martes, 28 de abril de 2009

La Torre


Por René Roca

El piso 11 estaba anegado del mundo. Solo la brisa impertinente del Río de la Plata se filtraba por las ventanas. La estancia estaba perfectamente iluminada. En la gran mesa, los doce comensales, un número perfecto.
Tres tablas completas con jamones españoles, quesos italianos y delicatessen francesas, nos llenaban la vista: los rojos tomates disecados; las tonalidades mohosas del brie y del camembert; las aceitunas negras rellenas de queso sardo, dispersas como ojos extraviados en un gran cabaret; rosados lomos ahumados al igual que presas almacenadas al sol; borravinos jamones especiados; e inclusive la inútil lechuga, una mala actriz en un teatro de excelencia. Todo era asombroso, como una gran paleta multicolor. En esa árida y salada tierra europeizada: vino argentino Don David.
El calor se acentuó y todos comenzamos a conversar de distintas cosas. De amor, poco; de pasión, bastante; de curas y curaciones; de culturas incomprendidas; de nuevos fenómenos sociales y de otros viejos que aún persisten.
Los anfitriones eran dos avezados cazadores. Fuimos capturados en la torre de los manjares sin oír un solo disparo.
El postre, de una supuesta sencillez, reafirmó la línea exquisita de la noche: una tarta de manzana preparada con dulces manos de canela.
Cuando la noche comenzó a bostezar y en la última botella de vino quedaba el recuerdo de la última gota, alguien recordó las Bodas de Caná: dos sublimes botellas quinceañeras de Chateau Saint Christoly de la región de francesa de Médoc, se transformaron en nuestras amantes.
Como en una torre de Babel invertida, todos comenzamos a hablar el mismo idioma.

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