La influencia de John Lennon en la historia del rock es indiscutible. Pero su imagen trascendió al mundo de la música y es un símbolo de paz alrededor del planeta. Hay monumentos, murales, calles y aeropuertos en distintas ciudades dedicadas a él. Este es mi homenaje, no sólo a Lennon, sino a aquellos que hacen lo imposible para mantener su espíritu con vida.
Mosaico en el Central Park, Nueva York, EE.UU.
Monumento en el Parque Mirador Bertoloto, Lima, Perú.
Aeropuerto de Liverpool, Inglaterra.
Mural en el Parque John Lennon, Municipio de La Perla, Perú.
Monumento ubicado en los jardines de Méndez Núñez, La Coruña, España.
Mural dedicado a Lennon y su canción Imagine, Praga, República Checa.
Estatua de bronce, La Habana, Cuba.
Calle John Lennon, Mérida, España.
Memorial de Lennon, Hamburgo, Alemania.
Bancos con dedicatoria, Edimburgo, Escocia.
Torre luminosa, obra de Yoko Ono, brilla en la isla de Videy, Islandia.
Estatua de Lennon en la entrada a The Cavern, Liverpool, Inglaterra.
jueves, 28 de enero de 2010
sábado, 23 de enero de 2010
La Carretera
Hace dos años leí La Carretera, de Cormac McCarthy, un libro que me impactó muchísimo. Es la historia de un hombre y su hijo que atraviesan un país devastado por lo que pudo haber sido un holocausto nuclear o algún desastre natural. El libro no da muchos datos al respecto de qué pasó y eso contribuye a entrar en la historia que propone el autor. Cómo seríamos capaces los seres humanos de sobrevivir en un mundo que muere día a día, sin poder cubrir nuestras necesidades mínimas, sin información, sin poder confiar en nadie, en nada.
Cada día es más gris y desolado que el anterior. Las pocas personas que se cruzan en la carretera son caníbales o almas desesperadas. No hay ley. No hay comida. No hay agua. El sol ya no brilla. Lo único que existe es muerte. El hambre, el frío, el miedo, los robos, la soledad, la desesperación son los ingredientes de esta novela. El padre le explica a su hijo cómo tiene que apretar el gatillo para quitarse la vida ante una situación límite. Una lata de Coca Cola, hallada en una vieja máquina expendedora, es todo un trofeo. Hay que sobrevivir con lo que uno tiene a mano.
La narración es exquisita: “Una tierra destripada y erosionada y árida. Huesos de seres muertos desparramados en los aguazales. Basurales de desperdicios anónimos. En los campos casas de labor con la pintura agrietada y las tablas de las paredes ahuecadas y sueltas de sus tachuelas. Todo ello desprovisto de sombras y de características. La carretera descendía a través de una selva de kudzu muerto”.
Ahora acabo de ver la película. Y me impactó tanto como el libro. Creo que es una de las pocas películas que reproduce al detalle la obra del autor. Viggo Mortensen es el protagonista y su interpretación está para un premio grande. Kodi Smit-McPhee es el hijo. Por lo que leí apenas tiene un par de papeles en la tevé y su actuación también es sensacional. El elenco se completa con apariciones fugaces de Robert Duvall, Guy Pierce, Charlize Theron y Michael K. Williams (Omar Little, de la serie The Wire).
Si están por ver la película les recomiendo que lean antes el libro. Es corto y muy atrapante. Pese a la desolación y la muerte, la historia tiene una pequeña luz de esperanza: el camino hacia el sur tiene un sentido. Hay una búsqueda de un lugar mejor. De tratar de alcanzar paz y bienestar. “Cuando sueñes con un mundo que nunca existió o con un mundo que nunca existirá y estés contento otra vez entonces te habrás rendido. ¿Lo entiendes? Y no puedes rendirte. Yo no lo permitiré”. Eso sí, si no están de buen ánimo déjenlo para más adelante.
Cada día es más gris y desolado que el anterior. Las pocas personas que se cruzan en la carretera son caníbales o almas desesperadas. No hay ley. No hay comida. No hay agua. El sol ya no brilla. Lo único que existe es muerte. El hambre, el frío, el miedo, los robos, la soledad, la desesperación son los ingredientes de esta novela. El padre le explica a su hijo cómo tiene que apretar el gatillo para quitarse la vida ante una situación límite. Una lata de Coca Cola, hallada en una vieja máquina expendedora, es todo un trofeo. Hay que sobrevivir con lo que uno tiene a mano.
