jueves, 16 de julio de 2009

De cerdos muertos y naturalezas vivas


Por René Roca

El fuego estaba furioso. Viril. De haber estado fuera de la improvisada parrilla podría haber quemado Roma en pocas horas. La carne de cerdo se oreaba sobre una tabla de madera. Una espesa capa de romero y tomillo, bañada con abundante limón, la protegía de las moscas.
A pocos metros, la barranca era empinada. El espinillo que se encontraba en ella tenía una postura recta, orgullosa, como retando al contratiempo. Sus flores amarillas lo cubrían todo, y en su generosidad extendía su manto hasta el límite de la pendiente con la arena a la vera del río.
La foto era imponente; la naturaleza pocas veces se presenta con esta impronta a un citadino que apenas se anima a pisar descalzo la tierra. El río era falso, o podría haberlo sido, pero la frescura que sentía en mis pies negaba otra ilusión. Una calma semejante, sólo en el paraíso.
El cielo del atardecer se excedía en sus violetas e intentaba suavizarlos con crudos naranjas artificiales. Admiré a los grandes pintores, pero inmediatamente incorporé a los pequeños. La valentía de ir por lo natural es el talento de todos ellos.
Me senté a contemplar lo maravilloso de ese momento junto a la parrilla y al ansioso cerdo marinado. Extraje una copa. Con paciencia descorché una botella de Ricardo Santos, un sutil malbec que actuó como un daguerrotipo en mi memoria, para así retener, como un tesoro invaluable, esta crónica de cerdos muertos y naturalezas vivas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy sensorial y plástico el estilo. Buena fusión de vista y paladar.
Hermosa, la naturaleza; plenas, la libación y el "perfume lujurioso" de la carne ansiosa del cerdo marinado.
Percibo la calma. Tengo hambre y sed.