jueves, 28 de enero de 2016

Disparen contra Bonamassa


Hace pocos días participé de una discusión en Facebook con músicos a los cuales respeto muchísimo y otros a los que no conozco. El debate comenzó cuando uno de ellos subió a su perfil un artículo publicado en el Washington Post titulado "The guitar nerd from Utica who has come to save the blues" (El guitarrista nerd de Utica que ha venido a salvar al blues). Su autor, Geoff Edgers, hace una semblanza de Bonamassa y lo pone en el lugar de mesías del género. Muchos de los que leyeron el artículo se indignaron con el planteo, pero terminaron agarrándosela con Bonamassa por lo que otro escribió.

Hasta hace un par de años, acá nadie hablaba de Bonamassa. Cuando se presentó en mayo de 2012 en el Teatro Coliseo, para la gran mayoría del público blusero resultó ser una novedad. Un año más tarde, el guitarrista volvió a la Argentina y llenó el Luna Park. En todo ese tiempo que pasó entre un show y otro algo sucedió: se editaron aquí sus últimos discos y una legión de oyentes se volcó a su música. Eso tuvo una repercusión negativa en el ambiente más cerrado de nuestro blues. Aparecieron algunos burlándose de su apellido, como lo hacen los chicos en la escuela primera. Comenzaron a llamarlo "el pizzero" y empezaron a subir fotos de Freddie King o Howlin' Wolf con la leyenda: "¿Joe Bonamassa? Nunca escuché hablar de ella".

¿Qué es lo que molesta tanto de Bonamassa? Algunos aducen que es un producto del marketing, otros le cuestionan que sea el elegido de la industria discográfica, que se empeña en silenciar a bluseros más auténticos. A muchos les perturba que su nombre sea usado como sinónimo contemporáneo de blues. Y unos sostienen que su forma de tocar carece de espíritu y está "inyectada de anabólicos". En lo que a mí respecta, no creo que Bonamassa sea un producto del marketing, sino que él lo utiliza muy bien para apuntalar su carrera. Además, está claro que para la industria lo que hace es comercialmente viable para tratar de reposicionar al blues en el mercado. Pero esto no es nuevo, lleva décadas manifestándose de distintas maneras. Chess intentó cambiarle la imagen a Muddy Waters y Howlin' Wolf a fines de los 60 para poder vender más y grabó esos discos malditos que los músicos odiaron, pero que con el tiempo se volvieron joyas del género. La aparición explosiva de Stevie Ray Vaughan en los '80 fue un cimbronazo para el blues. Sus videos aparecieron en MTV, muchos lo detestaron y le cuestionaron que usara el nombre del blues para definir su música. En los '90, con Gary Moore pasó algo parecido a lo que sucede hoy con Bonamassa, pero con el plus de que el irlandés metió el hit Still got the blues en todos los charts y comenzó a sonar en las radios con mucha frecuencia. Eso lo convirtió en el enemigo público número uno de turno de los bluseros más tradicionalistas.

Desde ya que no se puede comparar a SRV, Gary Moore y Bonamassa, pero sus nombres sirven para trazar una línea que muestra que en el ambiente del blues -aquí y allá- hay altos niveles de intolerancia.

Es cierto que el éxito no determina el talento. Pero tampoco se puede afirmar que alguien exitoso no es talentoso. Bonamassa no es el salvador del blues como plantea el artículo. No creo que nadie pueda atribuirse semejante responsabilidad. La preservación del blues es una tarea colectiva y Bonamassa apenas cumple su rol. El tipo es incansable, realiza giras permanentemente por todo el mundo y se la pasa componiendo y grabando. Tiene más de 20 discos editados, contando álbumes de estudio, en vivo y proyectos paralelos como su dueto con Beth Hart o las bandas Black Country Communion y Rock Candy Funk Party, así como también su primer grupo, cuando apenas era un adolescente, Bloodline. Algunos discos son mejores que otros, como sucede con las discografías de todos los artistas, pero todos tienen ese sello característico que hacen que un guitarrista sobresalga por encima de los demás.

Es incomprensible que tanta gente -músicos especialmente- pierda el tiempo atacándolo y no se siente a escuchar alguno de sus discos. Hay mucho prejuicio en las críticas y poco conocimiento de su trayectoria musical. Bonamassa es, claramente, una esponja que absorbió décadas de blues y rock y las procesó a su manera. En su forma de tocar confluyen Peter Green, Jimmy Page, Billy Gibbons, Freddie King, Johnny Winter, Albert King y Eric Clapton, por solo nombrar a algunos. Su disco Blues Deluxe, de 2003, es el más blusero de todos. En sus demás trabajos fue un poco más allá sin perder la esencia.