La narración es exquisita: “Una tierra destripada y erosionada y árida. Huesos de seres muertos desparramados en los aguazales. Basurales de desperdicios anónimos. En los campos casas de labor con la pintura agrietada y las tablas de las paredes ahuecadas y sueltas de sus tachuelas. Todo ello desprovisto de sombras y de características. La carretera descendía a través de una selva de kudzu muerto”.
Ahora acabo de ver la película. Y me impactó tanto como el libro. Creo que es una de las pocas películas que reproduce al detalle la obra del autor. Viggo Mortensen es el protagonista y su interpretación está para un premio grande. Kodi Smit-McPhee es el hijo. Por lo que leí apenas tiene un par de papeles en la tevé y su actuación también es sensacional. El elenco se completa con apariciones fugaces de Robert Duvall, Guy Pierce, Charlize Theron y Michael K. Williams (Omar Little, de la serie The Wire).
Si están por ver la película les recomiendo que lean antes el libro. Es corto y muy atrapante. Pese a la desolación y la muerte, la historia tiene una pequeña luz de esperanza: el camino hacia el sur tiene un sentido. Hay una búsqueda de un lugar mejor. De tratar de alcanzar paz y bienestar. “Cuando sueñes con un mundo que nunca existió o con un mundo que nunca existirá y estés contento otra vez entonces te habrás rendido. ¿Lo entiendes? Y no puedes rendirte. Yo no lo permitiré”. Eso sí, si no están de buen ánimo déjenlo para más adelante.
miércoles, 20 de enero de 2010
El vino antisocial
Existen vinos buenos, malos, caros y baratos. Hay vinos tintos, blancos y rosados. Algunos son dulces y otros no. Hay vinos de guarda. Están los que pasan meses en una barrica y los que van del tanque de acero inoxidable directamente a la botella. Hay vinos frescos, untuosos, frutales. Están los reforzados. Los alicorados y los ice wine. Pueden venir en tetra-brick o en distintos tipos de botellas. Con tapa a rosca o corcho. Hay vinos argentinos, chilenos, franceses, italianos, australianos, californianos, españoles, sudafricanos. Y ahora, para la sorpresa de todos, hay un vino antisocial.
Sí. Vino antisocial. Iba a decir “lo que faltaba”, pero tampoco es nuevo, sino que es del siglo XIX. Navegando por Internet me topé con un artículo del diario español ABC. Y como muchas de las cosas antisociales de este mundo (los Sex Pistols, los Piratas, Margaret Thachter), surgió en Gran Bretaña. Se llama Buckfast y es un vino tónico con 15 por ciento de graduación alcohólica, dulzón y con mucha cafeína. A pesar de que lo elaboran monjes benedictinos, del sudoeste de Inglaterra, se convirtió en la bebida de los pendencieros y vagos, aquellos que atentan contra el orden preestablecido, sostienen los ingleses.
La botella vale 5,45 libras (casi 9 dólares) y los jóvenes ingleses que la consumen lo llaman Buckie o Commotion Lotion. Para los conservadores y aquellos que tienen un buen nivel de vida, el Buckfast es “insignia de orgullo entre quienes están implicados en conductas antisociales”.
Según ABC, Escocia es donde más se consume. Y la Policía sostiene que uno de cada diez delitos cometidos en los últimos tres años fueron protagonizados por personas que acababan de beber Buckie. Además la botella fue utilizada como arma en 114 ocasiones. “Expertos aseguran que cada botella contiene tanta cafeína como ocho latas de Coca-Cola, lo que en casos extremos de jóvenes que llegan a beber dos botellas al día genera una conducta de gran ansiedad y agresividad”, explica el artículo.
En Facebook hay decenas de grupos de fans de Buckie. La empresa que lo distribuye en Gran Bretaña advierte que “quienes se emborrachan con Buckfast simultáneamente beben otras bebidas alcohólicas” y que “de su falta de sentido común no son responsables los monjes”. Me pregunto cuál será nuestra bebida antisocial. ¿El vino de tetra? ¿La Quilmes (o Tres de Febrero, Ingeniero White, General Pico o como quieran llamarla)? ¿Criadores? ¿La Bols? ¿El Mezcladito? Quién sabe…
Sí. Vino antisocial. Iba a decir “lo que faltaba”, pero tampoco es nuevo, sino que es del siglo XIX. Navegando por Internet me topé con un artículo del diario español ABC. Y como muchas de las cosas antisociales de este mundo (los Sex Pistols, los Piratas, Margaret Thachter), surgió en Gran Bretaña. Se llama Buckfast y es un vino tónico con 15 por ciento de graduación alcohólica, dulzón y con mucha cafeína. A pesar de que lo elaboran monjes benedictinos, del sudoeste de Inglaterra, se convirtió en la bebida de los pendencieros y vagos, aquellos que atentan contra el orden preestablecido, sostienen los ingleses.
