lunes, 8 de agosto de 2022

El difuso origen de Juntos a la par

Pappo y Yulie Ruth

Juntos a la par es una canción que por siempre quedará asociada a la última etapa de Pappo, pero no muchos saben quién la escribió. En los créditos del disco Buscando un amor (2003), el tema figura a nombre del Carpo y Yulie Ruth, aunque el segundo afirma que fue su creador. Según contó Ruth en una entrevista, Pappo fue al estudio a escuchar algunas de sus canciones y eligió esa para grabar en su siguiente disco. Por entonces, Ruth llevaba varios años como bajista de su banda y había mucha confianza y empatía musical entre ambos.

En la historia del rock abundan las denuncias de plagio. A George Harrison lo acusaron por My Sweet Lord, por su similitud con una canción de The Chiftons; a Led Zeppelin por Stairways to Heaven, por tener fragmentos muy parecidos a los del tema Taurus de la banda Spirit; a Rod Stewart por Do Ya Think I’m Sexy?, por su increíble semejanza con Taj Mahal, del brasileño Jorge Ben Jor. Y hay más: The Hollies vs. Radiohead; Joe Satriani vs. Coldplay; Chuck Berry vs. The Beatles; Manu Dibango vs. Michael Jackson; Stevie Wonder vs. Oasis.

Nuestros músicos también quedaron bajo la lupa en algún momento. Encuentro con el Diablo, de Serú Girán, es sospechosamente parecida a Sweet Home Alabama de Lynyrd Skynyrd. Rey Sol de Fito Páez tiene algunas similitudes con Isn’t she Lovely de Stevie Wonder; y las coincidencias melódicas y armónicas de Sábado a la noche, de Juana la Loca, con Time of the Season, de los Zombies, son más que evidentes.

En una nota publicada en Infobae en junio del año pasado, su autor, Bobby Flores cita a Yulie Ruth sobre el origen de Juntos a la par: “Esa canción la hice en 1987, estaba extrañando muchísimo mi viejo barrio Bernal. Estaba viviendo en la Capital y no me encontraba nunca cómodo, mucho menos para componer música country que es mi verdadera pasión. La convenzo a mi madre hablándole de cuanto necesitaba recorrer mis viejas calles, caminar por esas veredas tan mías. Volvemos y lo primero que hago es sentarme y componer Juntos a la par, que me salió como una especie de gran pregunta y mucho anhelo. Deseos inmensos de saber que sería de mi vida ahora, de saber dónde estaría la mujer que me amara y con la que seríamos felices. Y pensando en esas cosas, sentado en mi vieja casa, en 5 minutos salió la canción entera”.

Una primera versión del tema se remonta a mediados de los noventa: Los Autos Locos, banda que integraba Ruth, la tocaba en vivo, pero no llegó a grabarla. 

Ahora bien... Juntos a la par tiene enormes semejanzas melódicas y armónicas con Whatever Gets You Through The Night, una canción escrita por el letrista texano Bob McDill y que no tiene nada que ver con la que escribió John Lennon que se llama igual. McDill no era un improvisado: sus canciones fueron grabadas por los Grateful Dead, Ray Charles, Joe Cocker, B. J. Thomas y Alan Jackson, entre otros.

La primera versión de Whatever... la registró el legendario Waylon Jennings, uno de los ídolos musicales de Yulie Ruth. Apareció en el álbum Never Could Toe the Mark, de 1984, es decir, tres años antes del momento en que Ruth se atribuye haberla escrito. En 1985, además, se conoció la versión de Mel McDaniels, un músico country sin tanto renombre como Jennings, incluso más parecida a Juntos a la par, ya que es un poco más lenta que la primera.

Es cierto que la letra de Juntos a la par es personal y no hay que quitarle méritos ahí a Ruth (y mucho menos a Pappo por su notable interpretaciónj), pero la música es tan parecida que cuesta creer que no haya escuchado antes con Whatever Gets You Through The Night por Jennings o McDaniels. ¿Podemos hablar de plagio? Es difícil probarlo, tal vez sí podemos hablar de falta de honestidad intelectual a la hora de registrar la canción.



martes, 17 de mayo de 2022

John Mayall y aquel show caliente en Vélez


La pandemia puso en pausa al mundo y la música no fue una excepción. Se cancelaron grandes conciertos y festivales, cerraron bares y teatros, y los músicos tuvieron que rebuscárselas para mantenerse activos. Fueron largos meses de shows virtuales, videos en Youtube y apariciones en redes sociales. De a poco, con el avance de las vacunas, volvieron a aparecer en vivo y en directo, y ahora ya todo parece indicar que la actividad volvió a su cauce natural. Pero para algunos artistas, especialmente los muy mayores, el regreso al ruedo fue con moderación. En el caso de John Mayall, de 88 años, fue en cuentagotas: en 2021 anunció su retiro parcial de los escenarios y dejó abierta la puerta solo a recitales cerca de su casa en California y algún que otro evento especial. 

El padrino del blues inglés, como se lo suele llamar, es uno de los músicos vivos más influyentes del siglo XX. Lleva más de 50 años activo y hace poco editó un nuevo disco, "The Sun is Shining Down", el número 60 de su carrera. Su obra es imprescindible porque adaptó un género que era propio de los negros del sur de los Estados Unidos al sonido británico de los sesenta y, de esa manera, hizo su aporte al rock and roll que estaba por estallar en la isla. Muchos de los grandes músicos ingleses que animarían la escena de los años venideros tuvieron un paso por su banda, los Bluesbreakers: Eric Clapton, Mick Taylor, Peter Green, Jack Bruce y Mick Fleetwood fueron algunos de ellos. 

Mayall, además, fue uno de los músicos que más influyó a los pioneros del rock nacional: Claudio Gabis, Pappo, Pajarito Zaguri, Javier Martínez y David Lebon, entre otros, gastaron sus discos en los años sesenta. 

