En
septiembre de 1968, el legendario Duke Ellington visitó la Argentina junto a su
orquesta para una serie de conciertos en Buenos Aires, Córdoba, Tucumán y La
Plata, en el marco de su gira sudamericana que también incluyó presentaciones
en Brasil, Uruguay y Chile. Su estadía en Buenos Aires fue la más extensa
porque, además de los shows en el Teatro Gran Rex, hubo una recepción en la
Embajada de Estados Unidos. Pero también hubo algo más que quedó inmortalizado
en audio: dos de sus músicos, Paul Gonsalves y Willie Cook grabaron junto al trío
del pianista argentino Enrique “Mono” Villegas. Ahora esa mítica grabación,
titulada Encuentro, fue reeditada en
CD.
Según pudo
reconstruir el periodista Claudio Parisi en su libro Grandes del jazz internacional en la Argentina (1956-1979),
“durante la estadía de la orquesta de Ellington en Buenos Aires se dio una
relación muy especial entre sus músicos, los colegas locales y gente vinculada
a la música. En determinado momento, sin pensarlo demasiado y en medio de una
charla entre el saxofonista de la orquesta, Paul Gonsalves, y el empresario
argentino Alfredo Radoszynski, dueño del sello Trova, barajaron la posibilidad
de hacer una grabación junto a músicos locales. Había algunos problemas
esenciales: no había mucho tiempo (la charla se desarrolló el día anterior a la
partida de los músicos, de modo que solo quedaría libre la noche del domingo
15), había que consultar al Jefe (Duke Ellington) y no tenían estudio”.
“Se le
ofreció el privilegio al trío de Enrique Villegas, que estaba integrado por él
mismo en piano, Alfredo Remus en contrabajo y Eduardo Casalla en batería. En
tiempo récord se le solicitó autorización a Ellington, se consiguieron los
Estudios ION, los técnicos para la grabación y una tanda de amigos para que
participaran como público”, detalla el autor del libro.
Villegas ya
conocía a Gonsalves de su estadía en los Estados Unidos y eso fue un esencial
para que el proyecto también se pudiera llevar a cabo. Cuando todo estaba
encaminado, el saxofonista estadounidense propuso sumar a la sesión a otro
miembro de la orquesta, el trompetista Willie Cook. El motivo, de acuerdo con
las fuentes citadas en Grandes del jazz…,
fue que estaba sin dinero y le vendría bien una paga, algo que no resultó
un inconveniente para el empresario. El quinteto estaba listo para grabar.
Los músicos
estadounidenses llegaron muy cansados a la noche de la grabación y el clima del
estudio era sofocante, a tal punto que en un momento, según distintos testigos,
Villegas se sacó la camisa y los pantalones para tocar. El repertorio de la
histórica sesión incluyó el clásico de Ellington Perdido; St. Louis Blues, de W.C. Handy; Blues for BA, compuesto por Gonsalves en honor a Buenos Aires; y
los standards I Cover The Waterfront,
Just Friends y I Can’t Get Started;
más el medley Gone With The
Wind/Tenderly/Ramona.
Las notas
del CD incluyen el texto escrito por Stanley Dance, autor del libro The World of Dule Ellington y columnista
de la revista Jazz Journal, para el
álbum original. Dance asistió a aquella grabación y la recordó de la siguiente
manera: “Cuando Alfredo Radoszynski le sugirió que grabara para Trova con
Enrique Villegas, PaulEn se entusiasmó con la idea. Esta era su oportunidad de
retribuir en algo toda la amistad que le había brindado, y el primer tema que
sugirió para la grabación fue Just
Friends, un título de especial significación para esta ocasión. Otro tanto
podemos decir de su blues de 24 compases, compuesto especialmente para este
disco Blues for BA, que expresa el
pesar de todos los músicos de la orquesta por abandonar Buenos Aires”.
La
reedición de Encuentro, a cargo de RP Music -incluye tres bonus tracks grabados
en 1972 en una reunión entre amigos en la que el Mono interpreta Lullaby of The Leaves, Blues en Do y Nobody Knows The Trouble I’ve Seen, es
una buena excusa para volver a escuchar a uno de los grandes músicos argentinos
de jazz en su prime, junto a dos leyendas del género.
A Lenny Kravitz lo rodea un aura especial, que parece intensificarse con el paso del tiempo. El músico nacido hace 60 años en Nueva York reboza energía y lo da todo arriba del escenario. Durante casi dos horas despliega su carisma, esparce su mensaje de amor y descarga rock & roll con intensidad. Su sonido setentoso, ese que lo hizo conocido a fines de los ochenta y lo volvió una estrella en los noventa, supo adaptarse a estos tiempos de éxitos fugaces y superficiales.
El show en el Movistar Arena, el segundo de su nuevo paso por Buenos Aires, comienza a las 21:20. Los acordes de Are You Gonna Go My Way explotan con el juego de luces y Lenny Kravitz aparece repentinamente en el centro de la tarima. Lleva una chaqueta de cuero turquesa, una especie de camisola con motivos debajo, jeans Oxford y botas texanas animal print. Sus dreadlocks serpetean por el aire y sus ojos están ocultos bajo unos enormes anteojos negros. En sus manos tiene su ya clásica Gibson Flying V negra modelo 67, toda una declaración rockera.
El público delira ante el juego de seducción permanente que plantea Lenny Kravitz. Empalma Minister of Rock 'n Roll y Bring It On, antes de lanzarse sobre TK421, la canción inspirada en Star Wars de su último disco Blue Electric Light, ese que vino a presentar. Balbucea sus primeras palabras en español que se pierden entre el griterío de la gente. En el medio del tema toma un bajo para un solo lunar mientras lo acompaña el saxo de Harold Todd. Rockea otra vez con I’m a Believer (¡lo siente en sus huesos!) y al final se esfuerza por hablar en castellano. Como si fuera un pastor frente a su congregación dice: “Buenos Aires estoy tan feliz de estar acá con ustedes. Es una bendición. Otro día de vida, otro día para amar, otro día para aprender. Esta es nuestra casa esta noche y todos somos uno. Entonces empecemos agradeciendo a Dios”.
Sigue con I Belong To You y cuando termina asume el protagonismo su guitarrista Craig Ross, que lo acompaña desde hace décadas. Con la acústica comienza a tocar Stillness of Heart, pero Lenny casi no la canta, sino que deja que el público la lleve adelante. Es un gesto que, como bien dijo antes, hace que todos sean uno. Otro de sus grandes hits, Believe, resuena con fuerza entre la multitud que ya está completamente subyugada ante el magnetismo del cantante.
En Lenny Kravitz conviven Jimi Hendrix, Prince, Sly Stone, James Brown, Curtis Mayfield y Bootsy Collins. Su música es un tributo a sus raíces y sus influencias. Hay algo del pasado musical que se filtra en todo momento, como un mensaje subliminal que nos transporta al más allá para evadir el sonido hueco actual, adicto al auto tune. El glamour también brota sin parar, es parte de la esencia de su puesta en escena. Vuelve sobre su nuevo álbum con Paralysed, salta a Low, de Raise Vibration, y luego a The Chamber. Ese tramo de temas menos populares es la antesala a lo que se viene: un bombardeo de clásicos.
Presenta a sus músicos y la descomunal Jas Kayser, su baterista, se lleva una gran ovación. Algo similar pasa con Craig Ross, una pieza esencial del funcionamiento de la banda que se completa con dos coristas, tecladista, una sección de vientos y el bajista Hoonch 'The Wolf' Choi. Entonces, sí… el riff asesino de Always on the Run abre la puerta a sus más grandes éxitos, que conecta en este orden: It Ain't Over 'Til It's Over, Again, American Woman (la gran composición del grupo The Guess Who) y Fly Away.
Ahora se dirige al público, pero esta vez en inglés. “Elegimos vivir en la oscuridad o en la luz. Nosotros vinimos a transmitir amor y llenar con esa la atmósfera. Vivimos en un mundo tan complicado que debemos controlar nuestra conducta”, predica cuando el final del show ya es inevitable. Elige Human, una más de su último trabajo, tal vez el momento más pop de la noche, para cerrar. Los músicos se despiden y unos minutos vuelven a escena para el bis con Let Love Rule, que se transformará en una extensa zapada de la banda mientras Lenny Kravitz se baja del escenario para entremezclarse con el público en una especie de rito sagrado.
Las más de 14 mil personas que colman el Movistar Arena vibran con un Lenny Kravitz que parece completamente en trance. Así, como ya lo hizo en Boca en 2005, en el Personal Fest en 2011 y en el Lollapalooza 2019, vuelve a conquistar al público porteño que ya le garantizó fidelidad eterna.
Es un libro y es mucho más que un libro a la vez. Es la síntesis de dos vidas cruzadas por el lente de una cámara: la del artista, por un lado, y la del fotógrafo, por el otro. The King is Gone contiene decenas de fotos de BB King, en su mayoría inéditas, que fueron tomadas por Jota Moreno Martínez durante las visitas que el Rey del Blues hizo a la Argentina entre 1992 y 2010. Las fotos están acompañadas por una biografía del músico y una selección de sus frases más célebres, que fueron recopiladas por Ailín Moreno Martínez, la hija del autor.