La botella vale 5,45 libras (casi 9 dólares) y los jóvenes ingleses que la consumen lo llaman Buckie o Commotion Lotion. Para los conservadores y aquellos que tienen un buen nivel de vida, el Buckfast es “insignia de orgullo entre quienes están implicados en conductas antisociales”.
Según ABC, Escocia es donde más se consume. Y la Policía sostiene que uno de cada diez delitos cometidos en los últimos tres años fueron protagonizados por personas que acababan de beber Buckie. Además la botella fue utilizada como arma en 114 ocasiones. “Expertos aseguran que cada botella contiene tanta cafeína como ocho latas de Coca-Cola, lo que en casos extremos de jóvenes que llegan a beber dos botellas al día genera una conducta de gran ansiedad y agresividad”, explica el artículo.
En Facebook hay decenas de grupos de fans de Buckie. La empresa que lo distribuye en Gran Bretaña advierte que “quienes se emborrachan con Buckfast simultáneamente beben otras bebidas alcohólicas” y que “de su falta de sentido común no son responsables los monjes”. Me pregunto cuál será nuestra bebida antisocial. ¿El vino de tetra? ¿La Quilmes (o Tres de Febrero, Ingeniero White, General Pico o como quieran llamarla)? ¿Criadores? ¿La Bols? ¿El Mezcladito? Quién sabe…
sábado, 16 de enero de 2010
El lado oscuro
Calvin Russell representa el lado oscuro de la música texana. Con una fuerte dosis de blues regado de bourbon, los surcos de su cara son como las páginas del libro que cuentan la historia de su sinuosa vida. Pese a que nació y se crió en Austin y su música representa lo más autentico de esa región, en Estados Unidos es muy poco conocido. Se instaló en Suiza hace muchos años, se casó con una suiza y allí tiene hasta un bar.
Russell pasó mucho tiempo en prisión. Primero en reformatorios juveniles, luego en una cárcel mexicana y después en precintos estatales. Durmió en la calle y se codeó con la sordidez y la muerte. Sus letras narran como su vida caminó al filo del abismo. A mediados de los ochenta tuvo su gran oportunidad y firmó contrato con el sello francés New Rose Records y entonces empezó a editar discos y hacer giras por Europa. La salvación le llegó desde el otro lado del Atlántico.
Yo lo descubrí casi de casualidad haciendo zapping una noche. Estaban dando un concierto de él en Film & Arts creo. Quedé atrapado. A partir de ese momento, hace más de dos años, empecé a indagar en su música y me encontré con un artista magnifico y muy interesante. En septiembre del año pasado editó su disco Dawg Eat Dawg, un álbum crudo, directo y perturbador. Calvin Russell es el lado oscuro, es la calle y la ruta, es la vida mirando de cerca a la muerte. Es rock and roll sucio. Es un Keith Richards que nunca conoció a los Stones. Como dice el sitio All Music: “Clavin Russell is the real deal”.
Russell pasó mucho tiempo en prisión. Primero en reformatorios juveniles, luego en una cárcel mexicana y después en precintos estatales. Durmió en la calle y se codeó con la sordidez y la muerte. Sus letras narran como su vida caminó al filo del abismo. A mediados de los ochenta tuvo su gran oportunidad y firmó contrato con el sello francés New Rose Records y entonces empezó a editar discos y hacer giras por Europa. La salvación le llegó desde el otro lado del Atlántico.
domingo, 10 de enero de 2010
Cd's
Que lindo era comprar cd’s. Ir a la disquería y salir con dos o tres en una bolsita. Llegar a casa y escucharlos uno por uno durante un par de horas. Todo eso quedó atrás, lamentablemente tan atrás que ahora comprar un disco compacto es un acontecimiento singular.