Mayall estuvo tres veces en la Argentina. En 1994 y 2008 se presentó en el Teatro Gran Rex y sus shows fueron excelentes. En ambas ocasiones estuvo acompañado por Buddy Withington en guitarra y Joe Yuele en batería, y solo varió el bajista: primero Rick Cortes y luego Hank Van Sickle. Pero su show más emblemático fue el primero, por la época en el que se realizó y por el contexto. Fue en 1985 en el marco de un gran festival, que el tiempo lo volvió histórico. En el libro Bien al Sur-La Historia del blues en la Argentina, que escribimos codo a codo con Gabriel Grätzer, logramos reconstruir su show en el estadio de Vélez: 

    (…) con la democracia en pleno proceso de consolidación, nació la profesionalización del rock argentino. Un hito importante de 1985 fue que comenzó a transmitir en Buenos Aires la FM Rock & Pop, una radio clave en la difusión de esa música, y más adelante, a comienzos de los noventa, también del blues. Como para apuntalar el lanzamiento de la emisora, el empresario Daniel Grinbank organizó un mega festival en el estadio de Vélez, que se realizó entre el 11 y el 13 de noviembre. Tocaron músicos y bandas nacionales como Fito Páez, GIT, Juan Carlos Baglietto, Virus, Soda Stereo, Sumo, Charly García y Los Abuelos de la Nada. Entre los artistas internacionales figuraban el grupo australiano INXS, los españoles La Unión y la cantante punk alemana Nina Hagen. 

Pero el ambiente estaba caldeado, un poco por el recuerdo de la guerra de Malvinas que aun estaba fresco. Los incidentes no tardaron en aparecer. El cantante de INXS, Michael Hutchence, fue blanco del público que comenzó a arrojarle barro, aunque la peor parte se la llevó Miguel Abuelo, quien en medio del show recibió un botellazo y siguió cantando con su cara ensangrentada.

Lo trascendente de aquel acontecimiento para el blues local fue que, entre esa ensalada de artistas pop y new wave, estaba la inmensa figura blusera de John Mayall. Yalo López, quien por entonces estaba formando Durazno de Gala, asistió al show y recuerda que “el dúo de guitarras de Walter Trout y Coco Montoya fue impresionante. El sonido era bastante bueno, por ser al aire libre. La humildad de Mayall quedó demostrada cuando lo vimos a él mismo acomodando su equipo de guitarra en el escenario, ¡él era su propio asistente! Cuando la banda empezó a sonar entendimos la grandeza del maestro, pura humildad y feeling, es decir verdadero blues. Fue un show impecable, como todo lo que hace Mayall. Te puede gustar o no, pero el nivel de creatividad es indiscutible. Los fanáticos que fuimos ese día vivimos una emoción imborrable, no podíamos creer ver a Mayall, estaba en la Argentina. Con sus discos habíamos aprendido a tocar blues. Esa misma noche tocó INXS, La Torre, Zas… ¡pobre el maestro Mayall! mezclado con todos los modernosos de peinados raros de los ochenta. Los que fuimos a verlo a él éramos la minoría. Podría decir que éramos todos amigos o conocidos, sin exagerar”.

Además de Trout y Montoya, lo acompañaron Joe Yuele en bajo y Bobby Haynes en batería. Como viajó sin asistentes, Trout se encargó de conectar los equipos. Mayall tocó All Your Love, el clásico de Otis Rush que Clapton inmortalizó en 1966 en el disco que grabaron juntos, y también Parchman Farm, Somebody Acting Like a Child, The Bear y una versión de casi media hora de Steppin’ Out. Cerró con Room to Move. 

Por aquel entonces, Andrés Calamaro formaba parte de Los Abuelos de la Nada y vivió el show desde arriba del escenario. Casi treinta años después se cruzó de nuevo con Coco Montoya en España y rememora ambos acontecimientos: “En julio de 2014, coincidí con Coco Montoya en el Festival de Blues de Cazorla. Tocó estupendamente, siempre zurdo pero con las guitarras encordadas para diestro, con un trío de batería, bajo y órgano hammond. Con mucho oficio y buen gusto. Lógicamente, le saludé en la prueba de sonido y le recordé nuestro anterior encuentro compartiendo festival, 29 años antes y en el estadio de Liniers. Fueron tres noches, una de las cuales terminó con lluvia, barro y agresiones. Algunas actuaciones fueron muy buenas, pero también hubo unos niveles nada necesarios de hostilidad. John Mayall, Nina Hagen y los INXS fueron el lujo que parte del público desperdició, pero el festival fue importante más allá del mal rato que algunos soportamos. It’s only rock’n’roll”. 

Ese show de Mayall contribuyó para el despertar de la pasión dormida por el blues de años anteriores, y para muchos de los músicos que lo vieron significó un momento muy especial. Algo estaba a punto de empezar a cambiar.

martes, 12 de abril de 2022

El mensajero

                   Mire mire que locura, mire mire que emoción, esta noche toca Bernard el año que viene tocan los Stones

Para cuando Juan Ignacio Muñoz, el dueño de 40x5 Tributo Bar y reconocido fan Stone, terminó de pronunciar unas palabras introductorias que apenas se pudieron escuchar, densas nubes de humo cubrían el ambiente y la excitación del público estaba en su punto de ebullición. Se corrió el telón y la silueta de Bernard Fowler apareció en el centro de la escena. De espaldas al público comenzó a moverse al ritmo de la banda y anunció: “Fiesta toda la noche”.

La sala del teatro Vorterix estaba colmada por una tribu que no solo fue a rendirle pleitesía a tremendo vocalista, sino que también fue a hacerle un pedido, casi una súplica, un llamado desesperado para que le transmita a los Rolling Stones que aquí, en el vértice inferior izquierdo del mapa mundial, hay un deseo ferviente de verlos en vivo una vez más. Fowler vino a hacer la suya, un documental, un disco de tango cantado en inglés, pero no puede desentenderse del vínculo que tiene con el público argentino gracias a la banda británica. Hacerlo sería tan absurdo como sacarse un pesado abrigo de piel en medio de una tormenta de nieve.

Por eso no fue indiferente al clásico cántico de ooohh vamos los Stones y regaló una buena cantidad de versiones de temas de la banda como la enérgica You Got Me Rocking, Tumbling Dice, Miss You y Jumping Jack Flash, estas últimas dos con Jimmy Rip como invitado. También bluseó con Honest I Do, de Jimmy Reed, que los Stones versionaron en sus inicios. Hubo funk. También reggae, con una notable versión de The Letter, un clásico de los sesenta de The Box Top, que,  sobre la marcha, como en su disco The Bura, mutó a Get Up Stand Up. Rindió homenaje a David Bowie con The Jean Genie, con Carca como invitado en guitarra, Rebel, Rebel y una superlativa versión de Heroes.