El libro, cuyos textos están en español e inglés, tiene una edición de lujo: tapa dura, encuadernado tejido y papel ilustración, con dos portadas diferentes, que quedan a elección del comprador, y viene con una fotografía para enmarcar firmada con sello de autenticidad.
El próximo miércoles 27 de noviembre, Jota Moreno Martínez lo presentará en Thelonius Club (Nicaragua 5549, Palermo) en lo que promete ser una velada a puro blues, porque además de recorrer las páginas del libro y las historias detrás de las fotos, habrá música en vivo de la mano del gran guitarrista Juanma Torres.
En un reciente posteo en Instagram, el autor explicó cómo fue el proceso de armado y edición del libro: “Primero realicé la selección de fotografías y elegí dos para crear dos opciones de tapa. Luego, pasé al diseño y al armado del libro, compaginando las fotografías con los textos biográficos que se incluyen allí. Por último, pasamos a la imprenta en donde todo lo digital se vuelve real y así nació el libro físico”. Pero detrás de esa explicación técnica hay una larga historia de amor al personaje y su música.
Un LP de blues le cambió la vida
Jota Moreno Martínez llegó al blues como lo hicieron la mayoría de sus contemporáneos. En el ocaso de los sesenta, como buen adolescente inquieto, solía viajar desde Banfield, donde vivía, hacia el centro porteño, atraído por las luces de neón y el movimiento. No tenía más de 14 años cuando en una galería ubicada sobre la calle Esmeralda, entre Tucumán y Lavalle, se topó con una disquería que vendía y canjeaba discos. Allí, atraído por la portada, se compró un LP de blues del que ahora no recuerda el nombre. Fue la llave que abrió la puerta a un universo hasta ese momento desconocido para él. Ese disco no era de blues estadounidense, sino que contenía canciones de los maestros del blues inglés como Alexis Korner y John Mayal, entre otros.
La curiosidad lo llevó a explorar más sobre el género y al tiempo descubrió a Muddy Waters, Howlin’ Wolf y BB King. A través de revistas de la época y un LP que estaba en malas condiciones, Jota Moreno Martínez comenzó a meterse en el mundo del guitarrista oriundo de Indianola, Mississippi, que iba mucho más allá de la música. “Su historia de resiliencia me convenció y me conmovió. Éste hombre que había nacido en una plantación de algodón y vivía en una cabaña con los padres, un día salió de la casa cuando apenas tenía seis años y se encontró con cuatro o cinco personas de color colgadas… me imaginé lo que habrá sido para ese niño haber visto esa imagen dantesca”, contó a NA el autor.
El libro comenzó a gestarse hace tres décadas, aunque él todavía no lo sabía. Fue el día que tuvo a su ídolo a pocos metros, escenario de por medio. Eso ocurrió en la tercera visita de BB King a la Argentina, cuando se presentó en Obras en 1992. Jota Moreno Martínez tomó allí sus primeras fotos de artista, algunas de las que ilustran las páginas del libro. Años después, en otra de las giras que hizo BB a la Argentina, en 1998, pudo conocerlo personalmente en el Gran Rex.
“Yo siempre fui bastante arrojado, atrevido, y me mandé para el lado de los camarines. Nadie me detuvo porque pasé con decisión y además tenía una acreditación de prensa. Golpeé suavemente y abrí la puerta. Entonces me encuentro con BB King que estaba sentado, todo transpirado, a un metro mío. Yo me puse muy nervioso y no me salía ni una palabra en inglés. Me saqué la mochila donde tenía mi equipo de fotografía y le acerqué unas fotos que le había sacado en la presentación anterior. Le pedí si me las podía autografiar y él me dijo que sí. Las empezó a ver y me felicitó. Me dijo ‘wonderful work’ y me hizo el gesto de aprobación con el pulgar hacia arriba”, relató Moreno Martínez.
“Saqué una lapicera Vic, de esas azules con capuchón blanco que era la que llevaba conmigo. Y se la di para que me firmara las fotos. Lo hizo y cuando terminó me pidió si le podía regalar la Vic. Eso me generó una especie de ternura y, por supuesto, se la di. Él se la guardó adentro del bolsillo del saco y se tocó el corazón como si yo le hubiera regalado una lapicera de oro. Eso, de alguna manera, también me indicó la clase de persona que era, súper humilde, sencilla y recontra agradecida”, concluyó.
En el sur de Brasil, a miles de kilómetros de los campos de
algodón del Mississippi, un joven de 27 años rompió el molde de la música
imperante con un álbum acústico e intimista, en el que recrea versiones de los
grandes maestros del blues como Robert Johnson, Muddy Waters y Big Joe Williams
con una técnica exquisita y un feeling
muy auténtico. En Porto Alegre y alrededores lo conocen como Money Man, un nombre
artístico que adoptó tras un malentendido durante un show con el que dio un
paso fundamental en su carrera.
La historia de Enzo Viero Baddo podría ser la de cualquier
músico joven de veintipico queriendo lucirse con la guitarra con un sonido
contemporáneo o abusando del autotune para viralizarse en las redes, pero él
eligió recorrer el camino más largo y sinuoso, que muy pocas veces lleva al
éxito comercial, pero que tiene el valioso objetivo de preservar la tradición
de una música que nació hace más de un siglo en el sur de los Estados Unidos y
que con los años se expandió por el mundo.
En su disco Alone With
The Blues, Money Man interpreta con gran prestancia temas del cancionero de
Robert Johnson como Kindhearted Woman
Blues, Sweet Home Chicago y Ramblin’
On My Mind, así como otros standards del blues, en su mayoría de preguerra,
como Country Blues, Good Morning Little
Schoolgirl, Police Dog Blues, Make Me a Pallet on You Floor, Poor Black Mattie y Rag Mama Rag. Si algún desprevenido se
pone a escucharlo sin saber quién es el intérprete lo que menos pensara que se
trata de un joven brasileño de 27 años.
- ¿Cómo llegaste al
blues?
Mi familia siempre ha
tenido una rica cultura musical y esto fue fundamental para mí para descubrir
el blues. Tanto mi padre como mi madre escuchaban blues de vez en cuando. A mi
madre le gustaba mucho poner un CD de Taj Mahal en el coche. A mi padre siempre
le gustó mucho Eric Clapton y me hablaba del álbum que hizo interpretando
canciones de Robert Johnson. Un día me regaló un disco de Muddy Waters, que
tenía en su colección de CDs, que contenía sus primeras grabaciones en Chicago
y quedé muy cautivado por la voz y la guitarra de Muddy y el piano de Sunnyland
Slim. En ese momento ya sabía que algún día iba a tocar blues aunque primero comencé
interpretando canciones de rock de grupos y solistas como Cream, Clapton, Jimi
Hendrix, JJ Cale, Rolling Stones y Creedence, todos ellos muy influenciados por
el blues.
- ¿Qué fue lo que te
cautivó del blues?
Mis problemas emocionales derivados de cuestiones personales
que ocurrieron en mi infancia y la consiguiente dificultad para adaptarme al
entorno universitario en la primera etapa de mi vida fueron el punto de
inflexión de mi gusto por la música, que tenía más que ver con lo que quería
expresar. Antes de empezar a tocar la guitarra, tomé lecciones de percusión
durante unos años con el maestro Fernando do Ó, un gran percusionista del sur
de Brasil. Después siempre fui autodidacta con la guitarra y más tarde con el blues
específicamente, al que me volqué de lleno cuando fui a la universidad entre 2015
y 2016. Siempre me ha gustado la música sin muchos efectos, en la que el
artista tiene que tener interpretación, de una manera más orgánica y no tan
digital. Así comencé una búsqueda de personas vinculadas al blues. Así fue como
conocí a Adrián Flores (productor y baterista argentino radicado en Brasil). Él
me abrió las puertas a otras personas vinculadas con el blues y también a
discos, libros y referencias.
- Hubo otro músico
argentino que te influenció…
Sí, Carlos Bada fue una gran inspiración y fuente de
aprendizaje gracias a los videos que sube a YouTube, que son de las mayores
enciclopedias visuales para entender cómo tocar country blues con la guitarra.
- ¿Esa fue la razón
por la qué te especializaste en el blues rural?
Me especializo principalmente en el blues acústico, no
necesariamente de antes de la Primera Guerra Mundial, aunque la mayor parte de
la música que toco se grabó originalmente en la década del treinta. Y esta
elección fue hecha por mi deseo de poder trabajar en esto solo, sin necesidad
de una banda, ya que me resultaba costoso y difícil armar algo con otros músicos.
