a la ciudad de Srinagar a estudiar sitar con Shankar. Desde entonces la relación entre ambos estuvo marcada por una mutua admiración y una profunda amistad. 

George Harrison y Eric Clapton
Shankar le expresó su preocupación por lo que estaba pasando en Bangladesh y le pidió a Harrison que le diera una mano para darle visibilidad al conflicto y recaudar fondos para la ayuda humanitaria. Harrison no se mostró indiferente y compuso la canción Bangladesh, pero supo que eso no era suficiente. Entonces decidieron organizar un concierto benéfico. “No podía sorprender a nadie que Harrison accediera y se comprometiera tan fuertemente con el proyecto. La historia de su vida podía contarse como una serie de pequeños actos de generosidad. Siempre había sentido una compasión sincera por los necesitados, que se había hecho más intensa desde que había abrazado el hinduismo. En todo momento ser mostraba presto para sacar la billetera o la chequera. Pero en la solicitud de Shankar vio la posibilidad de usar los talentos que Dios le había dado para ayudar a mucha gente. El llamado de los refugiados de Bangladesh había calado hondo en su corazón”, explica Marc Shapiro en el libro Detrás de esos ojos tristes – La vida de George Harrison. 

“Lo más importante en ese escenario era llamar la atención del mundo para que vieran que se estaba maltratando a los bengalíes. El concierto ocurrió el 1º de agosto porque ese era el único día que el Madison Square Garden estaba disponible. Así que tuve muy poco tiempo para organizarlo con Phil Spector”, dijo Harrison en una entrevista que recoge el documental 1971: el año en el que la música lo cambió todo. 

Más allá del poco tiempo, Harrison logró reunir nombres importantes para ampliar el cartel del show. Bob Dylan, que desde hacía tiempo mantenía un perfil bajo, dijo que sí. Leon Russell, Billy Preston y el grupo Badfinger, también. Incluso Eric Clapton, en medio de esa novela amorosa que los afectaba, dio el ok. “Pero George tenía un motivo ulterior para reunir a un verdadero seleccionado de estrellas de la canción. La verdad era que a George le aterraba tener que encabezar un concierto de ese tamaño. Por supuesto que también quería que la presencia de todos esos músicos talentosos y populares ayudara a los pobres del mundo. Pero probablemente también le asustaba la idea de ser la única atracción de la noche”, sostiene Shapiro en su libro. Harrison, por entonces, tenía 28 años. 

Otro de los músicos que participó del evento fue su ex compañero, Ringo Starr. “No me invitaron porque no querían que se convirtiera en un reencuentro de los Beatles. Pero lo llamé a George y le dije que asistiría igual”, dijo el baterista. Esa cita que se escucha en 1971…, se contrapone con la versión de Shapiro en “Detrás de esos ojos tristes”. El autor afirma que Harrison sí convocó a sus ex compañeros y que todos se mostraron entusiasmados al principio, pero que John Lennon se bajó porque le habrían negado la posibilidad de tocar con Yoko Ono, y Paul McCartney por cuestiones contractuales vinculadas a la separación de los Beatles. 

“Accedí a colaborar en el concierto por la idea de trabajar con grandes talentos como Eric, Leon Russell y Ringo”, contó Spector, quien llevaba ya un par de años cerca de Harrison por su trabajo en Let it Be e Imagine. Jim Keltner, uno de los bateristas de esa noche inolvidable recordó que “George estaba muy nervioso. Tenía muchas cosas en la cabeza. No hay que olvidar que organizó todo él”. 

Las entradas para el primer gran show benéfico de la historia se acabaron el mismo día que se pusieron a la venta. El 1º de agosto de 1971, hace hoy 50 años, las afueras del Madison Square Garden, en el corazón de Manhattan, se llenaron de jóvenes que querían ver el concierto, pero los tickets de la reventa cotizaban 35 dólares: una cifra altísima para la época. Muchos se quedaron afuera. Fueron dos shows magníficos, el primero comenzó a las 14 y el segundo a las 20. Harrison se sacó de encima la pesada mochila de los Beatles y disfrutó de cada de una de las canciones que tocó rodeado de grandes músicos y además cumplió con su meta. “De la noche a la mañana -concluyó Ravi Shankar- todo el mundo hablaba de Bangladesh porque salió en todos los periódicos”. 