El jueves estaba caminando por Cabildo y entré en una galería. Me detuve un segundo frente a la vidriera de una disquería y vi que tenía el disco en vivo que sacó Van Morrison el año pasado: Astral Weeks, Live at the Hollywood Bowl. Me tenté y me lo llevé por 39 pesos. Llegué a mi casa, lo puse en el equipo y refresqué aquella vieja sensación que el tiempo y la tecnología arrasaron. Y por un momento me olvidé de esas palabras que hace una década no significaban absolutamente nada para mí: mp3, download, rapidshare, I Pod.
Me acuerdo perfectamente los dos primeros cd’s que compré. Fue en el 92 en el viejo Musimundo que estaba al lado del cine Atlas, en Cabildo. Me llevé uno de Johnny Winter y otro de B.B. King. Después tuve mis días de disquería Suite, donde te regalaban uno cuando comprabas cinco. Pero mi lugar, la cueva a la que me gustaba ir, estaba en la galería Río de la Plata. Se llamaba Minton’s y ahí pasé de cliente a empleado de los sábados. De tanto ir y tanto gastar trabé una buena amistad con Guillermo, su dueño. Si bien no me pagaba en efectivo, lo hacía con discos y eso para mí, en aquél momento, era más que todo. Allí pasé horas y horas. Escuché de todo y conocí gente muy grosa como el Nano Herrera, Adrián Iaies y Petinatto, entre otros. Y por sobre todas las cosas aprendí mucho de blues y de jazz gracias a Guillermo. Extraño aquellas tardes de puchos, café y buena música.
La primera vez que estuve en Los Angeles fue en enero del 94. Tower Records todavía no había desembarcado en la Argentina, así que no tienen idea la emoción que tuve al entrar al inmenso local que estaba sobre Wilshire, cerca de UCLA. Me invadió la ansiedad cuando ví la batea de discos de blues y creo que tuve una especie de colapso: llegué a la caja registradora con las manos repletas de cd’s. La cuenta superaba los 300 dólares y obviamente tuve que descartar allí mismo varios para poder llevarme algunos. Qué tiempos aquellos.
Tower Records ya no existe desde hace un tiempo. El año pasado cerró la Virgin de Times Square, en Nueva York, y eso fue todo un símbolo del ocaso. No resistió ni en el corazón de la Capital del consumo. Ya había tenido un pantallazo de lo que vendría hace un par de años en Europa cuando me costó trabajo encontrar disquerías. A Musimundo acá parece que le queda poco tiempo y por ahora resiste gracias a la venta de artículos de electrónica. Pero es palpable que cada vez cierran más locales. Supongo (espero) que subsistirán las pequeñas cuevas especializadas, donde comprar discos representa mucho más que el simple acto de elegirlo y pagar.
Yo convivo con unos dos mil disquitos, prolijamente guardados y ordenados según el género. Mi cuñado, muy tecnológico él, cada vez que viene se sorprende de verlos. Dice que mi casa es muy vintage. Cada uno de mis discos tiene su historia. La de la grabación y el artista por un lado, y la mía por el otro. Recuerdo cómo conseguí cada uno de ellos. Si lo compré y dónde o quién me lo regaló. Ahí están, en sus torres, velando por mí y esperando que les toque el día de volver a salir de sus cajas, para sonar en el equipo con la misma fidelidad de siempre. Ahora subo el volumen y Van Morrison canta Sweet Thing, mi primer cd de 2010.
El jueves estaba caminando por Cabildo y entré en una galería. Me detuve un segundo frente a la vidriera de una disquería y vi que tenía el disco en vivo que sacó Van Morrison el año pasado: Astral Weeks, Live at the Hollywood Bowl. Me tenté y me lo llevé por 39 pesos. Llegué a mi casa, lo puse en el equipo y refresqué aquella vieja sensación que el tiempo y la tecnología arrasaron. Y por un momento me olvidé de esas palabras que hace una década no significaban absolutamente nada para mí: mp3, download, rapidshare, I Pod.
Me acuerdo perfectamente los dos primeros cd’s que compré. Fue en el 92 en el viejo Musimundo que estaba al lado del cine Atlas, en Cabildo. Me llevé uno de Johnny Winter y otro de B.B. King. Después tuve mis días de disquería Suite, donde te regalaban uno cuando comprabas cinco. Pero mi lugar, la cueva a la que me gustaba ir, estaba en la galería Río de la Plata. Se llamaba Minton’s y ahí pasé de cliente a empleado de los sábados. De tanto ir y tanto gastar trabé una buena amistad con Guillermo, su dueño. Si bien no me pagaba en efectivo, lo hacía con discos y eso para mí, en aquél momento, era más que todo. Allí pasé horas y horas. Escuché de todo y conocí gente muy grosa como el Nano Herrera, Adrián Iaies y Petinatto, entre otros. Y por sobre todas las cosas aprendí mucho de blues y de jazz gracias a Guillermo. Extraño aquellas tardes de puchos, café y buena música.