Quería tocar en bares y festivales, quería poder hacer algo nuevo, diferente a
lo que hacía la mayoría. Trabajar solo en mi mente representaba la idea más
fácil de no tener que gastar en ensayos y costosos amplificadores y guitarras
(que todavía estoy tratando de adquirir poco a poco), de poder realizar
interpretaciones de una manera que sólo dependiera de mí. Entender la
profundidad que ha tenido el blues me hizo querer entender su parte más basal y
visceral, que encontré en esos artistas, pero también en las versiones de
Chicago y otros estilos más urbanos del blues. Me gusta la música cruda en
general. De todas maneras, también toqué en dúo con el bajista Filipe Siak, en
el circuito de bares de Porto Alegre.
- ¿Seguís en modo
autodidacta o ahora estas estudiando?
Estoy estudiando por primera vez con el gran músico,
guitarrista y profesor Nicola Spolidoro, quien toca en la banda Blues Combo de
Ale Ravanello, una de las mejores bandas de blues de Brasil.
- Me imagino que un
joven de Porto Alegre tocando blues rural debe ser una rareza, especialmente
entre los jóvenes, ¿no?
En la ceremonia de egresados del instituto, en 2014, pedí
que mi canción de fondo fuera Catfish
Blues, en la versión de Jimi Hendrix. Recuerdo que había cierta extrañeza
en general por parte de mis compañeros, pero en general a mis amigos más
cercanos les gustaba.
- La escena del blues
en Brasil está bien consolidada con festivales en varias ciudades y músicos de
renombre internacional como Igor Prado, Nuno Mindelis, Solon Fishbone, pero
todos ellos dedicados a diferentes estilos eléctricos. ¿Cómo fue recibida tu
propuesta acústica en este contexto?
Todos los músicos y amantes del blues siempre han sido muy
receptivos conmigo y con mi trabajo. Pero lo cierto es que nuestros festivales
tienen mucho que evolucionar en cuanto a espacio para el blues acústico. Así y
todo en los lugares que toqué mi trabajo fue muy bien recibido. Realmente el
mayor problema es poder perforar las duras cáscaras de los núcleos que
naturalmente se cierran en el entorno musical, ya que en realidad es un mercado
pequeño y difícil, que naturalmente parece formar este tipo de barreras para el
crecimiento de nuevos músicos con nuevas propuestas. De hecho, ahora estoy
empezando a trabajar con una banda, Money Man & The Cash Makers, en la que
tocamos principalmente Chicago blues.
- ¿Por qué elegiste
el nombre artístico de Money Man?
La verdad es que fue una situación curiosa. Fue una broma
que Freddie Dixon (uno de los hijos del legendario Willie Dixon) durante una
gira que hizo por Brasil. Lo fui a ver al Recorder Pub a finales de 2022. Tocaba
con músicos locales, entre ellos Adrián Flores. Cuando entré al bar con mi
novia Victoria, Adrián me saludó con su habitual broma ‘¡qué onda monigote!’ a
lo que Freddie entendió ‘Money Man’, el hombre del dinero. Yo me entré a reír
porque le dije que justo si algo no tenía era dinero. Más tarde, durante el
receso del show, yo estaba sin consumir nada y Freddie me lanzó: ‘¿No vas a
comprar nada para ti y tu novia Money Man? ¡Tienes el dinero y lo estás
escondiendo! ¡No hay manera de tener una novia hermosa sin tener dinero!’”.
- ¿Quiénes son los
músicos que más te influenciaron?
Robert Johnson, Big Bill Broonzy, Muddy Waters y RL Burnside,
aunque la lista es mucho más larga. Además hay muchos músicos contemporáneos,
brasileños, latinoamericanos y estadounidenses, con los que hablo o sigo su
trabajo y que me inspiran también. La verdad es que me gusta mucho lo que hacen
los argentinos con el blues, con tanto respeto y estudio.
- Es decir, que la
elección de los temas de tu disco podría considerarse un homenaje a los músicos
que más te inspiraron.
Sí, mi intención era tener una ventana al country blues que
mostrara los diversos estilos y posibilidades que se pueden encontrar en esta
música, que es mucho más rico de lo que la gente imagina, con muchas más
sutilezas, especias, detalles e influencias locales. Estudiar la historia del blues
es en gran medida estudiar las raíces de la música occidental moderna y también
los males sociales, la desigualdad, el racismo, todo más específicamente en el
contexto de la sociedad norteamericana, pero sin olvidar las características
globales que presenta el blues, que es además de un estilo musical, una cultura
que se volvió global porque habla de los problemas, placeres y disgustos
cotidianos, de la vida humana tal como es. El blues es la verdad, como dijo el gran
Willie Dixon.
Quincy Jones estuvo en la Argentina en 1956. Tenía apenas 23 años y era uno de los trompetistas de la orquesta de Dizzy Gillespie. Durante esos días memorables de la gira, retratados magistralmente por Claudio Parisi en su libro Grandes del jazz internacional en Argentina (Gourmet Musical / 2019), el maestro dejó un consejo que caló hondo en los músicos locales.
Las actuaciones de Gillespie en el Teatro Casino, con dos funciones diarias, se extendieron por una semana, pero lo más interesante de todo era lo que sucedía después, durante la madrugada, cuando Gillespie y sus músicos iban al Rendez Vous, una boite muy bacana ubicada en Maipú al 800, y compartían zapadas con músicos locales de la talla de Osvaldo Fresedo, Chivo Borraro, Horacio Malvicini y Pichi Mazzei, entre otros.
Jorge López Ruiz, uno de los entrevistados por el autor del libro, recordó la vez que conoció a Quincy Jones. “Quincy no venía mucho a tocar porque nunca fue un gran trompetista ni un gran improvisador. Tocaba bien pero nada más. No le interesaba eso, a él le gustaba dirigir. Es más, había ingresado a la orquesta de Gillespie fundamentalmente porque hacía arreglos. Lo importante era como escribía”.
“Ahí fue que nos relacionamos en el boliche. La primera partitura de orquesta que tuve en mis manos en mi vida me la dio Quincy. Era de él. Y todavía la conservo. Me acuerdo de una de las cosas que Quincy nos decía y que siempre me sirvió para escribir y para dirigir: ‘Cuando uno cree que está tocando a tiempo, todavía está apurado, no hay que llevarse la música por delante, hay que dejarla fluir’. Ese es un concepto muy grosso. Diría que de los más importantes de la música”, reveló López Ruiz.
El jazz es un género musical que se originó en el sur de los Estados Unidos a principios del siglo XX, especialmente en Nueva Orleans. Se caracteriza por su improvisación, ritmos complejos, y una fusión de influencias africanas, europeas y de música popular. El jazz incorpora elementos como el swing, el blues y el uso de instrumentos como el saxofón, la trompeta, el piano y el contrabajo. A lo largo de los años, ha evolucionado en varios estilos, como el bebop, cool, West Coast, jazz fusión, free, smooth jazz, manteniendo siempre su esencia de innovación y expresión personal. Esa rica historia, plagada de grandes nombres, y toda su diversidad ahora quedó plasmada en un el libro Las rutas del jazz, del docente y músico Marcelo Luis Bettoni.
En sus 550 páginas, la obra aborda al inconmensurable mundo del jazz por todos sus flancos. Analiza su ADN, desde las work songs, los field hollers y los spirituals, hasta el blues, el ragtime y la canción popular norteamericana, pasando también por la influencia africana y europea. Además, a modo de introducción, el libro ofrece un capítulo dedicado a la evolución de la música, desde la Edad Media, que atraviesa los períodos del Renacimiento, el Barroco, el Clasicismo, el Romanticismo y la Vanguardia.
Con una prosa clara y ágil, el autor también analiza el contexto histórico en los Estados Unidos, la esclavitud, la migración, la segregación racial y la lucha por los derechos civiles, y como determinados acontecimientos históricos marcaron a fuego a una sociedad que, en paralelo, desarrolló una cultura y una música que se expandieron por todo el mundo.
Bettoni desmenuza todos los estilos del jazz, sus formatos, instrumentos predominantes, músicos más representativos y los discos que hicieron época. Así se suceden nombres como los de Louis Armstrong, Count Basie, Charlie Parker, Duke Ellington, Lester Young, Dizzy Gillespie, Miles Davis, John Coltrane, Thelonius Monk, Wes Montgomery, Bill Evans y muchísimos más. Cada estilo tiene un código QR que nos lleva a playlists específicas de Spotify creadas por el autor para acompañar la lectura.
Por su condición de músico, formado en la Escuela de Música Popular de Avellaneda (EMPA) y con workshops realizados en el Berklee College of Music y Los Angeles Music Academy, así como también en el Lincoln Center´s Academy, Bettoni dedica una buena cantidad de páginas a los elementos técnicos del jazz, desde su armonía, melodía e improvisación hasta el ritmo, los arreglos y la composición.
“La idea de escribr Las rutas del jazz surgió porque tengo una nutrida colección de más de 200 libros de jazz, blues y música en general, y un día me plantee la posibilidad de unificar todo ese contenido, más lo que yo enseñaba, en un solo libro. Demoré casi ocho años en escribirlo siempre con la idea de que fuera un trabajo que les sirviera los que llevan mucho tiempo escuchando jazz, a los que recién empiezan a hacerlo, a los que están estudiando y a los que están dando clases”, contó Bettoni a Noticias Argentinas.