“Aunque su vida personal era un desastre, George logró convertir esos conciertos en una experiencia musical realmente fantástica. Los músicos se unieron para interpretar un amplio repertorio, creando una atmósfera electrizante que iba más allá de un simple concierto de caridad. Según algunas reseñas, el acontecimiento tuvo tal carga musical y emotiva que estaba tranquilamente a la altura de Woodstock. Cuando todo terminó, se habían logrado reunir 15 millones de dólares para colaborar con los refugiados ”, afirma Shapiro. 

Harrison y Spector realizaron la mezcla de sonido del show y el 20 de diciembre de ese año salió a la venta el álbum triple The Concert For Bangladesh, con el que el músico buscó seguir recaudando fondos para los refugiados y que, con el tiempo, se volvió uno de los mejores discos en vivo de la historia. 

El disco, que tuvo múltiples ediciones a lo largo de estos 50 años, comienza con una introducción a cargo de Harrison y Shankar y luego el músico indio interpreta la extensa y climática Bangla Dhun. La primera parte tiene como protagonistas a Harrison y Clapton con temas como Wah Wah y My Sweet Lord, donde sobresale el slide de Slowhand. Luego el ex beatle se despacha con una hermosa versión de Awaiting On You All y sigue con la monumental That’s The Way God Planned it con un Billy Preston en estado de gracia divina. Ringo se suma para uno de sus temas, It Don’t Come Easy, y Leon Russell lo acompaña en Beware of Darkness. Clapton vuelve al escenario para uno de los momentos más intensos de todo el show: la oda a las seis cuerdas llamada While My Guitar Gently Weeps. 

En la segunda parte, Leon Russell toma el control del escenario junto al guitarrista Don Preston para versionar a los Rolling Stones con Jumpin’ Jack Flash, a la que le adhiere Young Blood, de Leiber y Stoller. Harrison regresa junto a Pete Ham y Badfinger para una conmovedora versión de Here Comes The Sun antes de cederle al protagonismo a Bob Dylan, quien encadena un puñado de sus más grandes éxitos: A Hard Rain’s Gonna Fall, It Takes A Lot To Laugh, It Takes A Train To Cry, Blowin’ In The Wind, Mr. Tambourine Man y Just Like a Woman, siempre acompañado por el Harrison, Russell y Ringo Starr. El final lo encuentra a George con su Something y el tema compuesto para la ocasión, Bangladesh. 

El concierto para Bangladesh ocurrió cuando la generación que aborrecía la guerra de Vietnman enterraba el sueño hippie que habían comenzado a velar con los festivales de Altamont y la Isla de Wight. Ese día en el Madison, con George Harrison y sus amigos sobre el escenario, de alguna manera fue el empalme hacia una nueva era que tendría un recorrido irregular, pero siempre ascendente, hasta llegar al Live Aid de 1985.


martes, 20 de julio de 2021

Alligator, el sello que nos abrió las puertas del blues

Bruce Iglauer.

Los discos de Alligator son parte de nuestras vidas. Para los que empezamos a escuchar blues en los noventa aquí en la Argentina, esos cd’s fueron el trampolín a un mundo nuevo. Clarence “Gatemouth” Brown, Lil’ Ed, Koko Taylor, Fenton Robinson, Albert Collins, James Cotton, Katie Webster, Johnny Winter, Buddy Guy & Junior Wells, Saffire y Charlie Musselwhite fueron algunos de los artistas que nos abrieron las puertas de ese universo hasta entonces desconocido por la mayoría. Por un lado, teníamos la referencia y los discos de los grandes maestros del género como B.B. King, Muddy Waters, Howlin’ Wolf, Robert Johnson, Albert King y, por el otro, el sello de Chicago nos puso al alcance de nuestras manos un sonido más contemporáneo. El blues estaba vivo y en estado de ebullición, y Alligator era parte de esa movida.