La primera vez que estuve en Los Angeles fue en enero del 94. Tower Records todavía no había desembarcado en la Argentina, así que no tienen idea la emoción que tuve al entrar al inmenso local que estaba sobre Wilshire, cerca de UCLA. Me invadió la ansiedad cuando ví la batea de discos de blues y creo que tuve una especie de colapso: llegué a la caja registradora con las manos repletas de cd’s. La cuenta superaba los 300 dólares y obviamente tuve que descartar allí mismo varios para poder llevarme algunos. Qué tiempos aquellos.
Tower Records ya no existe desde hace un tiempo. El año pasado cerró la Virgin de Times Square, en Nueva York, y eso fue todo un símbolo del ocaso. No resistió ni en el corazón de la Capital del consumo. Ya había tenido un pantallazo de lo que vendría hace un par de años en Europa cuando me costó trabajo encontrar disquerías. A Musimundo acá parece que le queda poco tiempo y por ahora resiste gracias a la venta de artículos de electrónica. Pero es palpable que cada vez cierran más locales. Supongo (espero) que subsistirán las pequeñas cuevas especializadas, donde comprar discos representa mucho más que el simple acto de elegirlo y pagar.
Yo convivo con unos dos mil disquitos, prolijamente guardados y ordenados según el género. Mi cuñado, muy tecnológico él, cada vez que viene se sorprende de verlos. Dice que mi casa es muy vintage. Cada uno de mis discos tiene su historia. La de la grabación y el artista por un lado, y la mía por el otro. Recuerdo cómo conseguí cada uno de ellos. Si lo compré y dónde o quién me lo regaló. Ahí están, en sus torres, velando por mí y esperando que les toque el día de volver a salir de sus cajas, para sonar en el equipo con la misma fidelidad de siempre. Ahora subo el volumen y Van Morrison canta Sweet Thing, mi primer cd de 2010.
miércoles, 6 de enero de 2010
Quisiera ser Paul Auster
Cuando era chico quería ser jugador de Racing y calzarme la 8 que usaron Barbas, Brindisi y después el “Panza” Videla. Cuando dejé la adolescencia ese sueño cambió. Se transformó. Me imaginaba tocando la guitarra. Largos punteos al frente de mi power trío o solo con una dobro y el slide entonando unos viejos blues. El fútbol y la música siguen siendo un cable a tierra, un placer, pero ya no sueño con hacer goles en el Cilindro o ser ovacionado arriba de un escenario. En esta última década encontré en los libros una vía de escape tan profunda como enriquecedora. La posibilidad de vagar por historias, saltar épocas, lugares, personajes. Un vuelo libre y sin escalas a la tierra de la imaginación. Las novelas son todo para mí. Y las de Paul Auster mucho más.
Leí de todo: Murakami, Vargas Llosa, García Márquez, Bukowski, Mankell, Cheever, Ray Bradbury, Nick Hornby, Martin Amis, Kerouac, Cortázar, McEwan, Soriano, Kafka, Cormac McCarthy, Capote, Pérez Reverte, Di Benedetto, William Goldwin, Calvino, Chandler, Mosley. Pero lo que me pasó con Auster fue (es) algo excepcional. Es el único escritor de quien leí todas sus novelas. La primera fue El País de las Ultimas Cosas. Me la regaló V. a fines de 2001 y no sé si fue el contexto o qué, pero leer la historia de Anna Blume en aquél momento fue algo mágico y tenebroso a la vez. El mundo había entrado en un estado de paranoia perpetua por el ataque a las torres gemelas y la Argentina se hundía en represión, saqueos y presidentes descartables. La lectura de ese libro me cautivó de una manera absorbente.