“Esta música, a pesar de todos los avances tecnológicos, es improbable que se sustituya la experiencia de escucharla en vivo, donde se gesta la conexión entre los músicos y la audiencia, que forma parte de la tradición. El libro un poco rescata eso, que la gente pueda tomar contacto con esta música, con la cultura, de la experiencia de compartir, de intercatuar. El aporte del libro es eso: descubrir sus orígenes y valorar esta cuestión democrática que tiene el jazz a la hora de tocarse en vivo”, añadió el autor.
El libro, que fue editado de manera independiente, es una pieza fundamental para los amantes del jazz, tanto músicos como oyentes y entusiastas. Tal como escribió Claudio Parisi en el prólogo: “El autor espera que este viaje musical resuene en los corazones de los lectores, recordándoles la belleza de la improvisación, la importancia de la mutua colaboración y la magia de la creatividad sin límites. ¡Bienvenidos a un viaje musical sin igual!”.
Eric Clapton volvió una noche y lo hizo con todo. El show
que dio en el estadio de Vélez quedará grabado por siempre en
la memoria de los fieles que peregrinaron hasta Liniers para estar cerca de
Dios. Desde los primeros acordes introductorios de Sunshine of Your Love
hasta el abrazo final con todos sus músicos, Clapton hizo emocionar al
público con ese tono único, una voz a la que el tiempo le dio lo que
le faltaba, y ese carisma que lo caracterizó durante toda su carrera.
A diferencia de su último show en 2011, que fue correcto, pero sonó como en
piloto automático, esta última presentación sobresalió por su naturalidad y una
conexión absoluta entre el guitarrista y su banda. Tal vez fue así
porque estuvieron ensayando durante toda la semana en el Teatro Coliseo, en un
clima relajado e íntimo sin que nadie lo supiera, y muy posiblemente también
porque fue el primero de los shows de la gira. A todos se los notó muy frescos
y en Clapton no se percibió ningún síntoma de la neuropatía periférica que lo afecta
desde hace tiempo.
Cuando todavía era de día, y ante muy poca gente, David Lebón se dio
el gusto de abrir para Clapton. Lo hizo con media docena de canciones
entre las que se destacaron Cuánto tiempo más llevará y Mundo
agradable. El exguitarrista de Serú Girán y Pescado Rabioso se llevó un
gran aplauso que más tarde se replicó cuando fue a sentarse en la platea para
ver a su ídolo. Como acto intermedio apareció Gary Clark Jr.
que tocó durante una hora y, como diría Pappo, ablandó demasiado la milanesa.
Más allá de la gran versión de Bright Lights, con ese riff abrasivo,
dio la sensación de que el exaspirante al trono hendrixiano terminó de mutar al
neo soul y el R&B, con un sonido que lo acercó más a Marvin Gaye y
D’Angelo.
A las 21, con puntualidad británica, se apagaron las luces y Clapton
apareció en escena vestido con gorra de béisbol, pañuelo al cuello,
una especie de poncho con cierre y capucha, jean y náuticos marrones,
sosteniendo entre sus manos una Strato negra. Sonny Emory
comenzó a aporrear la batería, Nathan East y Doyle Bramhall II se
sumaron con el bajo y la guitarra, y ahí entró en acción Clapton con ese viejo
tema de Cream, aunque lejos de la psicodelia que lo hizo popular. Con un sonido
limpio y claro, y un volumen muy controlado, anticipó lo que sería el
resto del show.
Tras esa introducción, Clapton fue hacia el terreno en el que más cómodo se
siente, el del blues. Interpretó Key To The Highway con la misma
pasión que lo hace desde hace décadas. Cuando terminó saludó al público con un
“good evening, hello”, que serían de las pocas palabras que diría en toda la
noche. Siguió con otro blues clásico, Hoochie Coochie Man, en honor a
Willie Dixon y Muddy Waters, una exquisita versión con unos coros góspel a
cargo de Katie Kissoon y Sharon White, y el piano barrelhouse
de Chris Stainton. El show escaló con Badge, con
largos solos voladores, interrumpidos por una bruta distorsión y una vuelta
suave a la melodía. Así terminó la primera parte eléctrica
Le acercaron una silla y una guitarra acústica, y durante cuatro o cinco
minutos Clapton logró que todo un estadio quede subyugado ante el
embrujo de Robert Johnson con una sentida versión de Kind
Hearted Woman Blues. Apenas un hombre y su guitarra
para dominar al mundo. El resto de la banda se sumó para Running on Faith,
esa hermosa y conmovedora balada del disco Journeyman, aquí con la
magia de Doyle Brahmall II con el slide. Luego presentó un nuevo tema, The
Call, siguió con Change The World y así dio paso a uno de los
momentos más intensos de la noche, su interpretación de Nobody Knows You
When You're Down and Out, con un punteo a dedo limpio que resumió porque
alguna vez lo igualaron con Dios.
Clapton se sintió muy cómodo en modo unplugged, muy
conectado con el público, sobre todo cuando encaró la bella Lonely
Stranger y luego Believe in Life, que primero registró en el
álbum Reptile y años más tarde se la dedicó a “la dama del balcón”,
como llamó al disco grabado durante la cuarentena. Cerró este tramo del show
con una luminosa versión de Tears in Heaven.
Clapton volvió a enchufar la Strato y rescató del arcón de
los recuerdos Behind The Mask, un hit ochentoso de August.
Entonces llegó Old Love y el show
alcanzó la plenitud, el éxtasis total y el climax hizo cumbre en la cima del
Everest. Lanzó un par de solos infernales -porque del Cielo al
Infierno hay un solo paso- y para la épica final se sumó Tim Carmon con
el hammond y los teclados para terminar de hechizar a un público que ya estaba
completamente en trance. Volvió al blues con Crossroads y Little
Queen of Spades, otras dos canciones con la rúbrica de Robert Johnson, en
las que Clapton le dio mucho mucho espcio a sus músicos para que se expresaran.
El inevitable final ya estaba en marcha. Nathan East comenzó golpear
suavemente las cuerdas del bajo, se sumó Emory para marcar el ritmo y en la
intro Clapton intercaló un extracto de No llores por mí Argentina
antes de lanzar los inconfundibles acordes de Cocaine, esa sucia
cocaine. Promediando el tema, Staiton desde el piano hizo un puente con La
cumparsita, para redondear una versión descomunal.
Y fue así como terminó, bien arriba, en comunión con la gente que
fue hasta Vélez para reencontrarse con la leyenda. Pero quedaba algo
más, el tan necesario bis, para el que eligió otro blues que toca desde
siempre, Before You Accuse Me, ahora con Glary Clark Jr. como invitado
sobre el escenario. Con una guitarra con la bandera palestina,
Clapton mandó un mensaje que a muchos les resulta incómodo, pero para los que
preservan la vida y desean la paz resulta muy trascendental. A los 79 años,
como Highlander, Clapton mostró que es inmortal y que con un fraseo de
su voz o su guitarra puede cambiar el mundo.
Ha sido un largo viaje plagado de excesos, éxitos, polémicas y rock and roll. Cuatro décadas después, Ratones Paranoicos, los mismos cuatro que comenzaron en Villa Devoto con la vuelta de la democracia, se despidieron a lo grande con un show inolvidable en Vélez, aunque quedó flotando en el ambiente la sensación de que ese adiós fue más bien un hasta luego.
Uno
El show comenzó con una hora de demora. Las bandas teloneras –Atraco y Lion Machine- cumplieron con el horario pautado, pero el plato fuerte de la noche se demoró más de lo esperado. El embudo que se formó en el ingreso al campo provocó una cola sobre Juan B. Justo de más de un kilómetro, pero la espera adentro del estadio fue matizada con canciones de AC/DC, Johnny Winter y Pappo (¡cómo sonó Sucio y desprolijo!).
A las 22:05 el estadio ya estaba colmado. Se apagaron las luces y apareció Bobby Flores, el maestro de ceremonias. “Hoy todos somos Ratones Paranoicos”, bramó en el mismo momento en el que Juanse, Sarco, Pablo Memi y Roy aparecieron en escena. Antes de empezar a tocar avanzaron por una pasarela hasta tres cuartos de cancha para saludar al público, una masa uniforme de cabezas y brazos en constante movimiento. Entonces llegaron los primeros acordes de Les Paul negra de Juanse y hubo rock. Isabel, decorada con una buena sección de caños, fue el primer tema de la noche. Después siguieron con Rainbow y ahí fue cuando Juanse se dirigó por primera vez en la noche a su gente: “¡Viva el rock and roll! Está más vivo que nunca”.
Dos
Los Ratones tocaron un popurrí de temas de todos sus discos, canciones que nos transportan a fines de los ochenta y los noventa. No son muchas las bandas argentinas que tengan semejante catarata de hits.