Alligator Records cumple 50 años y lo celebra con un cd triple que recopila a sus más grandes artistas de ayer y hoy. Es bueno recordar cómo empezó todo. A comienzos de los setenta, Hound Dog Taylor & the Houserockers era una de las atracciones del South Side de Chicago. El sonido crudo del trío captó la atención de Bruce Iglauer, por entonces vendedor del Jazz Record Mart, que pertenecía a Bob Koester, a su vez dueño de Delmark Records, uno de los sellos más importantes de la ciudad. Iglauer intentó convencer a Koester de grabar a Taylor, pero su sonido no estaba en línea con el de Delmark, que apostaba más por el estilo del West Side y el jazz. Entonces, Iglauer se lanzó por su cuenta y grabó a Hound Dog Taylor. Ese álbum, el primero del trío, fue la piedra basal del sello que, con el correr de los años, se convertiría en el más importante del blues en todo el mundo.

La discográfica desembarcó en la Argentina en medio del boom del blues. En 1993, DBN (Distribuidora Belgrano Norte) compró los derechos de Alligator, así como también de otros dos sellos de blues, Earwig y Blind Pig, con lo cual empezaron a venderse en cantidad cd´s de artistas de primer nivel. Incluso, uno de los primeros discos compilados de Alligator aquí llevaba notas en el booklet de Bobby Flores.

Para reforzar la promoción de esos discos se organizaron dos grandes recitales que se llamaron Alligator Blues Festival. El primero se realizó a mediados de 1994 en el Estadio Obras y los protagonistas fueron Koko Taylor y el joven guitarrista discípulo de una familia tradicional de bluseros, Kenny Neal; mientras que La Mississippi fue la banda soporte. La segunda edición del Alligator Blues Festival copó otra vez Obras el 30 de septiembre de 1995. La Mississippi, nuevamente, y Las Blacanblus fueron las bandas teloneras, mientras que los guitarristas Tinsley Ellis y Kenny Neal, y la pianista Katie Webster, con Vasti Jackson como violero principal y entertainer, fueron los emisarios de Bruce Iglauer. El show duró más de cinco horas y según consignó Clarín en su reseña, asistieron más de cuatro mil personas.

Alligator siempre logró captar lo que el oyente de blues buscaba y lo sigue haciendo. Primero fue con Hound Dog Taylor; en los ochenta con Son Seals, Jimmy Johnson, Albert Collins, Roy Buchanan y Johnny Winter. En los noventa con Little Charlie & The Nightcats, Michael Hill y Tinsley Ellis, entre otros. También supo combinar artistas para potenciarlos aún más en grabaciones memorables como Showdowan (Albert Collins, Robert Cray y Johnny Copeland), Harp Attack (James Cotton, Junior Wells, Carey Bell y Billy Branch) y Lone Star Shootout (Lonnie Brooks, Phillip Walker y Long John Hunter). En el nuevo milenio siguió grabando a algunas viejas glorias del género, pero también apostó por una nueva generación que venía con propuestas distintas. Así aparecieron Tommy Castro, Toronzo Cannon, J.J. Grey, Anders Osborne, Shemeika Copeland y Jarekus Singleton. Y ahora tiene a la nueva joya, al Messi del blues moderno, Christone “Kingfish” Ingram. La historia no se termina y promete seguir porque el blues siempre se renueva.

Hound Dog Taylor y Bruce Iglauer.


viernes, 18 de junio de 2021

El Rey de Nelson Street


Era una noche cálida de octubre de 1994 y en el club B.L.U.E.S, sobre North Halsted, todavía quedaban algunas mesas libres. Tocaba Willie Kent junto a su banda, The Gents, y había tanto blues en el ambiente como humo de cigarrillo. Entonces entró al local un negro flaco y menudo, de unos sesenta y pico de años, altanero y engreído. Era imposible no mirarlo: sus dientes brillaban en la oscuridad, sus ojos saltones eran como imanes. Llevaba un traje rojo, camisa amarilla y sus dedos estaban repletos de anillos. Saludó a todos con un leve movimiento de cejas y le estrechó la mano al barman. Willie Kent seguía tocando y cuando notó su presencia le dio la bienvenida con un gesto silencioso.