Durante las casi dos horas que duró el show, Fowler mostró un tremendo registro vocal y mucha personalidad arriba del escenario. Y también se notó que estuvo muy a gusto con la banda, conformada por músicos a los que conoce muy bien: Pilo Gómez en guitarra, Fabián Von Quintiero en bajo, Gonzalo “Gaita” Lattes en segunda guitarra, Nico Raffetta en teclados, Carlos "Melena" Sánchez en batería, más los coros de nuestras chicas del blues Florencia Andrada y Emma Laura Pardo.   

El cierre de la noche tuvo más fervor Stone, con Sympathy For The Devil, con un grupo de percusión sobre el escenario, y Satisfaction que hicieron delirar y bailar a las 1.500 personas que coparon Vorterix.

Fowler se volverá a encontrar con los Stones el mes que viene para preparar la gira europea que comenzará el 1º de junio en Madrid y podrá llevarles el mensaje para que vengan el año que viene, que acá los esperan con ganas. La gente está, el emisario también. Ahora faltan los capitalistas. Vamos muchachos… que 2023 vuelva a ser un año Stone en la Argentina.  

jueves, 7 de abril de 2022

Hasta los huesos


Cuando tenía nueve años, CeDell Davis comenzó a sentirse muy enfermo. El diagnóstico fue contundente: poliomielitis. Corría 1937 y por aquél entonces sobrevivir a esa enfermedad era una hazaña… o un milagro. El pequeño CeDell cumplió diez años con gran parte de su cuerpo paralizado, pero esquivó a la muerte. La enfermedad lo cambió para siempre: atrofió severamente su mano izquierda y dejó algunas secuelas en la derecha.

Eran tiempos duros en los Estados Unidos. El país todavía sentía los estragos de la Gran Depresión y los negros del sur vivían sometidos por la segregación racial. CeDell era de una familia pobre de Helena, Arkansas, y una salida era la música. Su mano izquierda no le permitía tocar la guitarra como es debido y por eso desarrolló un estilo rústico y muy personal. Dio vuelta la guitarra, como si fuese zurdo, y se valió de un cuchillo, de esos que se usan para untar manteca, a modo de slide. Así logró un sonido único: presionando las cuerdas con el mango de metal consiguió una plasticidad tonal que por momentos parece estar desafinando, aunque en realidad lo que hace es obtener un tono alternativo. Empezó con esa técnica en la guitarra acústica y después la llevó a la eléctrica.

CeDell Davis había empezado a tocar la guitarra y el diddley-bow (instrumento rudimentario de una cuerda) desde muy chico, durante su estancia en Tunica, Mississippi. Más allá de su forma de tocar, que fue perfeccionando con el tiempo, cantaba con una pasión desmedida. Las venas del cuello se le hinchaban tanto que parecían estar a punto de estallar. Sus ojos sanguinolentos dejaban al descubierto todo su sufrimiento, que emanaba de manera cruda desde sus entrañas, o tal vez más adentro, desde la médula misma.



Durante la década del cuarenta hizo presentaciones regulares en juke joints de su ciudad natal y alrededores, donde las figuras destacadas eran leyendas como Sonny Boy Williamson y Roosevelt Sykes. A comienzos de los cincuenta trabó amistad con Robert Nighthawk, a quien acompañó durante buena parte de esa década por clubs del Delta del Mississippi, especialmente en Clarksdale. En 1957, cuando apenas tenía 30 años, se mudó a St. Louis y volvió a sufrir un nuevo embate. Estaba tocando en una taberna junto a Nighthawk y Sam Carr cuando se desató una violenta pelea entre el público. La policía irrumpió en el lugar y se produjo una estampida. CeDell Davis cayó al piso y fue pisoteado por la masa. Sobrevivió una vez más, pero sufrió múltiples fracturas en sus piernas y quedó postrado en una silla de ruedas de por vida.

Desde entonces, las letras de sus canciones relatan historias y el drama que le tocó vivir. Son el universo absoluto del blues.




En 1961, volvió a Arkansas y se instaló en Pine Bluff. Pese a sus limitaciones físicas, siguió tocando todo lo que pudo. Recién a finales de los setenta, algunas de sus canciones fueron incluidas en un álbum recopilación titulado "Keep it to yourself: Arkansas blues", que fue editado por Rooster Blues Records en 1983. Davis se hizo amigo por aquél entonces del escritor Robert Palmer, autor del libro Deep Blues. En 1993, Palmer fue el productor del tremendo disco de Cedell, "Feel Like Doin’ Something Wrong", el primero de tres álbumes que grabó para el sello Fat Possum.

A partir de su trabajo con el sello radicado en Oxford, Mississippi, CeDell Davis se volvió en un ícono del sur profundo. Participó de varios festivales, especialmente el de Helena, y siguió grabando. Uno de sus discos, "Lightning Struck The Pine", editado por el sello Fast Horse, contó con la participación de músicos de bandas de rock como REM y Screaming Trees. En 2001, Buddy Guy grabó un tema suyo, "She Got The Devil in Her", para su álbum "Sweet Tea".

Cedell tocó la guitarra hasta 2012, cuando sufrió un derrame que le inmovilizó el lado derecho del cuerpo. Pese a ello, siguió con las presentaciones en vivo, ya sin tocar la guitarra, sólo para cantar sus blues, y grabó dos discos para el sello Sunyata Productions. 

Pese a todos los problemas de salud con los que tuvo que lidiar a lo largo de su vida, la muerte lo alcanzó con 91 años el 27 de septiembre de 2017.

Su legado no está tan difundido como el de otros bluesmen, pero si lo que se busca es la esencia misma de la música negra, en su versión más primaria cruda y descarnada, CeDell Davis es la respuesta.




miércoles, 16 de marzo de 2022

Un largo y extraño camino al blues

¿Cuál es mi primer recuerdo musical? La respuesta no aparece de inmediato. Me vienen a la mente algunas canciones infantiles de María Elena Walsh, pero busco algo más relacionado con el rock o la música que me marcaría en la adultez. Revuelvo en la maraña de datos y sucesos que se acumulan en mi cabeza. Intento depurar la información, las canciones se superponen, como si esos primeros años se hubiesen comprimido en apenas unos instantes. Al cabo de un rato, la memoria se despeja y, como en un rompecabezas, las piezas comienzan a encajar. No vengo de una familia de músicos y en mi casa la música no era algo central. Será por eso que el primer recuerdo asociado con los ritmos y melodías del resto de mi vida no tiene que ver con un show, la radio, un disco o una canción, sino con un álbum de figuritas.