Poco después, en un viaje a Córdoba, leí Leviatán y ya nunca más podría dejar el mundo Auster. Seguí con la Trilogía de Nueva York. Literalmente los devoré. Pero todavía faltaba mucho más. Seguí con Tombuctú, en el que Auster hace gala de su capacidad narrativa y cuenta la historia desde el punto de vista de un perro llamado Mr. Bones. Después llegué al clímax absoluto. No me animaría a decir que es su mejor libro, pero sí es el que más me cautivó. Mr. Vértigo es un viaje en el tiempo por los Estados Unidos: Buffalo Bill, el Ku Klux Klan, las ferias itinerantes, la Gran Depresión, la época dorada de Hollywood, la Segunda Guerra Mundial, los gángsters de Chicago. En el medio la increíble historia de Walt, el niño volador, y su maestro, el Señor Yehudi. Brillante.
La Invención de la Soledad, sus memorias sobre su relación con su padre, no me entusiasmó especialmente, pero lo que vino después sí. Uno atrás del otro, uno mejor que otro: El Libro de las Ilusiones, La Noche del Oráculo y Brooklyn Follies. En una pequeña librería de Madrid conseguí Jugada de Presión, su primera novela, de 1976, un policial que firmó con el seudónimo de Paul Benjamin. Había llegado hasta ahí sin haber leído La Música del Azar y El Palacio de la Luna. El primero es muy bueno, el segundo es formidable. El sendero que recorre su protagonista, Marco Stanley Fogg, hasta llegar a sus orígenes, en los convulsionados sesentas, es atrapante y conmovedor.
El otro día leí en un suplemento cultural una opinión del catalán Enrique Vila-Matas sobre Auster: “A mí Auster me parece un escritor que despierta generalmente toda mi simpatía literaria y que en cualquier caso siempre me parece sencillamente encantador. De la misma forma que le perdono todo, le agradezco los aciertos. Tiene la gracia como aliada…”. Yo a Auster le perdono dos libros: Viajes por el Scriptorium y Un Hombre en la Oscuridad. Esos fueron los dos últimos libros que editó (en 2006 y 2008) y al leerlos pensé que ya me había agotado de su prosa; que mi comunión con su pluma estaba rota. Pero no. Apenas fue un impasse. Pocos días antes de la Navidad publicó Invisible, y volví a perderme en su relato, en sus distintos puntos de vista narrativos. Consumí página tras página con más devoción que nunca.
"Estoy muy débil, con pocas perspectivas, sintiendo que se me acaba el tiempo. Me quedo sin vejez. Intento no amargarme, pero a veces no puedo evitarlo. La vida es una mierda, lo sé, pero lo único que quiero es vivir más, más años en este mundo dejado de la mano de Dios". Gracias Paul por esas palabras, esas historias, esos personajes. Por el azar, lo cotidiano, las reflexiones sobre la muerte. Por Nueva York y París. Por hacer que la vida sea más llevadera. Que los goles de Racing los haga Bieler. Los largos solos se los dejo a Joe Bonamassa. Yo, ahora, quisiera ser Paul Auster.
Leí de todo: Murakami, Vargas Llosa, García Márquez, Bukowski, Mankell, Cheever, Ray Bradbury, Nick Hornby, Martin Amis, Kerouac, Cortázar, McEwan, Soriano, Kafka, Cormac McCarthy, Capote, Pérez Reverte, Di Benedetto, William Goldwin, Calvino, Chandler, Mosley. Pero lo que me pasó con Auster fue (es) algo excepcional. Es el único escritor de quien leí todas sus novelas. La primera fue El País de las Ultimas Cosas. Me la regaló V. a fines de 2001 y no sé si fue el contexto o qué, pero leer la historia de Anna Blume en aquél momento fue algo mágico y tenebroso a la vez. El mundo había entrado en un estado de paranoia perpetua por el ataque a las torres gemelas y la Argentina se hundía en represión, saqueos y presidentes descartables. La lectura de ese libro me cautivó de una manera absorbente.
Poco después, en un viaje a Córdoba, leí Leviatán y ya nunca más podría dejar el mundo Auster. Seguí con la Trilogía de Nueva York. Literalmente los devoré. Pero todavía faltaba mucho más. Seguí con Tombuctú, en el que Auster hace gala de su capacidad narrativa y cuenta la historia desde el punto de vista de un perro llamado Mr. Bones. Después llegué al clímax absoluto. No me animaría a decir que es su mejor libro, pero sí es el que más me cautivó. Mr. Vértigo es un viaje en el tiempo por los Estados Unidos: Buffalo Bill, el Ku Klux Klan, las ferias itinerantes, la Gran Depresión, la época dorada de Hollywood, la Segunda Guerra Mundial, los gángsters de Chicago. En el medio la increíble historia de Walt, el niño volador, y su maestro, el Señor Yehudi. Brillante.
