Por René Roca
No sé si fue el malbec o tus soberbios tacones, pero mis ojos ya no te miraban igual. Cuando te levantaste a recargar las copas tuve un pensamiento extraño. Sentí que te estaba conociendo por primera vez, a pesar de que lo hago desde siempre y de que tuve tus primeros besos. Fue como si algo me trasplantara a otra vida, frente a una mujer nueva, madura, deliciosa, sofisticada.
Estabas parada frente a mí con las dos copas rebosantes, casi como tu sonrisa. Coltrane me erizaba y temía que percibieras los brillos eléctricos sobre mi piel entre la penumbra contra la que combatían las velas y… ¡maldición!, lo descubriste en mi mirada. Simplemente me relajé.
Te sentaste en mis piernas y acariciaste mi nuca con tus uñas perfectamente esculpidas, lo que me obligó a cerrar los ojos y a imaginar tu rostro divertido por el poder de tu sensualidad. La blusa cedió, recriminando mi demora. Me abrazaste con intensidad, insinuando que no me detuviera. No lo hice.
Por el ventanal, la luna invadía tu cuerpo desnudo recostado sobre el sillón. La miré dos veces, como si esperara sus instrucciones. Volví mi rostro hacia vos. Me arrodillé y llené, con el exquisito vino, la cavidad de tu ombligo. Bebí, afanoso, hasta la última gota.
No sé si fue el malbec o tus soberbios tacones, pero mis ojos ya no te miraban igual. Cuando te levantaste a recargar las copas tuve un pensamiento extraño. Sentí que te estaba conociendo por primera vez, a pesar de que lo hago desde siempre y de que tuve tus primeros besos. Fue como si algo me trasplantara a otra vida, frente a una mujer nueva, madura, deliciosa, sofisticada.
Estabas parada frente a mí con las dos copas rebosantes, casi como tu sonrisa. Coltrane me erizaba y temía que percibieras los brillos eléctricos sobre mi piel entre la penumbra contra la que combatían las velas y… ¡maldición!, lo descubriste en mi mirada. Simplemente me relajé.
Te sentaste en mis piernas y acariciaste mi nuca con tus uñas perfectamente esculpidas, lo que me obligó a cerrar los ojos y a imaginar tu rostro divertido por el poder de tu sensualidad. La blusa cedió, recriminando mi demora. Me abrazaste con intensidad, insinuando que no me detuviera. No lo hice.
Por el ventanal, la luna invadía tu cuerpo desnudo recostado sobre el sillón. La miré dos veces, como si esperara sus instrucciones. Volví mi rostro hacia vos. Me arrodillé y llené, con el exquisito vino, la cavidad de tu ombligo. Bebí, afanoso, hasta la última gota.
1 comentario:
Sexy
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