sábado, 17 de noviembre de 2012

El enólogo


Por Mariano Valdivieso

No era luz lo que iluminaba su fino rostro contra el vidrio. Era el reflejo de la noche, que tenue y difusa se perdía inevitable entre la madrugada del domingo y la mañana del lunes. Implacable, el reloj transitaba el camino del tiempo sin que nadie pudiera alcanzarlo. Tuvo frío pero no se agitó: sacó lentamente su mano del bolsillo de la campera y se subió aún más el cierre. Tuvo que estirar su cabeza para asegurarse de que estaba libre de movimiento. Después, una especie de dulce brisa agitó la soledad de la calle; hojas como delatoras se movieron al sentirla pasar. Huele a lluvia; la calle, y una nube profusamente rosa se iluminó al pasar. La calle olía a lluvia; y la noche, pensó, huele a sangre. Sin quererlo, sonrió. De repente, como si alguien hubiera accionado un botón equivocado, su mente se abrió. La represa de sus recuerdos ya no pudo contener el autismo de la memoria. Ahora ya no sólo sonreía, también lloraba y gemía, gritaba y susurraba, cantaba y enmudecía. Su primer pensamiento, lo paralizó.

“Cuando lo probé, sentí que el tiempo entraba en mi boca. Como cuando estás de vacaciones y te llevan a esos manantiales milenarios. Aunque que quieras evitarlo, al tomar esa agua prístina, el tiempo está en tu boca. No sé cómo, pero saboreas la edad de la tierra. Con esto me pasó igual. Eso al principio; claro, porque apenas decodificaste eso te sobreviene el sabor del merlot. Delicado y sutil, la cosa varía de lo dulce a lo especiado sin que uno se dé cuenta. Apenas tragas, no es fuerte; viste, es más como ese tipo de cinta que usan en los aeropuertos para llevar y traer las valijas: siempre iguales, siempre previsibles. Tomar semejante brebaje, y descubrir que está picado es como esperar la valija... sin éxito. No era éste el caso, afortunadamente. Y su redondez fue tan contundente que para intentar repasar el sabor la mejor opción sin dudas era tomar otro sorbo, en vez de quedarte con la estela gutural. Ese merlot tenía seis años, y uno entero se la pasó reposando en roble francés y americano recién estrenado. “De primer uso”, le dicen. Yo prefiero recién estrenado porque le da un toque... hollywoodense. Lo bebí todo, aquel vino, aunque siendo de Mendoza, no fue hasta tiempo después que entendí que era especialmente original del Valle de Uco, en Tunuyán. Una opción es guardarlo mucho tiempo. Pero si no pueden evitarlo, recomiendo fuertemente llevarlo a un decantador, dejarlo unos minutos ahí antes de intentar asesinarlo... Porque si hay algo que no muere son los vinos como éste”.

Otra brisa, ésta ciertamente más fuerte y ruidosa, lo despertó del flash. Su emoción había quedado demasiado expuesta, y por eso se mordió el labio inferior, a modo de reproche. Después tragó saliva. Tragó la espesa y dulce saliva, hasta que parpadeando habló: “Callejón del crimen, qué buen vino por Dios...” Cristian Caccamo caminó unos cuantos pasos hasta que el tenue y siempre difuso reflejo de la luna rápidamente dejó de verlo para nunca más aparecer.