Yo estaba sentado a unos metros del escenario. Había llegado esa mañana en tren a Chicago y conseguí lugar en un hostel que estaba a unas pocas cuadras del Lincoln Park. Así que todo lo que sucedió esa noche me quedó bien grabado. No tengo fotos de esa velada porque todavía faltaban algunos años para el boom de las camaritas digitales.

El tipo tenía pinta de bluesman, también de cafisho. Tal vez era las dos cosas. Se sentó en la barra y le sirvieron un whisky que empezó a beber con ganas. Yo seguía escuchando a Willie Kent mientras lo miraba de reojo preguntándome quién sería ese enigmático personaje. El propio Willie Kent finalmente presentó al desconocido. “¡Booba Barnes, ladies and gentlemen!”. Barnes se despegó de la barra y fue hacia el escenario, le dio la mano a Willie Kent y empezaron a sonar los primeros acordes de Rocking daddy. El tipo me sorprendió con una voz grave y profunda, similar a la de Howlin’ Wolf. Era mi primera noche de blues auténtico en Chicago y estaba teniendo como bonus una dosis extra del blues urbano más crudo del Mississippi. Barnes cantó una más, Spoonful, y se bajó del escenario para dejarle su lugar a la cantante Bonnie Lee. Me acerqué a él, le di la mano y le pregunté si tenía algún disco a la venta. Me dijo que no llevaba ninguno con él y volvió a su lugar en la barra.

Al día siguiente fui decidido a Tower Records. Y allí me compré The Heartbroken man, el único disco que editó en su vida. El booklet del cd traía algo de información sobre su historia. Su nombre de pila era Roosevelt y “Booba” apenas su apodo. Había nacido en Longwood, una comunidad rural de Mississippi, al sur de Greenville, en 1936. Desde muy chico empezó a soplar la armónica y después aprendió a tocar la guitarra. Se hizo habitué de Nelson Street, donde compartió noches de blues con tipos como Smokey Wilson, Willie Love y Little Milton. Este último no lo llamaba “Booba” sino que prefería decirle “Little Wolf”.

En 1964, siguió la ruta de muchos de sus contemporáneos. Se fue al norte, a Chicago, en busca de una vida mejor. Allí conoció a Little Walter, quien bromeaba y les decía a todos que “Booba” era su hijo. Pero Barnes no se adaptó a la gran ciudad y en 1971 decidió volver a Greenville. Allí se autoproclamó el Rey de Nelson Street gracias a su carisma y a la buena relación con otros popes locales como T-Model Ford, Frank Frost y John Price. Delante de su casa, en una vieja mueblería del 928 de Nelson Street, Barnes erigió su castillo: el Playboy Club, un verdadero juke joint con el que consolidó su reinado y definió su estilo. En 1990, editó The Heartbroken man para el sello Rooster. El álbum -grabado entre Holly Springs y Memphis- contó con la colaboración de T-Model Ford y realmente capturó el espíritu de su música en vivo en el Playboy Club. El sitio All Music lo definió como “instant modern classic” y así Barnes demostró que era mucho más que un imitador de Howlin’ Wolf.

Para el sello Rooster fue una apuesta importante grabar a un artista que no era de Chicago. Por eso Barnes regresó a la ciudad del viento para darse a conocer. Empezó a tener apariciones junto a su banda, The Playboys, y como invitado de otros músicos. Así fue como lo descubrí esa noche de octubre de 1994. Un año y medio después, el 2 de abril de 1996, un cáncer letal acabó con su vida muy lejos de su casa de Greenville. Murió en Chicago cuando el crudo frío del invierno comenzaba a ceder. Pese a que sólo dejó un disco editado y un puñado de canciones sueltas, su figura perdurará siempre entre los amantes del blues más puro y descarnado del Mississippi.

lunes, 24 de mayo de 2021

Bob Dylan's blues

La versión de Sittin’ on top of the world que interpreta Bob Dylan en su disco Good as I been to you, de 1992, resume su pasión por el blues. El hombre, su guitarra y su armónica. De hecho, todo ese álbum podría considerarse como un ejemplo de lo más puro de la tradición musical norteamericana. Si bien ese es un disco de versiones y no de temas propios, le sirvió a Dylan para empezar a reencontrarse con su verdadero espíritu, luego de varios años de problemas personales y cambios en su vida privada que afectaron su carrera. En ese contexto, el blues cobró para él un nuevo significado.

