sábado, 11 de abril de 2009
Infinito
Por René Roca
La escalera era lúgubre. Penetré en su atmósfera y sentí el agrio olor a miseria. El esfuerzo en cada escalón hacía recordar mi presencia. Dos pisos, un largo y pálido corredor. Desde los tragaluces, el atardecer me hacía gestos: allí afuera el mundo seguía igual. En el escalofriante pasillo todo era crepúsculo y soledad.
El ocho de la puerta estaba caído. El infinito, pensé. Golpeé a pesar de que sabía que no habría respuesta. Amagué volver sobre mis pasos, pero un nudo me envolvía. Giré el picaporte. Nada. Pateé tres veces la puerta. Cedió.
Lo primero que vi fue una mesa casi efímera. Una botella verde sin etiqueta. No necesité oler para saber que contenía un vino barato y avinagrado. Un copón, un toque de estilo para ese cuadro, estaba volcado en un misterioso equilibrio junto al borde. Sin embargo, esa imagen me alertó. Como un animal arrinconado, mis sentidos se agudizaron, oí el goteo incesante de una canilla en el baño. Corrí, empujé, derribé. Era tarde.
Sus cabellos, que alguna vez fueron mi locura, flotaban como algas abandonadas en un océano imaginado. No miré su rostro, no pude. Sus antebrazos colgaban ya vacíos. Quité mi rostro de ese horror y me dispuse a olvidar.
En la calle, la noche nueva me esperaba ansiosa, como mendigando una noticia. Acomodé mi campera y caminé inmune por la ciudad. Lo más extraño era que no me atormentaba su sangre, pero sí el líquido rojo que destilaba, irrecuperable, de la copa volcada.
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