Creo que fue en 1979 o 1980 cuando salió una colección de figuritas de Stani con las bandas de rock y pop del momento como Kiss, Queen y Village People, entre personajes de tevé, como el Negro Olmedo y Porcel, y futbolistas como el Matador Kempes, Villa o el polaco Lato. Por entonces yo tenía seis años y las canciones que más recuerdo son I was made for loving you, We are the champions y Can't stop the music. Era lo que escuchábamos con mis compañeros de la escuela y para nosotros, chicos de clase media de un colegio bilingüe, los personajes de Village People -el motoquero, el obrero, el cowboy, el indio- no eran íconos del mundo gay, sino superhéroes urbanos con banda de sonido incorporada. Se ve que nuestros padres no entendieron el mensaje de los temas de Village People, que bastante obvio resulta hoy en día, así que difícilmente iban a comprender que Freddy Mercury, con bastante más sofisticación y talento, iba por el mismo lado. Probablemente estaban más preocupados por los cuatro peludos satánicos con sus caras maquilladas que vestían trajes espaciales y atronaban con un sonido más pesado y que nosotros imitábamos sacando la lengua lo más afuera que podíamos. El único long play que tuve en mi vida fue Dinasty de Kiss, que me lo habrán regalado cuando cumplí siete u ocho años. El tocadiscos se jodió poco después y mi familia lo reemplazó con una casetera National Panasonic. Entre las primeras cintas que compraron me acuerdo un grandes éxitos de los Beatles que se llamaba Gold, un compilado de los Bee Gees, otro de los Carpenters y uno de José Luis Perales que yo detestaba profundamente.

No sé si fue casualidad o no, pero algunas canciones de Sui Generis, o Mi unicornio azul y Ojalá, de Silvio Rodríguez, aparecen en mi cancionero con la vuelta de la democracia, en 1983. Yo cursaba quinto grado y, mientras cantábamos "Siga, siga el baile, al compás el tamboril, vamos a ser gobierno de la mano de Alfonsín", fui descubriendo nuevas melodías. Para mi cumpleaños de 11, a comienzos del 84, me regalaron Business as usual de Men at Work y Pipas de la paz de Paul McCartney. Michael Jackson, que cantaba de invitado en el disco de McCartney, ya era todo un suceso y su video de Thriller, en los albores de MTV, era uno de mis preferidos cuando ocasionalmente lo pasaban por uno de los tres canales de VCC, la primera señal de televisión por cable.

En el 85 empezamos con las fiestas, o asaltos como se les llamaba por entonces. Las canciones de Duran Duran, Wham y Madonna eran las que más se bailaban. Los temas preferidos de la monada en los lentos eran I just call to say I love you, de Stevie Wonder, y uno de Lionel Richie. Por esa época fue el boom del rock solidario, primero con USA for Africa y después con la respuesta británica de Band Aid con el tema Do they know It's Christmas?, que reunía a Simon LeBon, Sting, Bono y Boy George, entre otros. Dos temazos.

Y llegó el verano del 87 y en San Bernardo, en una pequeña disquería sobre la calle Chiozza, me compré Regatta de Blanc de The Police. Y esa es la primera banda de la que me declaré fanático, aunque ya se había separado. En los meses siguientes me compré sus otros cuatro casetes en la disquería Suite de Cabildo. También me gustaban mucho canciones como Money is for nothing, Live is life, Start me up y Beds are burning. A los 15, vi The Wall y Another brick in the wall, PT 2 se convirtió en mi tema de cabecera. Por cierto, ese disco es como El Guardián en el Centeno de varias generaciones de adolescentes. Desconfíen siempre de quienes no escucharon a Pink Floyd a esa edad.

Mi primer héroe del rock fue Bruce Sprinsgteen. Lo descubrí con su breve aparición en USA for Africa. Me impactó la potencia de su voz y su look urbano, con la camisa de jean y el pañuelo en la cabeza. Born in the USA se convirtió en un biblia para mí, quedé eclipsado con sus canciones y le rezaba al Jefe todas las noches. Ese disco me abrió la puerta a sus trabajos anteriores: Greetings from Asbury Park, The River, Born to run y el bucólico Nebraska, principalmente. Salvo Born in the USA, que lo compré acá, los demás casetes me los trajeron desde Estados Unidos. También en torno a él estuvo mi primera frustración musical cuando mis padres no me dejaron ir a verlo a River en 1988.

Pero mientras yo escuchaba al Jefe, muchos de mis compañeros y amigos se inclinaban por The Smiths, The Cure, Echo and The Bunnymen. En plena búsqueda de mi identidad musical, con las hormonas estallando, me vi arrastrado a la oscuridad y el desmadre del punk y el post punk. Así llegué a Joy Division -solía usar una remera con una imagen de su disco Closer-, a los Sex Pistols y a los Ramones. Recuerdo que vi la película The Great Rock and Roll Swindle en VHS y la escena en la que Sid Vicious cantaba My Way y luego acribillaba a tiros a parte del público me volvió loco. Con un poco de jabón empecé a pararme el pelo, un gesto de rebeldía que tenía sus complicaciones los días de lluvia, y en mi walkman Unicef blanco escuchaba Anarchy in the UK, God save the Queen, She's a sensation y Somebody put somthing in my drink.

Mi era dorada del rock and roll llegó cuando empecé quinto año. Nuestro profesor de Historia Ernesto Castrillón siempre nos hablaba del viejo rock de los sesenta, nombraba bandas y músicos que no habíamos escuchado nunca -como Peter Green y The Kinks- y nos empujó a escuchar a Creedence, Clapton, los Stones y Hendrix. Yo era su mejor alumno. Fue por esa época que estrenaron la película de los Doors, con Val Kilmer, y eso me llevó, al día siguiente de verla en el cine Mignon, de Juramento y Cabildo, a comprarme un The Best of de la banda de Jim Morrison, que pasó a ser uno de los más escuchados en mi flamante minicomponente de doble casetera Phillips.

Con 16 años, empecé a ir a bailar con más regularidad. Por lo general iba con amigos a las matinés de Engelberg, Always o Rainbow, pero a veces, si nos dejaban entrar los patovicas, nos mezclábamos con los más grandes en Palladium, New York City, Bulldog o Prix D'ami. En esos boliches escuchábamos a New Order (¡qué temazo que era Bizarre love triangle!), Depeche Mode, Technotronic y todo eso que hoy aparece en los ataques ochentosos. Eran épocas de casetes grabados, de fondos blanco de cerveza y los primeros cigarrillos (Marboloro, L&M o Kent) y, cuando pintaba rock and roll, nos íbamos a Margarita, a danzar con rolingas.