Los que flameaban las banderas amontonados en la parte delantera del campo no dejaron de hacerlo en ningún momento. La intensidad del resto del público fue al compás de la música. Cuanto más clásico era el tema, más cantaban y se agitaban. Y Juanse sabe cómo llevar un show. Lo de anoche no fue ese descontrol ahumado de los años de Cemento o Prix D’Ami, sino otra forma de vivir el rock & roll. Porque Juanse, Memi y Roy no son los únicos que tienen canas (Sarco por algún misterio capilar lo tiene bien negro), sino que buena parte del público también combina el pelo gris con remeras rockeras.
Una muy prolija versión de Vicio, con piano de Yamil Salvador y los caños de Miguel Ángel Talarita, Marcelo Garófalo y Pablo Fortuna, confirmó que uno puede sortear de alguna manera el inevitable deterioro del paso del tiempo, o al menos llevarlo con mucha dignidad. Se sucedieron El centauro, Sucia estrella y la sensual Carol. Antes de presentar a Facu Soto, cantante de Guasones, para que le ponga la voz a Una noche no hace mal, Juanse recordó al médico Alfredo Cahe, que murió el viernes: “Si no fuera por él, yo no estaría acá”. Y, conmovido, confesó: “Lo más hermoso que te puede pasar en la vida es verlos ahí, uno a lado del otro. ¡Que Dios los bendiga a todos!”.
Hubo Rock del pedazo, para alegría de la muchachada, Sarco cantó con su voz curtida Vodka doble, y tocaron esa belleza de Fieras Lunáticas, que es La nave. El show, que se destacó por un sonido impecable, entró luego en una llanura de temas de segundo orden como Damas negras, Magia negra, Simpatía, Líder y otras, donde el plus diferencial fue la participación de la corista Dedé Romano.
Tres
El riff memorable del Rock del gato fue el primero de la estocada final de hits. Entonces llegaron Cowboy y Sigue girando, los dos temas que la masa más bailó y cantó. Y para terminar y despedirse se despacharon con una extensa versión de Para siempre, esa composición calamersca que suena muy a él y no tanto a ellos, pero que Juanse aprovechó para hacer de las suyas como si todavía tuviera 20 años. Se sacó la remera y se quedó en cueros, corrió de punta a punta del escenario, se trepó a la columna de iluminación y pegó el salto, aunque esta vez no hubo huesos rotos. “Gracias por venir, vuelvan tranquilos y será de nuevo algún día… si llegamos”, dijo a modo de despedida. Un indicio más para creer que lo de Última Ceremonia Tour es apenas un slogan que no van a cumplir.
Cuatro
Un video de poco más de un minuto, con un repaso veloz de la tremenda historia de la banda musicalizado con Carmina Burana, fue el interludio hacia los bises, que por su extensión fueron como un mini show agregado. Porque no fueron una o dos canciones, sino que los Ratones interpretaron seis más.
Primero tocaron Ceremonia, porque eso es lo que estaba sucediendo y pedía la noche. Y luego entrelazaron Juana de Arco, Colocado voy, Ya morí, Sucio gas y, como mera última, Banda de Rock ‘N’ Roll porque su letra es casi la confirmación de que todavía tienen más camino por recorrer: “Ya no puedo dejar de tocar rock and roll / Todo el tiempo estoy en este lugar / Ya no puedo dejar mi banda de rock and roll”.
Desde que Eric Clapton grabó el histórico disco junto John
Mayall Bluesbreakers en 1966 pasaron una infinidad de cosas en la vida del
guitarrista británico hasta 1994. Integró Cream, luego Blind Faith y más tarde
Derek & The Dominos; padeció una severa adicción a la heroína, de la cual
se recuperó con mucho sacrificio; colaboró en infinidad de proyectos como el de
Delaney & Bonnie; tuvo un mega éxito con Cocaine; se asoció musicalmente con Phil Collins; padeció con el
alcohol; perdió trágicamente a su hijo Connor; y tuvo un tremendo suceso con su
disco Unplugged. En todo ese tiempo,
Clapton coqueteó con diversos sonidos y géneros musicales. Pasó por la
psicodelia, el rock sureño, el reggae y el pop, pero siempre con una pata, o al
menos la punta de los dedos, metida en el blues. Hasta que, finalmente, decidió
que era momento de sumergirse de lleno en la música con la que se formó. Así
nació From The Cradle.
El álbum, lanzado el 12 de septiembre de 1994, hace hoy 30
años, logró recrear el ambiente del blues eléctrico de posguerra. Clapton
recurrió a clásicos de Willie Dixon, Elmore James, Muddy Waters, Freddie King,
Leroy Carr, Jimmy Rogers y Lowell Fulson para darle forma a un disco que sería
bisagra en su carrera.
La guitarra slide que inicia Blues Before Sunrise ya marca el tono del álbum, un mensaje sin
filtros, bien directo: esto es blues, solamente blues. Su voz en la canción
incluso imita el gruñido de Elmore James y la banda suena contundente. Temas
como Five Long Years, Hocchie Coochie
Man, Blues Leave Me Alone, Sinner's Prayer, pero sobre todo las magníficas
versiones de It Hurts Me Too y Someday After a While se encuentran
entre las mejores y más poderosas interpretaciones de blues que él haya grabado.
Hay un atractivo pop en su relectura acústica de Motherless Child, tema que parece linkear a éste disco con su antecesor,
el Unplugged, mientras que el solo de
Groaning the Blues es probablemente
de los más intensos y apasionados de toda su carrera.
La interpretación del repertorio de From The Cradle fue
intuitiva, precisa y muy respestuosa del sonido tradicional. El disco,
producido por el propio Clapton en compañía de Russ Titleman, fue grabado en
vivo en el Olympic Studios Barnes en Londres, con solo dos overdubs: la
guitarra dobro en How Long Blues y la
batería en Motherless Child.
La banda que lo acompañó estuvo formada por una notable
selección de músicos. Chris Stainton, que venía de tocar en los setenta con Joe
Cocker y más acá con el tiempo con Bill Wyman's Rhythm Kings y Steve Winwood,
se encargó de los teclados. Andy Fairweather Low, que llevaba unos años junto a
Clapton y descolló en el Unplugged,
aportó las guitarras rítmicas. La base de bajo y batería recayó en manos de dos
sesionistas de fuste como Dave Bronze y Jim Keltner, mientras que la armónica
estuvo a cargo de Jerry Portnoy, que tuvo su doctorado en el género acompañando
a Muddy Waters en los setenta. A ellos se le sumó la poderosa sección de
vientos The Kicks Horns en algunos temas.
From The Cradle
significó el regreso al blues de su hijo prodigo. Ese reencuentro con la música
de sus maestros lo llevó a grabar después un álbum memorable junto a B.B. King (Riding with the King / 2000) y dos
discos enteramente dedicados al cancionero de Robert Johnson en 2004 (Me and Mr. Johnson y Songs for Robert J.) y también a
incorporar de manera definitiva no menos de cinco clásicos del género por show.
Desde aquél disco de 1966, que llevó a sus fans a considerarlo Dios, Clapton
recorrió un largo camino, por momentos sinuoso en su vida personal y
cuestionable en lo artístico, pero que siempre tuvo un pie metido en el blues.
El preludio, una grabación futurista con una voz grave y distorsionada que anuncia al artista y su procedencia, pone fin a la ansiedad de un público que ocupó hasta la última butaca disponible del Teatro Gran Rivadavia. Son las 21:30, ni un minuto más ni un minuto menos, y la banda despliega una base funky para darle la bienvenida a la estrella de la noche. La figura inmensa de Christone "Kingfish" Ingram se desplaza lentamente desde el costado del escenario hacia el centro. Lleva una remera gris, jeans rotos y zapatillas. De sus hombros cuelga una Gibson Les Paul negra, que ante su imponente humanidad parece diminuta. Los primeros acordes que lanza transforman la expectativa en realidad. El futuro del blues ya llegó. Está aquí entre nosotros.
Kingfish balbucea unas primeras palabras en inglés. Dice algo así como que es su primera vez en Argentina, y se mete de lleno en el primer tema de la noche, Midnight Heat, de su álbum Live in London. D-Vibes Alexander, el tecladista, introduce algunos sonidos que no están asociados con la pureza del blues, pero que se complementan muy bien con el tono de la guitarra del protagonista. “¿Les gusta el blues en Argentina?”, pregunta Kingfish para obtener una respuesta contundente en el que el “yeah” se mezcla con el “sí”, algo que deja en evidencia que la mayoría se acercó hasta el teatro de Flores para escuchar esos viejos blues de su Clarksdale natal, algo que él lleva en su esencia, pero que no es la parte central de su show. De todas formas, no es ajeno al deseo de la gente y se sumerge en un slow blues demoledor que lleva el título de Fresh Out.
Sigue con Another Life Goes By, con un ritmo reggae que el público no esperaba pero que intenta disfrutar. D-Vibes incorpora un sonido que parece entre ser el de un acordeón o una armónica cromática, que se combina con la voz profunda de Kingfish. El show es muy profesional: los arreglos, los empalmes entre canciones, el manejo de los tiempos y los volúmenes muestran que lo único que queda librado a la improvisación es cuando el guitarrista se sumerge en largos y sentidos solos. Una base de smooth jazz impone el contexto sonoro del siguiente tema, Empty Promises, que Kingfish lentamente transforma en una poderosa balada.
