Por René Roca
Una vez, un amigo brujo me confesó que lo que diferencia a un buen vino de otro no son más que nuestros sueños posteriores. Entre risas me mostró sus dientes roídos de colores indescifrables y me refirió una historia inverosímil.
Cuando Baco, dios del vino, conquistó la India, obligó a todos sus habitantes a celebrar, una vez al año, en su honor. Amóstones, un rey menor, rechazó con burlas e ironías las demandas del conquistador. Entonces Baco, inventor de los lagares, se presentó ante el rey y, mostrándose conciliador, convidó a Amóstones el mejor de sus vinos. Cuando las tinajas estuvieron secas, y el rey comenzaba a desplomarse en su sillón de madera y piel, Baco dijo:
- Ningún rey puede ser justo con su pueblo, si no lo es con su Dios. Crean en mí y yo estaré en sus sueños.
Mi brujo amigo se abrió en una carcajada. Me mostró una botella de un selecto Bonarda y lo dedicamos entero al dios Baco.
De lo mejor de la diosa cosecha que bebí esa noche nació este insuperable y bacanal sueño. La barcaza se deslizaba vertiginosa por un torrente borravino. Me encontraba sentado, inmóvil, observando las vides que se alzaban en las márgenes del río. Las uvas destilaban un líquido rojizo que alimentaban el caudal de vino por el que yo navegaba. A medida que avanzaba podía discernir entre las distintas cepas, como si yo las hubiera plantado con mis propias manos. Después de un largo trayecto entre montañas y valles, llegué a un gran estuario en donde se habría frente a mí un inmenso mar de color bíblico. Su lecho estaba plagado de pequeños agujeros por donde drenaba el vino. Pude espiar por debajo y descubrir para mi sorpresa que cada pequeño hoyo correspondía a una botella. Miles y millones de personas esperaban su turno para obtener una.
Y entre las caras que pude ver, reconocí a la de mi amigo el brujo, desnudo su cuerpo y coronada su cabeza con hojas de parra.
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