En el verano del 91, apenas unos meses después del viaje de egresados, tuve mis primeras vacaciones con amigos. Éramos como diez y nos alquilamos una casa en Pinamar. Entre flippers, asados, escabios y chicas que no nos daban bola, explotaron los Stones, AC/DC y Bob Marley en el equipito de audio que llevamos y que no tenía descanso. Para nosotros fue el verano del pasito de Jagger, de You shook me all night long, del disco Appetite for Destruction de los Guns, de I shot the sheriff y, cuando no íbamos a bolichear a Ku o Always, de los fogones en la playa cantando Desconfío, Me gusta ese tajo y Rasguña las piedras.

Ya casi estaba a las puertas del blues aunque todavía no lo sabía. Muy pronto vendrían los primeros casetes grabados con temas de Johnny Winter, el impacto fulminante de Hoochie Coochie man de Muddy Waters y el show de B.B. King en el Luna Park, pero eso ya es parte de la historia.

martes, 1 de febrero de 2022

Un ícono del blues de Chicago que pasó a la inmortalidad


Jimmy Johnson fue uno de esos guitarristas que, como B.B. King, Otis Rush o Albert King, desarrollaron un estilo tan personal que solo necesitaba tocar un par de notas para que reconozcan su sonido. Durante años fue una figura central del blues de Chicago y fue creciendo en consideración con el paso de los años. Es difícil sostener que con su muerte se va uno de los últimos bluesmen auténticos, porque todavía quedan varios por ahí haciendo de las suyas, pero sí se puede afirmar que su partida deja un hueco que será imposible llenar. Jimmy Johnson falleció este lunes a los 93 años luego de que su salud se deteriora vertiginosamente en las últimas semanas.

La historia de Jimmy Johnson está llena de vaivenes, pero es interesante comenzar esta crónica con el Jimmy Johnson de pandemia. En 2020, cuando se impuso el confinamiento, el guitarrista pasó a tener una actividad muy fuerte en redes sociales, especialmente en Facebook, realizando streaming en vivo desde su casa, pero además participando en los posteos de otras personas con comentarios o poniendo “me gusta” a fotos o videos. Se notaba su calidez y buena onda. Antes de eso tocaba regularmente en los clubes de Chicago, especialmente en el Buddy Guy Legends.

El status de leyenda del blues de Chicago lo obtuvo luego de mucho batallar. Como varios de sus contemporáneos no tuvo una carrera discográfica continua, más allá de que grabó para varios sellos importantes como Alligator, Delmark, Verve y Ruf Records. Su primer álbum solista lo editó cuando ya había cumplido los 50 años.

Oriundo de Holly Springs, Mississippi, se mudó a Chicago con su familia en la década del cincuenta. Dos de sus hermanos también se dedicaron a la música: Syl Johnson tuvo una carrera destacada como músico de soul y blues, y su hermano Mac Thompson (este era el verdadero apellido de Jimmy) fue bajista del legendario Magic Sam. En 1959, Jimmy Johnson comenzó a tocar con el armoniquista Slim Willis y a partir de ahí su destino quedaría sellado. En los sesenta empezó a moldear su estilo tanto en el West Side como en el South Side de Chicago respaldando a músicos como Otis Clay y Denis LaSalle, aunque más volcado al soul y el R&B. Fue en los setenta cuando realmente logró su identidad musical y abrazó el blues, como miembro de la banda de Jimmy Dawkins y como guitarrista rítmico de Otis Rush en la célebre gira por Japón.   

Sus primeras grabaciones al frente de una banda fueron en Chicago, para el matrimonio francés de Jacques y Marcelle Morgantini, del sello MCM, a mediados de los setenta. Pero el reconocimiento le llegaría con los cuatro temas que aportó al disco Living Chicago Blues Vol. 1, donde compartió cartel con Eddie Shaw, Carye Bell y Left Hand Frank. A partir de entonces su carrera despegaría, primero con el lanzamiento de su disco Johnson's Whacks (Delmark / 1979) y luego con la reedición por parte de Alligator Records de Bar Room Preacher, que había sido grabado para otro sello francés, en 1983. Este último álbum, sin dudas, resultó ser una de las obras definitivas del sonido contemporáneo de Chicago.

En 1988, la tragedia lo golpeó y lo alejó de los escenarios y los estudios de grabación durante varios años: protagonizó un accidente de tránsito cuando perdió el control de la camioneta que conducía en una ruta de Indiana y volcó. Dos de sus músicos murieron y él sufrió heridas. Su regreso a los escenarios se produjo en 1994 cuando registró para el sello Verve el tremendo álbum I’m a Jockey. Años después grabó un disco junto a su hermano Syl y en 2019 regresó a Delmark para grabar el que sería su último álbum, Every Day of Your Life.

La muerte de Johnson ocurrió el mismo día que la de Sam Lay, un baterista legendario que tocó con Muddy Waters y también en uno de los primeros grupos interraciales de blues que fue la Paul Butterfield Blues Band. Músicos así, con estas trayectorias y vivencias no volveremos a ver o escuchar.  Nos quedan sus grabaciones y la sensación de que dieron un paso a la inmortalidad. 



miércoles, 19 de enero de 2022

El coleccionista

Foto gentileza Paula Alberti

Uno de los mayores coleccionistas de discos de country blues del mundo es argentino. Ha colaborado a lo largo de los años con importantísimos sellos discográficos europeos, como por ejemplo el prestigioso Document, a los que le aportó material único que atesoró durante décadas. Todo aquél que sabe algo de blues conoce su nombre. Max Hoeffner es fuente de consulta permanente, tanto para experimentados musicólogos como para los aficionados que lo contactan a través de Facebook. Y él siempre responde.

Hoeffner, nacido en 1947, también es un reconocido artista plástico, que dedicó buena parte de su vida a realizar pinturas y collages, en su mayoría sobre músicos de blues y su ambiente, que puede ser una cabaña del Mississippi, un viejo auto de la década del treinta, un juke joint o una ruta polvorienta.

