Qué difícil es elegir lo mejor de un año de mierda. Un año atravesado por la pandemia en el que cada uno hizo lo que pudo como pudo. Pese a todo, las restricciones, los miedos, la incertidumbre, la nueva normalidad, aparecieron grandes discos. Algunos los venían preparando desde el año pasado y otros son hijos de la cuarentena. Entre los más destacados aparecen Letter to you, de Bruce Springsteen; el largamente esperado Homegrown, de Neil Young; Self Made Man, de Larkin Poe; y El Dorado, de Marcus King. En el plano del blues no pueden quedar afuera Uncivil War de Shemekia Copeland, una crónica urgente de estos tiempos; Blues with Friends, de Dion; 100 Years of Blues, de Elvin Bishop & Charlie Musselwhite; y el regreso de Luther “Guitar Jr” Johnson. Hubo muchos lanzamientos más, hasta un nuevo álbum de Bob Dylan, Rough and Rowdy Ways, que más allá de las letras, como siempre hermosas, musicalmente me resultó bastante aburrido. Yo sé que está mal, pero tenía que decirlo.
En el plano local la cosa fue aún más compleja. Ya veníamos de un año pésimo, el último de macrismo explícito, y cuando la expectativa de recuperación comenzaba a ilusionarnos se vino la pandemia. El ambiente artístico, y el de los músicos en particular, fue de los más golpeados. Los espectáculos musicales se cortaron aquí como en todo el mundo. Cerraron decenas de bares y los teatros mantuvieron sus butacas vacías. Eso afectó a la industria musical, pero mucho más a las producciones independientes. Si la pandemia golpeó a la economía global, a nosotros hasta nos pegó patadas en la cara.
En la escena del blues local se editaron muy pocos discos y todos en formato digital. Los primeros en aparecer fueron Esto es Blues, de Federico Padin, y El Ataque del Caimán, de Joaquín Casas, aunque ambos trabajos traían el impulso pre pandémico, como Blues Extravaganza, el disco que Nico Smoljan grabó junto a The Headcutters (Brasil) y Silver Kings (EEUU). A mitad de año asomó Lost in Translation, de Daniel De Vita, probablemente el que más me gustó de todos los que se editaron en estos meses. Luego surgieron en cuentagotas materiales de otros músicos, las experiencias hill country blues del tándem Verteramo-Tolosa o la de Adrián Jiménez con Christian Morana desde España, y otros trabajos tal vez no tan bluseros, pero con mucha afinidad, como los de Pilar Padin o Marcelo Ponce.
Los que amamos la música extrañamos los shows en vivo. Antes de la cuarentena alcancé a ir a uno solo, el de Daniel Raffo versionando a los Stones en Lucille. Esa calurosa noche de enero, entre Ipa e Ipa, resultó imposible imaginarse la desgracia que se avecinaba. En los primeros meses de la cuarentena afloraron los shows en vivo por streaming. Para algunos funcionaron muy bien, pero a mí me resultaron difíciles de disfrutar. No por la calidad de la música, sino por el formato. Así y todo hubo algunas apariciones que con el tiempo serán históricos, como la de los Rolling Stones, cada uno desde su casa, interpretando You Can’t Always Get What You Want.
Pero con todas esas dificultades la música estuvo para acompañarnos. En mi caso me propuse reordenar mi discografía de cd’s. Me desprendí de lo ya no me interesaba y conseguí muchos de los clásicos que me faltaban. Y así llegaron a mis manos Guess Who, de B.B. King; Backless, de Clapton; Them Changes, de Buddy Miles; I Never Loved a Man The Way I Love You, de Aretha; y una hermosa caja con cinco discos de Otis Redding; entre muchos más.
El 2020 ya se va y nos deja sus cicatrices. Tenemos que celebrar que estamos vivos. Habrá que ver cómo (y cuándo) comenzará a restablecerse la normalidad, si es que eso sucede. Talento sobra y ganas ni hablar. Hola 2021. Danos una señal.
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