Not Gonna Lie, un funky enérgico, de su álbum 662, es la excusa para sacar a relucir su manejo de la pedalera y ametralla con un wah wah cada rincón de la sala. Ya pasaron 45 minutos desde que comenzó y Kingfish sale por el mismo lado que había entrado, mientras la banda sigue al galope y D-Vibes contraataca con sonidos que escandalizarían a los puristas. Instantes después comienza a escucharse de nuevo la guitarra, pero Kingfish no está en el escenario. Todos se paran para verlo entrar por el fondo de la sala. A paso lento, y entre decenas de celulares que buscan arrancarle el alma, avanza interpretando Mississippi Nights, otro slow blues asesino en el que su punteo se recuesta a la distancia sobre el colchón del hammond y una base rítmica muy sólida, que no se sale de libreto ni por un instante. Cuando logra llegar al escenario, la gente está en llamas, y él empieza a tocar con la lengua, ese acto tribunero de los guitarristas tan innecesario como eficaz.
Para el siguiente tema, Kingfish cambia la Les Paul por una Telecaster violeta y negra que le allana el camino a más y mejores riffs. Un funky enérgico se apropia de Hard Times, una canción que en su álbum debut de 2019 grabó en versión acústica y con un sonido digno del blues del Delta, algo que termina de confirmar que el rumbo musical elegido por el artista va más allá de la tradición. Ese tema termina con un duelo entre Kingfish y D-Vibes, que sale de su zona de confort con un teclado-guitarra Korg y otros sonidos poco convencionales.
La octava canción, Rock & Roll, está dedicada a su madre, Princess Latrell Pride Ingram, que murió en 2019. La letra narra el sacrificio que tuvo que hacer ella, ante la ausencia de su padre, para que su hijo pudiera venderle el alma al rock & roll. Cierra a puro shuffle con Outside of This Town, de su álbum debut, y con 662, tema que da nombre a su segundo disco, ambos grabados para el sello Alligator. Son las 22:51 cuando Kingfish y sus músicos dejan el escenario. El público se para y empieza a corear el “olé, olé, olé…”, esa certificación argenta de que el recital fue un éxito. Un par de minutos después D-Vibes regresa tomando una Amber Lager de Patagonia. En soledad interpreta una breve versión jazzeada de Eleanor Rigby de los Beatles hasta que los otros miembros de la banda y el propio Kingfish vuelven a copar el escenario para un bis con Long Distance Woman, otro tema más de su autoría.
El blues es un género folclórico que surgió a comienzos del siglo XX en el sur rural de los Estados Unidos. Para preservarse tuvo que expandirse y adecuarse. Entre Memphis y St. Louis incorporó instrumentos de viento y piano, en la Costa Oeste sumó orquestación y en Chicago, a fines de la década del cuarenta, el sonido se electrificó. Desde entonces, el blues estuvo en constante evolución. Es por eso que esa evolución también es parte de la tradición y Kingfish Ingram lo sabe muy bien. Tiene el futuro del blues en sus manos, porque se ubica a la vanguardia de la nueva generación desde que tiene 13 años y hoy con 25 lo asume con total. No va a cantar Sweet Home Chicago. Key to the Highway o Manish Boy, porque las versiones originales son insuperables y están ahí al alcance de todos, y él tiene sus propias historias que contar.
La historia del blues está plagada de grandes nombres que, a lo largo del siglo XX, dejaron su marca en la música popular. Desde aquellos próceres del blues rural como Charley Patton, Robert Johnson, Blind Lemon Jefferson y Son House hasta los grandes guitarristas eléctricos como B.B. King, Albert King, Buddy Guy, Otis Rush y T-Bone Walker, pasando por quienes encabezaron la transición del sonido rural y acústico al urbano y eléctrico como Big Bill Broonzy, Muddy Waters, Elmore James y Howlin' Wolf, contribuyeron para darle forma al género precursor del rock & roll.
Pero esos músicos no fueron los únicos. Hubo muchos otros más y entre ellos aparece uno al que siempre ubican en la trilogía de los reyes, con B.B. y Albert, el gran Freddie King. El voluminoso guitarrista texano es una leyenda de un tiempo pasado, aunque generacionalmente todavía podría estar entre nosotros. Era apenas dos años mayor que Buddy Guy, quien hoy sigue activo. Su imponente legado musical solo es contrastable con el vació que dejó tras su temprana muerte. Hoy cumpliría 90 años.
De Texas a Chicago
Freddie King había nacido como Freddie Christian en Gilmer, Texas, el 3 de septiembre de 1934. Era hijo de J. T. Christian y Ella Mae (o May) King. A los seis años empezó a tocar la guitarra con su madre y un tío, Leon King. De joven compró una guitarra acústica Roger's con el dinero que había ganado recogiendo algodón.
Se mudó a Chicago con su familia en 1949 y A los 16 años se incorporó a la banda de un club de blues que incluía entre sus miembros a un joven Howlin' Wolf. Por entonces sus influencias, los que molderaron su estilo eran Lightnin' Hopkins, T-Bone Walker, B. B. King y Elmore James.
En 1952, se casó con Jessie Burnett. Durante el día trabajaba en una fábrica de acero y daba espectáculos por la noche. Ese año, formó su propia banda, los Every Hour Blues Boys, que incluía a Eddie Taylor, Jimmy Rogers, Jimmy Lee Robinson y Sonny Scott. En 1953 grabó sus primeras canciones para el sello Parrot. Un par de años más tarde firmó con El-Bee Records donde también dejaría registro de lo que serían los cimientos de una notable carrera musical.
Durante la década del cincuenta, King fue rechazado por Chess Records, la gran discográfica de blues de Chicago, pero eso no lo frenó y siguió tocando en clubes. Por esa época también trabajó con la Sonny Cooper Band y los Blues Cats de Earlee Payton. En 1960, firmó con King/Federal, un sello que contaba con grandes artistas como el pianista Sonny Thompson, que colaboró con él en varias grabaciones de temas que pronto se convirtieron en clásicos: Hide Away, San-Ho-Zay, Have You ever Loved a Woman, The Stumble y Side Tracked.
King realizó una gira por los Estados Unidos y actuó en salas de conciertos, clubes nocturnos y festivales de jazz y blues. Cansada de la brutal agenda de giras y grabaciones de su marido, Jessie, su esposa, y sus seis hijos se mudaron a Dallas en 1962. King dejó Chicago y se mudó con ellos en 1963. Allí trabajó en perfeccionar su propio estilo vocal conmovedor. En 1966 hizo una serie de apariciones en un programa semanal de televisión de rhythm and blues de Dallas cuya banda de la casa estaba liderada por Clarence "Gatemouth" Brown.
Reconocimiento internacional y banda multirracial
Firmó con Cotillion en 1968 y grabó dos álbumes, Freddie King is a Blues Master y My Feeling for the Blues. Ese mismo año realizó una gira por Inglaterra. En 1969 fue uno de los artistas principales del Texas International Pop Festival. Como muchos artistas de blues de finales de los sesenta y principios de los setenta, King tenía estrechos vínculos con el rock and roll. Músicos como Eric Clapton y Jeff Beck grabaron sus canciones, y King realizó giras con Clapton.
Freddie King fue uno de los primeros músicos de blues en tener una banda de acompañamiento multirracial en sus presentaciones, rompiendo barreras y estableciendo nuevos estándares.
En 1971 grabó el primer álbum importante en vivo jamás realizado en Austin, en Armadillo World Headquarters, conocido a veces como "la casa que Freddie King construyó". Tocaba regularmente en el club y volvía periódicamente para recaudar fondos. Sus grabaciones con Shelter Records, producidas por Leon Russell, le valieron el reconocimiento en todo el estado como un "bluesman de Texas de primera categoría". Esos discos fueron: Getting Ready (1971), Texas Cannonball (1972) y Woman Across The River (1973). Tras esa experiencia grabaría dos álbumes más para RSO producidos por Mike Vernon, Burglar (1974) y Larger Than Life (1975).
King murió el 28 de diciembre de 1976 como consecuencia de úlceras sangrantes y pancreatitis. Tenía 42 años. En 1982 fue incluido en el Salón de la Fama del Blues de la Blues Foundation. La gobernadora de Texas, Ann Richards, declaró el 3 de septiembre de 1993 como el "Día de Freddie King", y en 2003 la revista Rolling Stone lo situó en el puesto vigésimo quinto de su lista de los 100 mejores guitarristas de la historia. Sus potentes licks aún pueden oírse en la forma de tocar de Eric Clapton, Joe Bonamassa, Billy Gibbons y Mick Taylor, y otros que ya no están como Peter Green y Stevie Ray Vaughan. En 2012 fue incluido en el Salón de la Fama del Rock and Roll un detalle que no hizo otra cosa que ratificar su música trascendió las fronteras del blues .