Mujeres y guitarras.
Su aporte al blues en el mundo y la Argentina es invalorable y todos aquellos que conocieron su casa, en el norte del Conurbano, quedaron completamente extasiados por su imponente colección de alrededor de 4.000 LP's, 5.000 CD's y algunas joyas en 75 r.p.m y 45 r.p.m. Detrás de esos muebles cargados de discos hay una historia que se remonta hasta antes de su nacimiento, porque fue su padre, Guillermo Hoeffner, el que empezó a coleccionar discos a mediados de los cuarenta. En aquellos años en los que el blues era reconocido en el país apenas como una subforma del jazz, Hoeffner padre escuchaba a los más genuinos artistas de country blues y compartía su pasión con un selecto grupo integrado por Norberto Bettinelli, Alberto Consiglio y Alberto Verdegay.

En el libro Bien al sur-La historia del blues en la Argentina, que escribimos con Gabriel Grätzer, contamos la historia de los Hoeffner:

 “(…) no comencé como coleccionista sino como un aficionado. Igualmente, estaba definido hacia el blues desde mucho antes. A mí Blind Blake, por ejemplo, me gustaba desde los seis años. Me acuerdo, que un día regresábamos de las vacaciones y papá me había anticipado que cuando llegara iba a tener una pila de discos que le habían llevado Bettinelli y Verdegay. Cuando llegué, me encontré con varios long plays arriba de la mesa. Ahí escuché por primera vez a tipos como Sam Collins y Blind Joe Reynolds. Eso para mí y para papá fue una revelación. Escuchar y descubrir a esos músicos del veinte, fue maravilloso. Pero a veces, por ahí venía Bettinelli y nos decía que tenía unos discos para vendernos de Jazz Gillum o Tommy McClennan, cantantes de blues que eran más de fines de los treinta y cuarenta. Los escuchábamos y decíamos ‘No, esto no’. O sea, rechazábamos discos que después sería impensado no aceptar. ¡Una locura! Pero en ese momento no nos interesaban. Nosotros queríamos a tipos como Charley Patton, los más antiguos”, recuerda Max.

“Bettinelli, Verdegay y papá –cuenta Hoeffner– eran la crema del country blues. Acá, quizás, el único que podía haber llegado a tener long plays de country blues en cantidad y calidad, te digo 20 o 30, no más, era Néstor Ortiz Oderigo. Otro en la Argentina no había. Así que papá era prácticamente el único que escuchaba esta música. Después, por suerte, tuvo la plata necesaria como para seguir comprando y agrandar la colección. Junto con Bettinelli y Consiglio tuvieron la inquietud de buscar y rastrear el material”.

Las muchas tiendas que, sobre todo en el centro, ya vendían álbumes de jazz lo hacían más por una moda que por un hecho relacionado al conocimiento o al coleccionismo. De modo que los mismos vendedores tampoco sabían muy bien qué ofrecían. Para aquellos que buscaban un disco específico, no quedaba otra que escribir a las casas especializadas en Londres (como la Hot Record Exchange) o, tal como hacía el grupo de amigos de Hoeffner, a Avery Records, en Estados Unidos, cuyos discos de 78 r.p.m. llegaban a Guillermo a través de un marinero amigo.

“Ahora, hay catálogos, está todo más ordenado –sostiene Max Hoeffner–, pero en los primeros tiempos a uno le llegaba un disco con temas de Leroy Carr, por ejemplo, y no se sabía si existía algo más de él. Todo eso hasta que en los sesenta apareció el libro Blues and Gospel Records, de John Goodrich y Robert Dixon, que recopilaba en forma ordenada las grabaciones de country blues desde 1890 hasta 1943. Ahora está el 90% de la discografía de country blues de preguerra en CD. Es una gran diferencia. Pero lo que hicieron aque­llos hombres, junto con papá, fue único”.

En 1980, Max Hoeffner, su padre y Norberto Bettinelli abrieron la disquería Harlem Record Shop sobre la calle Paraguay, entre Suipacha y Esmeralda, en pleno Centro porteño.

“Ahí se vendía básicamente jazz, que era lo que más pedía la gente, y el blues se llevaba en un porcentaje ínfimo y el country blues, casi nada. Con papá decidíamos qué comprar y qué no, incluso hacíamos encuestas para ver qué era lo bueno y qué era lo malo. Salvo algunos investigadores y puristas como Jaime Tarazow o Tito Petrera, los que podían llegar a comprar algo de blues eran algunos fanáticos de jazz que por extensión a lo que ellos colec­cionaban tenían que comprar determinados pianistas o cantantes, pero nunca un guitarrista, salvo Papa Charlie Jackson porque tocó con orquestas y acom­pañó a Ma Rainey. Pero lo compraban como una novedad, no porque estuvie­ran interesados en el verdadero country blues. Nadie iba a comprar un LP de Lonnie Johnson o de alguno de los artistas de country blues más antiguos”, explica Hoeffner. Y recuerda su relación, en aquella época, con Document Records, que fue todo un hito: “Mi vinculación con el sello se dio durante ese período, en la etapa de la disquería. Junto con mi padre descubrimos que un LP de Al Miller, que Johnny Parth, dueño del sello, había editado, sonaba mucho peor que una cinta que teníamos nosotros. Le mandamos una carta primero, y luego por teléfono, contándole de esta y otras cintas y así fue como él nos llamó y terminamos aportando más de 50 cintas que hoy forman parte de la colección y donde figuramos como aportantes”.

En los noventa, Max Hoeffner siguió vinculado al blues al frente de programas de radio y también escribiendo notas en la revista Blues Special, que tuvo apenas cinco números, pero fue muy importante en el desarrollo del género en nuestro país por el contenido que aportó en épocas que nada estaba a un click de distancia. Desde la aparición de las redes sociales, el coleccionista trasladó sus conocimientos a los distintos foros especializados que hay en Facebook. Allí participa activamente compartiendo todo su conocimiento.

viernes, 31 de diciembre de 2021

Separar al artista de su obra


El escritor, investigador y ensayista Martín Kohan dijo en una entrevista en La Nación que es indispensable separar al artista de su obra. "Lo que una determinada persona pueda parecernos no determina en ningún sentido lo que pueda llegar a parecernos una obra que esa persona ha hecho. Una obra nunca se reduce a la intencionalidad que su autor pudo tener, por suerte, porque, si así fuera, el lugar de los receptores sería más bien pasivo. Por ende, la posición que se tome respecto de un autor y la posición que se tome respecto de una obra no tienen por qué ser correlativas”. De no ser así, puede interpretarse, un lector progresista o de izquierdas se perdería de leer, por ejemplo, La tía Julia y el escribidor o Travesuras de la niña mala, dos libros esenciales de la literatura latinoamericana contemporánea, por el solo hecho de coincidir con el pensamiento ultra liberal y de derecha de Mario Vargas Llosa. 