La relación de Dylan con el blues es de siempre. Comenzó en los albores de la década del sesenta, cuando dejó su Minnesota natal en busca de un porvenir musical. Siguiendo los pasos que lo llevarían a encontrarse con el legendario Woody Guthrie, quien estaba internado en una clínica a raíz de una enfermedad incurable, Dylan se instaló en Nueva York. Empezó a frecuentar la escena folk de los bares del Greenwich Village y allí conoció a luminarias del folk y el blues que venían tocando desde hacía un buen tiempo como Dave Van Ronk y Ramblin’ Jack Elliot. Una puerta le fue abriendo otra hasta que el productor John Hammond (descubridor de Billie Holiday y Count Basie, entre otros) lo escuchó y lo llevó a Columbia Records para que grabara su primer disco. Por aquellos días, Dylan imitaba a Woody Guthrie, pero había escuchado con atención a Leadbelly y a Mississippi John Hurt. Además, se hizo muy amigo de John Hammond Jr., con quien solía juntarse a tocar blues y escuchar discos.

Su primer LP, titulado Bob Dylan, fue editado en 1962. Sólo tiene un par de temas propios: el resto son versiones de Blind Lemon Jefferson, Jesse Fuller, Bukka White y Blind Willie Johnson. Para la misma época, Van Ronk le hizo conocer la magia de Skip James y John Hammond padre le regaló un disco descatalogado en aquél entonces que lo sacudió. “Hammond me lo recomendó especialmente y me aseguró que aquél tipo le daba vueltas a cualquiera. Me mostró las ilustraciones del álbum, una pintura curiosa en la que el pintor contempla desde el techo a un cantante y guitarrista de mirada salvaje e intensa. Que carátula más interesante. La admiré detenidamente. Quedé hipnotizado”, relata Dylan en su autobiografía. Esa fue la primera impresión que tuvo de Robert Johnson, aún sin haber escuchado sus temas. Cuando lo escuchó se sintió absorbido, atónito. Poco a poco fue haciéndose popular en los bares del Greenwich Village, no sólo entre el público, sino también en el ambiente de los músicos. Con el legendario John Lee Hooker tocó algunas veces y compartió largas charlas. El blues ya estaba metido de lleno en su vida, tanto que incluso ese año tocó la armónica para Big Joe Williams y Victoria Spivey. Una foto suya con la cantante aparece ilustrando la artística del disco New Morning (1970).

Su segundo álbum, The Freewheelin’ Bob Dylan, lo catapultó al éxito total por canciones que hicieron historia por sus letras: Blowin’ in the wind, Girl from the north country, Masters of war, A hard rain’s a-gonna fall y Don’t think twice is all right. Pero el blues no estaba ausente en ese LP: Down the highway es una suerte de sentida recorrida por el sur profundo.

Para el año 1965, Dylan ya era una estrella a nivel mundial. En su trabajo Bringing it all back home ensaya una respuesta a la invasión inglesa que estaba cautivando a los jóvenes estadounidenses con las raíces de su propia música. Hay cuatro temas en ese disco de clara raíz blusera: Subterranean homesick blues, Maggie’s farm, Outlaw blues y On the road again. John Hammond Jr. tocó la guitarra con slide en ese disco.

El mundillo folk lo idolatraba y sus letras eran la voz de la renovación. Pero Dylan le escapaba a esa idealización de su persona. Y revolucionó todo. Electrificó su sonido y los puristas del folk acústico quisieron matarlo. Para que ese cambio fuera efectivo, Dylan recurrió a uno de los mejores guitarristas del momento, Mike Bloomfield, violero principal de la Paul Butterfield Blues Band, con quienes además se presentó en vivo en el festival de Newport, el día que, según la leyenda, Pete Seeger quiso cortar con un hacha los cables para que dejaran de hacer “ruido”. Ese mismo año, Dylan editó Highway 61 revisited y cautivó a mucha más gente de la que había enfadado. Fue clave la participación de Bloomfield en guitarra y de Al Kooper en teclados. El álbum pasó a la historia por el tema Like a rolling stone. La guitarra de Bloomfield estalla en From a buick 6.