En la
última década, el blues tuvo más presencia en los avisos fúnebres que en las
carteleras de los grandes festivales. Músicos históricos como B.B. King, Otis
Rush, Jimmy Johnson, Lucky Peterson, Tail Dragger y Guitar Shorty, por solo
nombrar a unos pocos, murieron por su avanzada edad o por padecer largas
enfermedades. Todavía quedan unos pocos bluesmen
de más de 80 años vivos. Buddy Guy es el más famoso, y también están Bob
Stroger, Jimmy Burns y Billy Boy Arnold. La última gran renovación generacional
se dio en la década del noventa, tal vez por el impacto comercial de los cd’s,
pero desde entonces el blues ha entrado en una especie de letargo donde los
nuevos músicos son más de lo mismo o, lo que es peor, no logran representar con
su música la rica tradición del género. Pero siempre hay excepciones.
Christone
“Kingfish” Ingram tiene 25 años y lleva la mitad de su vida dedicada al blues.
Nacido en Clarksdale, Mississippi, entre plantaciones de algodón y una rica tradición
musical, de pequeño empezó a incorporar los sonidos de su región, en lugar de
escuchar R&B y hip hop como la mayoría de sus contemporáneos. Sus primeras
influencias comenzaron con la música góspel en la iglesia y también se inspiró
y aprendió en los programas de educación musical extraescolares del Delta Blues
Museum de Clarksdale. A los seis años comenzó a tocar la batería, luego el bajo
y a los 11 tomó la guitarra para no soltarla nunca más. A los 14 ya había
alcanzado el dominio de sus instrumentos; luego añadió la voz principal a su
impresionante presentación.
Sus
influencias son los grandes maestros del blues: Robert Johnson, Elmore James,
Muddy Waters, Lightnin' Hopkins, B.B. King, Albert King, Big Jack Johnson,
Albert Collins, Freddie King, Lefty Dizz y Buddy Guy, pero también leyendas del
rock como Jimi Hendrix y Prince. Su estilo visceral para tocar la guitarra, su
profunda voz y su voluptuoso físico comenzaron a hacerse notar unos diez años
atrás y lo que empezó como una atracción regional pronto se expandió a todo los
Estados Unidos y más allá. Ahora, por primera vez, se presentará en la
Argentina.
Un ascenso meteórico
Los músicos
de blues de Mississippi Bill "Howl-N-Madd" Perry y Daddy Rich, que
enseñaban en el Delta Blues Museum, vieron potencial en él, y Perry lo apodó
"Kingfish" (su traducción es “rey pez” y se usa en el slang para
señalar a alguien como un peso pesado o que se destaca en un ámbito determinado).
Comenzó con sus actuaciones en el Ground Zero Blues Club, propiedad del actor
Morgan Freeman y en 2014 actuó para Michelle Obama en la Casa Blanca junto a un
grupo de estudiantes del museo. Un año más tarde, Ingram recibió el premio
Rising Star de la Rhythm & Blues Foundation, y a Tony Coleman, que tocaba
en la banda de gira de B.B. King, le gustó tanto su música que más tarde
organizó una reunión del joven guitarrista con el Rey del blues en un festival
en Mississippi.
El guitarrista
Eric Gales lo invitó a tocar en su álbum de 2017, Middle of the Road, y ahí comenzó a ser elogiado por músicos como
Buddy Guy, Bootsy Collins y hasta Dave Grohl. Los productores de la serie de
televisión Luke Cage vieron videos de
Ingram en YouTube y lo eligieron para un papel secundario en el programa,
además de utilizar sus interpretaciones de The
Thrill Is Gone y I Put a Spell on You
en el soundtrack.
Cuando terminó
la escuela secundaria, Ingram intensificó su agenda de giras y comenzó a tocar
regularmente en clubes y festivales de blues a lo largo de los Estados Unidos y
Europa. En 2018 firmó contrato con el prestigioso sello Alligator Records y
viajó a Nashville para comenzar a trabajar en su álbum debut con el productor
Tom Hambridge, quien anteriormente había producido a Buddy Guy, Susan Tedeschi
y George Thorogood, entre otros grandes artistas. Con apariciones especiales del
mismísimo Buddy Guy y Keb' Mo', el álbum Kingfish
apareció en mayo de 2019 y fue nominado en la categoría Mejor Álbum de Blues
Tradicional en la 62° entrega de los premios Grammy y ganó como mejor Álbum del
Año en los Blues Music Awards.
Su segundo
álbum, 662, fue lanzado a mediados de
2021. Producido también por Tom Hambridge, contó con una colección de canciones
coescritas por ellos y ganó el Grammy que se le había negado al anterior. En
septiembre de 2023, editó su tercer disco, el primero en vivo, Live in London, producido esta vez por
Zach Allen.
En un
género que quedó atrapado en la dicotomía de mantener la tradición o expandirse
y aggionarse, Kingfish parece que
llegó para cerrar la grieta, aunque a muchos puristas les cueste todavía
aceptarlo. Nadie podrá decir que el muchacho no tiene el blues, porque nació
donde la leyenda cuenta que Robert Johnson hizo un pacto con el Diablo y donde
Muddy Waters juntaba algodón con sus propias manos antes de mudarse a Chicago y
escribir una nueva historia.
El próximo 7
de septiembre, Kingfish se presentará en el Teatro Gran Rivadavia y la
comunidad blusera local podrá volver a tener una gala de auténtico blues.
En febrero
de 2017, con Gabriel Grätzer emprendimos un viaje de poco más de una semana por
el sur profundo de los Estados Unidos, con el objetivo de presentar de nuestro
libro Bien al Sur-La historia del blues
en la Argentina, algo que hicimos en la sede de la Blues Foundation en Memphis
y en la Biblioteca de la Universidad de Mississippi. Entre una presentación y
otra, nos subimos a un auto y recorrimos los caminos del blues. Pasamos por los
míticos lugares donde, el siglo pasado, músicos como Charley Patton, Tommy
Johnson y Memphis Minnie, entre otros, escribieron la historia grande del
género. Ahora, Grätzer transformó esa experiencia en un proyecto musical
interactivo.
Grätzer, quien
lleva más de tres décadas activo y es reconocido como el embajador argentino
del blues en el mundo, acaba de lanzar un disco, con un novedoso formato, en el
que repasa algunos de los grandes temas del blues de pre-guerra siguiendo la
ruta de los pueblos y ciudades que visitamos en aquel viaje. Más allá de que
las canciones se puedan escuchar en plataformas como Spotify, lo interesante es
acceder a www.mississippiroad.com
para poder acompañar la música con mapas, videos, fotos y texto.
El
guitarrista y cantante comienza este viaje imaginario por la ciudad de Memphis,
en el estado de Tennessee, con una versión de Dough Roller Blues, un tema que Garfield Akers registró en las
míticas sesiones del Hotel Peabody en 1930. El recorrido sigue hacia el sur y
llega a la pequeña localidad de Walls, al norte de Mississippi, donde descansan
los restos de la legendaria Memphis Minnie y el músico argentino la homenajea
con Don’t Want No Woman en el que
aporta su voz la cantante An Díaz, también protagonista de parte de ese viaje
de 2017. Juntos recrean el dueto que Memphis Minnie hacía con su marido Kansas
Joe McCoy. En ambos temas acompaña Juan Codazzi en guitarra.
Luego sigue
por Titwiler, donde W.C. Handy se inspiró para escribir su clásico Yellow Dog Blues, un momento crucial en
la historia del blues. Avanzando por la ruta 49, aparece el pequeño pueblo de
Drew, donde un siglo atrás emergió la figura de Tommy Johnson, y para ello Grätzer
interpreta uno de sus temas más emblemáticos: Cool Drink of Water. La siguiente parada es en Dockery Farms, otra
posta clave en el desarrollo de esa música, porque allí surgió Charley Patton,
autor de Banty Rooster Blues, que el
músico argentino repasa con solvencia y mucho feeling. Por la 49 hacia el sur, pasando Yazoo City, aparece el
pequeño poblado de Bentonia, donde se formó uno de los músicos más carismáticos
y e influyentes de la historia del blues, Skip James. Grätzer lo recuerda con
una monumental interpretación de Hard
Time Killing Floor.
Una de las
últimas paradas es Jackson. Grätzer desempolva su mandolina para interpretar (Still) Ain't no Good, que Bo Carter y Charlie
McCoy grabaron bajo el nombre de Mississippi Blacksnakes, y se nutre del
acompañamiento de Codazzi en guitarra y Gabriel Cabiaglia en washboard. Finaliza este viaje
imaginario con la antigua balada Stack O’Lee,
en la alejada comunidad de Avalon donde vivió Mississippi John Hurt.
Pero hay
algo más: el bonus track es un video
del mano a mano musical que tuvo con Jimmy “Duck” Holmes, dueño del Blue Front Café
de Bentonia, uno de los pocos juke joints
que aún siguen en pie. Grätzer tomó una vieja guitarra desafinada y Holmes se
puso a improvisar con su voz cargada de blues.