Algo parecido sucede ahora con Eric Clapton. Sus últimos actos públicos fueron muy cuestionados. Por un lado, demandó a una mujer alemana que puso a la venta por 11 dólares un cd suyo pirata en eBay. Además, se difundió una foto que se tomaron junto al guitarrista Jimmie Vaughan con el gobernador de Texas, Greg Abbott, conocido por sus políticas anti-aborto y en contra del matrimonio homosexual. Pero lo que realmente lo puso en el centro de la escena es su militancia antivacunas. Como bien escribió Daniel Garrán para Los 40 Classic, “se ha convertido en un personaje polémico, incómodo y, para muchos, hasta peligroso en estos tiempos que corren, instalados en la cultura de la cancelación”. 

Ahora bien, ¿cómo afecta esto a su música? Su último disco, The Lady in The Balcony-Lockdown Sessions, como se desprende de su nombre, fue grabado en plena pandemia. Según refieren las notas del álbum del periodista británico Paul Sexton, a comienzos de año, debido al avance del Covid-19, le cancelaron los shows que tenía previstos para dar en mayo en el Royal Albert Hall de Londres. Entonces, decidió juntar a su banda en Cowdray House, en West Sussex, para grabar un disco en vivo, aunque sin público. Así fue como, junto al tecladista Chris Stainton, el bajista Nathan East y el baterista Steve Gadd, registró poco más de una docena de canciones que, en buena medida, resumen su carrera y sus influencias. Es cierto que no hay grandes novedades en el disco -más allá del homenaje que le rinde a Peter Green versionando Black Magic Woman y Man of The World-, y que incluso muchos piensen que es una especie de Unplugged II, pero el feeling del álbum es asombroso y el sonido tiene una fidelidad exquisita.
 
El clima relajado y distendido que lograron los músicos no se condice con la postura negacionista y reaccionaria que mostró Clapton en el último tiempo. Basta con escucharlo cantar en el comienzo Nobody Knows You When You're Down and Out para darse cuenta de por dónde irá la cosa, mientras que sus recreaciones de temas como Key to The Highway, Bad Boy, Got My Mojo Working, Going Down Slow, Rock Me Baby y Long Distance Call nos recuerda que el blues es parte de su esencia, cómo lo definió en From The Cradele, su álbum del 94: “Desde la cuna hasta la tumba”. 

Hay renovadas versiones de After Midnight, tema de J.J. Cale que él convirtió en un éxito en 1970, Layla, Bell Bottom Blues, Golden Ring, Tears in Heaven y River of Tears, con los que de alguna manera repasa algunos de sus momentos más memorables de sus más de cinco décadas de carrera como músico profesional. Es probable que esto sea un revisionismo de su parte, no exento de nostalgia y reflexión por tratarse de un hombre mayor que sabe que el valor del tiempo ahora ya no es como antes. 

Más allá del título The Lady in The Balcony, que refiere a su esposa Melia, la única persona no afectada a la grabación que presenció toda la sesión, en el disco prescinde de su mensaje antivacunas y en contra del uso del tapabocas y los confinamientos, lo cual llama no deja de llamar la atención. Es como que de alguna manera logró desdoblarse del personaje que creó en pandemia para poder dar rienda suelta a su arte en un contexto diferente y sabiendo que, posiblemente, no tenga muchas más oportunidades de hacerlo en el futuro. Es como que él mismo hizo ese click de separar su obra su pensamiento y eso hay que agradecérselo. Porque este es su verdadero legado, y por lo que siempre lo recordaremos, son sus canciones.



martes, 30 de noviembre de 2021

Néstor Ortiz Oderigo, el hombre de negro


Néstor Ortiz Oderigo (1912-1996) fue uno de los personajes fundamentales en la difusión de la música negra en la Argentina. Sus artículos en revistas especializadas y en diarios, sus libros y sus programas de radio fueron la base de todo lo que se escribió y publicó con el tiempo sobre jazz, blues, spirituals e incluso música africana, de América latina y sobre los orígenes del tango.

Según escribió Alicia Dujovne Ortiz en La Nación en 2005, “Néstor Ortiz Oderigo, hermano de mi madre, había comenzado a entusiasmarse con la música de los negros norteamericanos a los 14 años. Desde entonces, acumulaba esos discos inhallables a los que, antes de guardarlos, limpiaba tiernamente con la manga. El amor por el jazz lo había conducido a interesarse en la cultura negra de toda América latina, en particular del Río de la Plata”.

Durante la investigación que hicimos con Gabriel Grätzer para el libro Bien al sur-La historia del blues en la Argentina, el nombre de Oderigo apareció desde un comienzo y su bibliografía resultó esencial para entender el desarrollo del género en nuestro país.

A continuación, el capítulo dedicado a Ortiz Oderigo en el libro:

Oderigo tenía una fuerte vinculación con la música negra desde los años veinte cuando colaboraba, ocasionalmente, con el diario La Prensa y era corresponsal de algunos diarios estadounidenses destinados al público afroamericano. En 1939 escribió su primer libro, pero debido a la Segunda Guerra Mundial, la editorial Claridad lo editó recién en 1944. En Panorama de la música afroamericana dedicó un capítulo a cada una de las principales ramas del folclore de los Estados Unidos: work songs, negro spirituals y blues. Oderigo analizó y desarrolló aspectos poéticos y teóricos de esta música. Citó, por ejemplo, a importantes artistas de blues de la época, lo cual confirma que poseía una nutrida discografía de discos de 78 r.p.m. Entre los bluesmen que mencionó, había referentes del country blues como Lonnie Johnson, Mississippi John Hurt, Joshua White, Ma Rainey, Blind Lemon Jefferson, Blind Willie McTell, Sonny Terry, Jim Jackson, Kokomo Arnold, Big Bill Broonzy y Memphis Minnie, entre otros. Algunos de esos artistas habían sido editados en Estados Unidos por el sello Gennett, que en Argentina tenía como licenciatario del catálogo al banjoísta Nicolás Verona. No es de extrañar que algunos discos de blues llegaran a Oderigo por esa vía o bien que pudiera adquirir algunos 78 r.p.m. en las tiendas de Buenos Aires donde, esporádicamente y entremezcladas con los discos de jazz, llegaban algunas ediciones de artistas de blues. “Por mis conocimientos musicales, las quintas disminuidas y las terceras mayores y menores del ragtime y los blues, lejos de asustarme, refocilaban mis circunvoluciones, que absorbían esos mágicos y fascinados efluvios sonoros”, dijo Oderigo en un intercambio epistolar con Sergio Pujol en la década del ochenta (Jazz al sur- Historia de la música negra en la Argentina). 