Bonamassa hace mucho por el blues: ayuda a que una nueva generación, que crece con una sobrecarga de información, pueda llegar a interesarse en nombres como los Muddy Waters o Charley Patton, dos de los grandes bluesmen a los que versionó.

Hay discusiones que atrasan décadas. Así lo plantea Keith Richards en su autobiografía. Nadie puede ser más negro que los negros por más que así lo crea. El blues tradicional seguirá siendo tradicional. Y, desde ya, Bonamassa no va a ocupar el lugar de Henry Gray, de Lurrie Bell o de Super Chikan, por solo nombrar a tres de los bluseros de fuste que están vivos. Bonamassa hace lo suyo y no se apropia de la palabra "blues" como muchos acusan, sino que colabora con el crecimiento y la expansión del género. Es comprensible también que a alguien no le guste o no le provoque ninguna emoción escucharlo, porque los gustos musicales son muy personales, pero de ahí a tirarle con munición gruesa no es justo.

El blues es una música folclórica que trascendió las fronteras y se volvió un lenguaje universal. La evolución está en su ADN, pero ese proceso evolutivo no implica que lo nuevo vaya sepultando a lo viejo, sino todo lo contrario. Charley Patton, Robert Johnson, Elmore James, Muddy Waters, T-Bone Walker, B.B. King, Albert King, Magic Sam, Earl Hooker, Buddy Guy fueron incorporando al blues distintos elementos estilísticos que marcaron una diferencia notable con respecto a sus antecesores. Lo mismo sucedió con artistas como Johhny Winter, Duane Allman, Eric Clapton, Peter Green, Mike Bloomfield e incluso Jimi Hendrix en los sesenta. Y lo mismo se repitió a en las décadas siguientes, algo que hasta el día de hoy no se detiene. Es a Bonamassa al que le toca lidiar con todo eso ahora y, pese a las críticas, lo está haciendo muy bien. Espalda le sobra, talento también.

Vivan y dejen vivir.

jueves, 21 de enero de 2016

Onda Donavon

Fotos gentileza Fotografía de Toilette
Simple, agradable y con muchísima onda. Así fue el show que Donavon Frankenreiter dio anoche en Niceto. Al igual que en su presentación del año pasado, el músico californiano estuvo acompañado por Matt Grundy (bajo, guitarra y armónica) y Michael Duffy (batería). El trío sonó compacto y muy natural. Donavon no tiene dos caras: es un tipo amable, con swing y capaz de hacer mover hasta las macetas.

El recital no fue muy distinto al que dio en marzo. Interpretó sus temas más conocidos, como Free o Call me papa, aunque ahora sumó un par de su último disco The Heart, como la notable Big wave. Musicalmente fue impecable. Donavon es un gran cantante y todas sus melodías tienen un efecto contagioso. Grundy es un pilar fundamental, con su guitarra y bajo Gibson de doble mástil primero marca el ritmo y luego se encarga de la primera guitarra, mientras que Duffy acompaña con mucha precisión, suave cuando tiene que serlo e intenso cuando el ritmo así lo requiere.

Cada solo de guitarra de Grundy fue una descarga blusera que luego extendió a la armónica. Donavon también tiene lo suyo con las seis cuerdas, como por ejemplo el punteo profundo que alcanzó en Move by yourself o el más potente y rockeado de That's too bad, en el que junto a Grundy transformaron el coqueto espacio palermitano de Niceto en un polvoriento bar de Texas.

El final fue casi un calco del de hace diez meses. Primero invitó a escena a uno de los músicos teloneros, Joaco Terán -el otro fue Dani Ferretti junto a algunos amigos de Open Folk-, quien lo acompañó en guitarra y voz en It don't matter. Esta vez Donavon no arrojó el micrófono al público para que cantaran sino que hizo subir directamente a un flaco, de musculosa y bermuda, bien playero, obvio, para que entonara el estribillo y la verdad que lo hizo muy bien. El dato de color, fue que durante todo el show, atrás suyo estuvo el dibujante Sebastián Domenech, pintando un motivo en una tabla de surf que le obsequiaron a Donavon, el mejor regalo que podían hacerle junto a la ovación del final.

El gran Donavon Frankenreiter, el del apellido difícil, dejó entrever que sus visitas en el futuro serán frecuentes. En un momento complicado como el que estamos viviendo, en el que el sinónimo de cambio resultó ser arrasar con todo, las canciones amables de Donavon nos dieron un respiro. Y eso fue nun gran aliciente.

miércoles, 13 de enero de 2016

Pureza acústica sin filtros


Una de las cosas más lindas que tiene el blues es cuando una guitarra acústica y una armónica, por ejemplo, suenan con la intensidad de toda una banda eléctrica. Hay varios ejemplos a lo largo de la historia: Sonny Terry y Brownie McGhee, Buddy Guy y Junior Wells, Cephas & Wiggins, Satan & Adam. La crudeza, la emoción, el sentimiento, el deseo asoman sin filtros. Lo que se ve y lo que se escucha es exactamente lo que se siente. J.J. Appleton & Jason Ricci acaban de sacar un disco que, si bien no los pone en el pedestal de los dúos mencionados, los encamina hacia ese lugar.