La Invención de la Soledad, sus memorias sobre su relación con su padre, no me entusiasmó especialmente, pero lo que vino después sí. Uno atrás del otro, uno mejor que otro: El Libro de las Ilusiones, La Noche del Oráculo y Brooklyn Follies. En una pequeña librería de Madrid conseguí Jugada de Presión, su primera novela, de 1976, un policial que firmó con el seudónimo de Paul Benjamin. Había llegado hasta ahí sin haber leído La Música del Azar y El Palacio de la Luna. El primero es muy bueno, el segundo es formidable. El sendero que recorre su protagonista, Marco Stanley Fogg, hasta llegar a sus orígenes, en los convulsionados sesentas, es atrapante y conmovedor.
El otro día leí en un suplemento cultural una opinión del catalán Enrique Vila-Matas sobre Auster: “A mí Auster me parece un escritor que despierta generalmente toda mi simpatía literaria y que en cualquier caso siempre me parece sencillamente encantador. De la misma forma que le perdono todo, le agradezco los aciertos. Tiene la gracia como aliada…”. Yo a Auster le perdono dos libros: Viajes por el Scriptorium y Un Hombre en la Oscuridad. Esos fueron los dos últimos libros que editó (en 2006 y 2008) y al leerlos pensé que ya me había agotado de su prosa; que mi comunión con su pluma estaba rota. Pero no. Apenas fue un impasse. Pocos días antes de la Navidad publicó Invisible, y volví a perderme en su relato, en sus distintos puntos de vista narrativos. Consumí página tras página con más devoción que nunca.
"Estoy muy débil, con pocas perspectivas, sintiendo que se me acaba el tiempo. Me quedo sin vejez. Intento no amargarme, pero a veces no puedo evitarlo. La vida es una mierda, lo sé, pero lo único que quiero es vivir más, más años en este mundo dejado de la mano de Dios". Gracias Paul por esas palabras, esas historias, esos personajes. Por el azar, lo cotidiano, las reflexiones sobre la muerte. Por Nueva York y París. Por hacer que la vida sea más llevadera. Que los goles de Racing los haga Bieler. Los largos solos se los dejo a Joe Bonamassa. Yo, ahora, quisiera ser Paul Auster.
lunes, 4 de enero de 2010
Stoned
La película está centrada en los últimos tres meses de la vida del fundador de los Rolling Stones, Brian Jones, cuando estaba recluido en una mansión del condado de Sussex junto al constructor Frank Thorogood, que no sólo tenía la tarea de refaccionarla sino también la de cuidarlo (¿vigilarlo?) a él. Para ese entonces Jones ya estaba alejado de la banda: mientras los Stones seguían de gira y componiendo un éxito detrás de otro, Jones se emborrachaba y drogaba todas las noches añorando las épocas en que la banda sólo se dedicaba a tocar blues. Stoned es una biopic que los fans de los Rolling deberían ver. Tiene constantes flashbacks que van pintando su propia personalidad, su relación con el resto de los músicos, así como también la famosa anécdota cuando Keith Richards le “roba” a su novia, Anita Pallenberg, en Marruecos.
La película, protagonizada por Leo Gregory, en el rol de Brian Jones, y la hermosa Monet Mazur, que interpreta a Anita, está muy bien adaptada y la banda de sonido es excelente. Brian Jones apareció muerto en la pileta de la mansión el 2 de julio de 1969, a los 27 años. En la película el director Stephen Woolley intenta reconstruir los aspectos de su sórdida y confusa muerte. Si bien la versión oficial es que sufrió una muerte accidental, Woolley se inclina por la hipótesis de que fue asesinado por Thorogood, quien confesó el crimen poco antes de morir en 1993.
La película, protagonizada por Leo Gregory, en el rol de Brian Jones, y la hermosa Monet Mazur, que interpreta a Anita, está muy bien adaptada y la banda de sonido es excelente. Brian Jones apareció muerto en la pileta de la mansión el 2 de julio de 1969, a los 27 años. En la película el director Stephen Woolley intenta reconstruir los aspectos de su sórdida y confusa muerte. Si bien la versión oficial es que sufrió una muerte accidental, Woolley se inclina por la hipótesis de que fue asesinado por Thorogood, quien confesó el crimen poco antes de morir en 1993.
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