Al año siguiente, 1966, viajó a Nashville para grabar Blonde on Blonde con mayoría de músicos locales. Tal vez sea su álbum más blusero de la década: así lo demuestran los temas Pledging my time, Leopard-Skin-Pill-Box hat (sobresalen los punteos de Robbie Robertson, guitarrista de The Band) y Obviously 5 believers.

En 1967, ya instalado en una finca de la zona de Woodstock y recluido de sus fans y la prensa, Dylan se juntó con The Band (con quienes ya venía tocando en vivo) y grabaron lo que después se conoció como The Basement Tapes, un disco doble que contiene muchos blues, entre ellos Orange juice blues (blues for breackfast). Los dos discos siguientes de Dylan, John Wesley Harding y Nashville Skyline, son álbumes más cercanos al country-rock, aunque en el último está el tema To be alone with you, un blues simple y con piano que habla de amor y deseo.

A principios de la década del setenta Dylan estaba enfrentado con su manager Albert Grossman. Las disputas entre ellos habían llegado a un pico de tensión extremo. Grossman seguía haciéndose millonario con las regalías de los temas de Dylan y por eso su disco de 1970, Self portrait, se dedicó más que nada a interpretar covers de otros músicos y algunas nuevas versiones de sus viejos temas como Like a rolling stone. En ese álbum aparecen unos buenos blues: el clásico It hurts me too y un tema propio, Living the blues.

Los setenta transcurrieron con muchos cambios en la vida de Dylan. Hasta la primera mitad de la década grabó discos fabulosos (salvo por su Dylan, de 1973) como New Morning, la banda de sonido de la película Pat Garret & Billy The Kid, Planet Waves, Blood on the Tracks y Desire. Esos álbumes tenían grandes canciones, pero con muy pocas melodías bluseras en ellos. Para esa época Dylan cumplió su sueño de convertirse en un trovador y salió a recorrer los Estados Unidos con músicos amigos como Joan Baez, Ramblin´ Jack Elliot y T-Bone Burnett. 


La última mitad de la década y los comienzos de los ochenta marcan la época de la conversión de Dylan al cristianismo. Si bien tampoco hay mucho blues en sus discos de por entonces, se puede percibir una profunda influencia del gospel en su música, resaltada por las coristas negras que agregó a la cambiante formación de su banda. Durante las sesiones de grabación del disco Infields, de 1983, compuso el tema Blind Willie McTell, dedicado al célebre bluesman que hizo escuela en la zona de Georgia entre los años veinte y cuarenta Curiosamente, esa canción no fue editada finalmente en ese álbum, sino que se conoció tiempo después cuando Columbia lanzó al mercado la caja The Bootleg Series Vol. 1-3. Es un tema excelente, con una gran letra y una interpretación de piano memorable. En 1984, Dylan salió de gira. El tinte blusero de esos recitales se lo dio el guitarrista Mick Taylor (ex Rolling Stones). Lo mejor de esos conciertos fue editado en Real Live.

Dylan confesó en su autobiografía que hacia fines de los ochenta atravesaba una profunda crisis creativa, en parte reflejada en sus discos de ese momento como Empire Burlesque, Knocked out loaded y Down in the Groove. Por recomendación de Bono, cantante de U2, se juntó con el productor Daniel Lanois y viajó a Nueva Orleáns para grabar un nuevo álbum. Allí, durante las sesiones de Oh Mercy, Dylan se enganchó mucho más con el blues. Por las noches sintonizaba la WWOZ, la gran emisora local y escuchaba a la disck jockey Brown Sugar que pasaba a Lightnin’ Hopkins, Roy Brown y Little Walter, entre otros. En su autobiografía cuenta, además, que empezó a poner en práctica una técnica que le había enseñado en los sesenta Lonnie Johnson. “Una noche (Lonnie) me llevó aparte y me enseñó un modo de tocar basado en un sistema ternario en lugar de binario. Me hizo tocar unos acordes y me mostró como hacerlo. Tuve la sensación de que estaba revelándome un secreto, aunque por entonces no creí que tuviera mucha utilidad porque yo necesitaba rasguear la guitarra a fin de expresar mis ideas”. Ese método lo tuvo oculto en el laberinto de su mente hasta 1989 y lo plasmó en Oh Mercy, un disco cinco estrellas.