Mississippi Road, así se llama el proyecto interactivo, es el
reflejo de la pasión de un artista por una música que a priori puede
resultarnos distante, en tiempo y en espacio, pero que en definitiva también describe
penurias y placeres que padecemos hoy y aquí. Como un antropólogo, Grätzer explora
los orígenes del blues y abre una puerta para poder volver a escuchar canciones
que nunca deberían caer en el olvido.
En la historia de la música contemporánea, hay nombres que brillan con luz propia, y uno de ellos fue el de John Mayall, el maestro indiscutible del blues británico. El músico ejerció una notable influencia en la escena internacional, pero también fue clave en el desarrollo del rock nacional a fines de la década del sesenta y comienzos de los setenta.
Mayall falleció este lunes en su casa de California, aunque la noticia se difundió un día después. "Los problemas de salud que obligaron a John a poner fin a su épica carrera en las giras finalmente han llevado a la paz a uno de los guerreros de la carretera más grandes del mundo. John Mayall nos brindó 90 años de incansables esfuerzos para educar, inspirar y entretener (...) Sigue tocando blues en alguna parte, John. Te amamos", fue parte del mensaje de despedida de su familia en su cuenta oficial de Facebook.
Nacido el 29 de noviembre de 1933 en Macclesfield, Inglaterra, Mayall comenzó su viaje musical en el amanecer de la década del sesenta, una época de efervescencia cultural y creativa que vio el nacimiento de una revolución en el blues. Al frente de los Bluesbreakers, adaptó el sonido del blues negro a un público blanco en plena era del Swinging London que se debatía entre mods y rockeros.
Mayall no solo tocó el blues; lo moldeó, lo desafió y lo llevó a nuevas alturas. Su habilidad para fusionar el blues con otros géneros, desde el jazz hasta el rock, le otorgó un estatus único en la escena musical. La alineación de los Bluesbreakers a lo largo de los años contó con nombres como Eric Clapton, Mick Taylor y Peter Green, todos grandes guitarristas que florecieron bajo la tutela de Mayall y luego dejaron una marca indeleble en la música por derecho propio.
Con más de 60 álbumes a lo largo de su carrera, Mayall exploró cada rincón del género, desde el blues eléctrico visceral hasta las raíces acústicas más puras. Cada álbum es un capítulo en la historia del blues, con Mayall como su narrador apasionado. Su capacidad para adaptarse y evolucionar a lo largo de los años ha sido una fuerza impulsora detrás de su longevidad artística.
Mayall expresó más de una vez su gratitud por la oportunidad de dedicar su vida a la música: "La pasión por el blues nunca se ha desvanecido. Cada día es una bendición poder seguir tocando y compartiendo esta música que amo con audiencias de todo el mundo".
Una vida dedicada al blues
Su padre Murray era guitarrista y coleccionista de discos jazz y blues y su influencia fue decisiva en su formación musical. El joven John desarrolló un amor temprano por los sonidos de los músicos de blues estadounidenses como Leadbelly y los pianistas de boogie woogie Albert Ammons, Meade "Lux" Lewis y Pinetop Smith. Fue escuchando sus discos que aprendió por sí mismo a tocar el piano, la guitarra y la armónica.
Tras servir para el ejército en la guerra de Corea, Mayall se compró su primera guitarra eléctrica y a partir de entonces nunca más dejó la música. Se matriculó en el Manchester College of Art y comenzó a trabajar con varias bandas. Después de graduarse, se convirtió en diseñador de arte, pero su amigo y mentor Alexis Korner lo convenció de dejar su trabajo, convertirse en músico a tiempo completo y mudarse a Londres.
Mayall comenzó a tocar en locales de blues y R&B, como el célebre The Marquee, y empezó a tener seguidores. La primera edición de los Bluesbreakers grabó su sencillo debut, Crawling Up a Hill / Mr. James en 1964. Ese año, la banda ganó un puesto de telonero para la gira inglesa del bluesman John Lee Hooker. Poco después, Mayall se alzó con un contrato discográfico con Decca y grabó su álbum debut.
John Mayall Plays John Mayall fue editado en 1965, poco antes de que Eric Clapton dejara los Yardbirds y firmara con los Bluesbreakers (John McVie era el bajista del grupo). Su primer sencillo I'm Your Witchdoctor / Telephone Blues fue lanzado en octubre de 1965.
El célebre álbum Bluesbreakers with Eric Clapton se publicó en julio de 1966. Sus 12 temas incluían versiones de All Your Love de Otis Rush y Hideaway de Freddie King, así como cinco originales de Mayall. El disco alcanzó el puesto seis en las listas británicas y estableció la reputación de Clapton como guitarrista a nivel internacional. Sin que Mayall lo supiera, Clapton ya estaba preparando su salida de la banda y dejó la banda en junio para formar Cream con Ginger Baker y el ex (y futuro) acompañante de Mayall, el bajista Jack Bruce.
El guitarrista Peter Green, que ya había reemplazado ocasionalmente a Clapton, aceptó sumarse a los Bluesbreakers. Esta encarnación de la banda resultó casi igual de breve pero prolífica. Su único álbum, A Hard Road, se publicó en febrero de 1967, pero Green también se fue poco después, y con el bajista John McVie y el ex acompañante de Mayall, Mick Fleetwood, formaron la encarnación original de Fleetwood Mac junto al guitarrista Jeremy Spencer.
Si bien el personal de Mayall casi siempre eclipsó sus considerables habilidades en la prensa, el multiinstrumentista era experto en sacar lo mejor de sus alumnos más jóvenes, especialmente cuando buscaban comprender y tocar el blues eléctrico de Chicago. Mientras formaba una nueva versión de los Bluesbreakers, Mayall experimentaba constantemente y ampliaba las formas del blues para encontrar un futuro que solo él podía escuchar. Publicó la innovadora grabación en solitario The Blues Alone en 1967, para la cual escribió todas las canciones y tocó todos los instrumentos excepto la percusión, que fue proporcionada por Keef Hartley.
Bare Wires, de 1968, fue el primer lanzamiento de Bluesbreakers que contó con el futuro guitarrista de los Rolling Stones, Mick Taylor. Ese año, Mayall disolvió los Bluesbreakers (existieron no menos de 15 encarnaciones diferentes entre 1963 y 1970) y grabó Blues from Laurel Canyon, su último álbum para Decca. Basado en una visita inicial al epicentro musical de moda de la región de Los Ángeles, el set en realidad se registró en Inglaterra. Pero Mayall ya tenía a Estados Unidos en mente. A finales de 1969 emigró al área de Los Ángeles y finalmente compró una casa en Laurel Canyon.
A lo largo de los años, Mayall nunca dejó de grabar y girar, a pesar de los innumerables cambios en su formación. Por allí pasaron, en la década del setenta, músicos como el bajista Larry Taylor y el guitarrista Harvey Mandel, que provenían de Canned Heat. Más adelante, en los ochenta, se sumaron los guitarristas estadounidenses Walter Trout y Coco Montoya. Justamente con ellos en el grupo, Mayall vino por primera vez a la Argentina para tocar en el estadio de Vélez en el mítico festival organizado por la Rock & Pop.
John Mayall y su relación con la Argentina
Los discos de Mayall de los sesenta, especialmente los que grabó con Clapton y Peter Green, fueron esenciales en el desarrollo del rock nacional. Músicos como Claudio Gabis y sus compañeros de Manal, Javier Martínez y el Negro Medina, se vieron muy influenciados por su sonido. Pero no fueron los únicos. Pappo, David Lebón, el Blusero León Vanella, Héctor Starc, por solo nombrar a algunos, encontraron en Mayall una puerta de acceso al blues tradicional de Muddy Waters, J.B. Lenoir, Freddie King y Otis Rush. Pero también nutrió a otros músicos argentinos que se dedicaron de lleno al blues como Botafogo, Daniel Raffo, Jorge Senno y Alberto García.
Tras su primera visita en 1985, Mayall volvió al país en 1994 y tocó en el Gran Rex, esta vez con Buddy Whittington en guitarra. La Mississippi y La Napolitana fueron las bandas teloneras. En mayo de 2008, regresó por terecera vez: se presentó otra vez en el Gran Rex y con Whittington una vez más como gran animador. El viejo blusero deleitó con un repertorio muy variado. La Nación publicó una crónica del recital: “No hay botox, lifting, cirugías ni cremas de la doctora Aslan que provoquen el mismo efecto. El blues rejuvenece. Solo así se explica que ese señor canoso, de 74 años, con pinta de abuelo hippie, se moviera como un adolescente en el escenario del Gran Rex y lograra hacer sentir como niños felices a más de dos mil personas”.
Mayall se mantuvo activo hasta la pandemia, pero los riesgos de los lugares concurridos y su avanzada edad lo obligaron a un retiro de los escenarios, pero no de los estudios. En 2021 editó su álbum número 60, The Sun Is Shining Down, el último. Ahora, el guerrero de mil batallas, que ya era una leyenda, dio el paso a la inmortalidad.