Dirty memory comienza con la potente Learning blues, en la que Appleton acribilla con el slide una guitarra resonadora mientras que la armónica de Ricci le sigue el ritmo con una ferocidad implacable. Luego se zambullen en el lodo de la historia primaria del blues para interpretar uno de los clásicos de pre guerra más populares, Nobody's fault but mine, de Blind Willie Johnson. En algunos temas el dúo recurre al respaldo rítmico del contrabajo, en el que alternan Tim Lefebvre y Neal Heidler. El resto del repertorio se conforma con canciones propias que pueden abordar distintos estilos como el piedmont, field holler, blues del Delta o americana.

Una de los temas originales más interesantes es New man, escrito por Ricci, y en el que su armónica traza una melodía atrapante mientras que Appleton canta con muy buen registro. Pero sin dudas lo que más llama la atención del disco es el track 5, seis minutos de Ricci solo con su pequeño instrumento batiendo cualquier tipo de lógica interpretativa. Una arrolladora demostración de talento. Entre las canciones que versionan está Black limousine de los Stones, un blues salvaje que Appleton y Ricci honran con mucha pasión y gran pulso; y también It ain't use, de Gary US Bonds intervenida al mejor estilo It hurts me too. El cierre es solo de Appleton con la melancólica Come on over, come on by, en la que su voz y su slide se conjugan en un profundo lamento.

Esta dupla de jóvenes músicos tiene un futuro impresionante que se sustenta en un gran presente con el que rescatan el pasado del blues a través de la pureza acústica.


miércoles, 6 de enero de 2016

La leyenda de la frontera

La muerte, tarde o temprano, alcanza a todos. Y los bluseros no son la excepción. A veces da la sensación de que los bluesmen que se van dejan un vacío difícil de llenar. El último veterano en subirse al tren con destino incierto fue el gran Long John Hunter, heredero de una dinastía de grandes guitarristas texanos, quien desde su trinchera fronteriza, ahí donde Estados Unidos y México se funden entre cactus, tierra seca y animales carroñeros, creó su propia leyenda. Hunter tenía 84 años y ocho discos editados como solista y uno junto a Phillip Walker y Lonnie Brooks.

John Thurman Hunter Jr. era oriundo de Lousiana pero se crío en Beaumont,Texas, donde se formó musicalmente. Como muchos de los músicos de blues, empezó a tocar la guitarra luego de ver en vivo a B.B. King. En 1954, editó su primer single para un pequeño sello de Houston con el tema She used to be my woman en el lado A y Crazy baby, en el B. En 1957, se fue a vivir a El Paso y allí consolidó su carrera. Se volvió un referente absoluto del blues en esa región polvorienta en la que el Río Bravo da un poco de respiro. Entre 1961 y 1963, lanzó un par de singles - El Paso rock, Midnight stroll y Border town blues- que no trascendieron más allá de su zona de influencia.

Tras décadas animando furiosamente la escena local, de lunes a lunes, tanto en El Paso como en la vecina Ciudad Juárez, a mediados de los noventa captó la atención de Alligator Records. Así fue como Bruce Iglauer firmó contrato con él y grabaron Border town legend (1996), Swinging from the Rafters (1997) y Ride with me (1998), con los que tuvo difusión a lo largo y ancho de los Estados Unidos y también a nivel internacional. La frutilla del postre con Alligator fue el lanzamiento, en 1999, de Lone star shootout, junto a Brooks y Walker, con el que la compañía discográfica buscó un éxito similar al que había tenido en 1985 con Showdown, que reunió a Albert Collins, Johnny Copeland y Robert Cray.

El éxito de los noventa le permitió una vida más holgada y muchas giras, aunque en cuanto a discos ya no tuvo el mismo marketing de los años de Alligator. En 2003, grabó One foot in Texas juntó a su hermano Tom Hunter, y seis años después lanzó Looking for a party, ambos para sellos locales.

La muerte lo encontró el lunes durmiendo en su casa de Phoenix. Quedan sus discos y el recuerdo de quienes lo vieron en vivo en algún festival o en el Lobby Bar, colgándose de la viga del techo y tocando con una mano su Fender Stratocaster. Que en paz descanse, maestro.