Dos años después, Dylan volvió al ruedo con Good as I been too you y, en 1993, con el disco World gone wrong dejó en claro que el blues estaba tan metido en su vida que ya no sería capaz de dejarlo ir. En esos dos álbumes Dylan derrocha pasión y sufrimiento, sentimientos y vida. Todo desde el alma, con su guitarra y su armónica.

Sus siguientes trabajos son una verdadera enciclopedia de la música de raíces estadounidense. Time out of mind (1997) fue producido también por Daniel Lanois y uno de los guitarristas de la banda es Duke Robillard. El disco tiene una atmósfera densa y oscura y se destacan los temas Love sick, Dirt road blues, Millon miles, Cold iron bounds y Highlands, basada en un disco de Charley Patton. Love and Theft, de 2001, fue producido por el mismo Dylan bajo el seudónimo de Jack Frost. Al igual que en su siguiente disco de 2006, Modern Times, Dylan juega con viejas letras y las renueva, tal vez sin modificar mucho la melodía. Su voz suena a la de un hombre curtido, su guitarra se amolda a la banda de turno. High water es otro tema que dedica a Patton. Summer days y Bye and bye son dos blues que nos remontan a los años cincuenta. Y Lonesome day blues, con el slide de Charlie Sexton como protagonista es un houserockin’ blues temperamental. Modern times, por su parte, empieza con Thunder on the mountain, un blues primitivo y crudo que marca la tendencia del disco en el que Dylan, como una mezcla de Elmore James y Willie Dixon, cuenta andanzas, “derrocha historia musical y escupe al ojo del mundo”, como sostiene Tom Jurek en Allmusic.com. Rollin & Tumblin’ y Someday baby son otros dos blues impresionantes en los cuales cobran importancia los riffs y punteos de los guitarristas Denny Freeman y Stu Kimball.

En The Bootleg Series, Vol. 8: Tell Tale Signs - Rare and Unreleased 1989-2006 Dylan versiona a Robert Johnson. Se trata de una interpretación profunda, en un tempo más rápido que la original, en la que su voz nasal, inconfundible, se adueña de la canción como si él mismo hubiese pactado con Satán. En Together through life, de 2009, Dylan toma prestada la melodía de I just want to make love to you, tema que escribió Willie Dixon y popularizó Muddy Waters, para crear su My wife's home town. En Shake shake mama canta “I get the blues for you baby when I look up at the sun”. En su disco Tempest, de 2012, recurre a la misma fórmula del álbum anterior: Early roman kings no es otra cosa que Manish boy con la letra cambiada y un toque tex mex.

En los discos siguientes –Shadows in the night (2015), Fallen angels (2016) y Triplicate (2017) encontramos a un Dylan interpretando el clásico American Songbook en modo crooner, más cercano a Frank Sinatra que a un viejo bluesman, en una de sus tantas mutaciones. Tras un impasse de tres años, Dylan reapareció en plena pandemia con Rough and rowdy ways, un disco en el que cual vuelve a renovarse o, más bien, vuelve sobre sus pasos. Aquí hay country, folk, rockabilly, góspel y blues. False prophet tiene la impronta de los doce compases, Goodbye Jimmy Reed es un homenaje a viejo bluesman y Crossing the Rubicon es un slow blues con cierta vuelta de tuerca.   

Dylan cumple 80 años y su música sigue viva, al igual que su memoria, ese lugar en el que conserva el recuerdo de sus mentores, aquellos bluesmen de antaño, trovadores y storytellers de la historia de la música que él supo incorporar a su sonido para poder reescribirlos.