Además, Oderigo tenía algunos de los discos de pasta editados por la Biblioteca del Congreso de Washington, cuyas extraordinarias grabaciones de hollers y work songs, especialmente una titulada That Lonesome Road, difundió en sus audiciones de Radio Nacional y Radio Rivadavia. El autor también tenía los registros que John y Alan Lomax habían efectuado al músico Leadbelly en la prisión de Angola, Louisiana, en 1933. Si a esto le sumamos los discos de música africana, centroamericana y sudamericana –material muy difícil de conseguir en aquellos días– se puede afirmar que Oderigo fue uno de los más importantes coleccionistas de Latinoamérica de aquella época.

A partir de 1945, Oderigo fue convocado a escribir una sección titulada “Notas sobre blues” en la revista Jazz Magazine. Allí compartía sus conoci­mientos históricos y estilísticos con un público distinto al que podía comprar sus libros y que, por primera vez, se enteraba de la existencia de una forma de blues no vinculada al jazz. Fotos de Leadbelly, Bessie Smith, Lonnie Johnson ilustraban sus artículos.

En 1952, Ricordi le editó un nuevo libro, La historia del jazz, que incluía extensos capítulos sobre el canto negro afronorteamericano y las raíces del género. Otro ejemplo sobre el blues se puede encontrar en el Diccionario de jazz, también editado por Ricordi, en 1959. El lugar que ocupa la música folklórica estadounidense es notorio: el blues figura en tres páginas; cantos de trabajo, en dos; y negro spirituals, en otras dos y media. Finalmente, en 1964, Compañía General Fabril editó Rostros de bronce. Este libro, como así también Panorama de la música afroamericana, aparecen mencionados en la bibliografía de la Gran enciclopedia del blues, de Gerard Herzhalft. Allí se toman algunos conceptos de Oderigo en cuanto a la necesidad de distin­guir entre blues comerciales “manufacturados por compositores norteños” y aquellos “blues legítimos del pueblo”, o bien entre “blues castizos y aquellos manufacturados por compositores”. Esos textos de Oderigo, material de estu­dio y consulta ineludibles en conservatorios y secundarios, fueron los prime­ros pasos para la difusión de esta música en la Argentina.

En otro pasaje del libro dos músicos esenciales en el desarrollo del blues en la Argentina recuerdan su influencia. Uno es Osvaldo Ferrer, clarinetista, guitarrista y cantante de la Antigua Jazz Band quien reconoció que en la década del sesenta escuchaba Antología de la música negra por Radio Nacional, al igual que el guitarrista Claudio Gabis, miembro de Manal y pionero del rock nacional. “Yo me encerraba en mi cuarto y hacía que estudiaba, pero en realidad me quedaba escuchando la radio. Yo todavía no tocaba la guitarra pero estaba completamente fascinado con ese sonido. Por lo general, Oderigo pasaba jazz, cada tanto ponía blues pero más bien como un antecedente, una referencia, y no como un género en sí mismo”, contó. 

                                                                            *** 

Su legado quedó en manos de su sobrina. Alcia Dujovne Ortiz escribió en La Nación que “a la muerte de la viuda, me entero de que mi tío, sin duda recordando a la nena que subía a visitarlo y le escuchaba las ‘latas sobre negros’, me había legado su departamento, aún repleto de libros y de cuadros con morenos danzarines. Es un departamento típico de un intelectual de los años cuarenta, atestado de libros viejos y de bibliotecas de madera oscura, con puertas de vidrios sostenidos por maderitas cruzadas. Sacadas de sus estantes, las prolijas carpetas que contienen la veintena de libros terminados, listos para la publicación con índice numerado incluido (entre ellos, un voluminoso diccionario de palabras rioplatenses de origen africano), y las recopilaciones de artículos, publicados o no, llenan cuatro grandes cajas sobre las que me inclino entre dolida, admirativa y perpleja. No es necesario extenderse sobre esos sentimientos: la ingratitud de un país que deja morir a sus intelectuales en semejante soledad nos exime de comentarios”. 

Pero fue la doctora en Filosofía Dina Picotti quien se hizo cargo del legado y logró darle un nuevo impulso a su obra, especialmente lo que había estado investigando en los últimos años de su vida, relacionado con los africanismos. “Pudimos publicar en la Universidad de Tres de Febrero el diccionario que había reunido Néstor Ortiz Oderigo, que fue uno de los primeros africanistas argentinos, poco reconocido en el país. Lo pudimos hacer gracias a que su sobrina, Alicia Dujovne Ortiz, nos cedió la obra que había heredado. Esto fue al poco tiempo de que creamos la carrera de especialización en estudios afro americanos dentro de la Maestría de Diversidad Cultural de la universidad”, contó en una entrevista con Página 12 en 2013.

martes, 2 de noviembre de 2021

Flores para sí mismo

El denominador común de Viaje de Blues es la autorreferencialidad, algo que era esperable viniendo de Adrián Flores, pero también, y esto hay que decirlo, es un libro necesario para los amantes del blues, porque es la síntesis de la relación de un hombre que, a un costo alto, dejó todo de lado por la música que lo apasiona. En la vida de Adrián Flores, por lo que se desprende de estas páginas, no hay grises, es todo blanco o negro… y ya sabemos qué color elige él.

Viaje de Blues no tiene un hilo narrativo y carece de edición. Eso queda en evidencia con los múltiples saltos temporales y geográficos; y por temas a los que le falta desarrollo y quedan colgados. Pero de todas maneras resulta un libro ameno. Y ese es un gran mérito de Javier “Ciego” Goffman, que realizó una tarea titánica en captar la voz de Flores y plasmarla en papel. Al pasar las páginas, el lector no piensa en que lo escribió otro, sino que hasta puede percibir el vozarrón de Flores en cada una de las historias. Es Flores en todo su esplendor: dogmático, irascible e intolerante, pero también coherente consigo mismo, agradecido con sus amigos y muy comprometido con su causa.

Es cierto que todas las historias están repletas de subjetividades y es probable que otros protagonistas de esos hechos tengan recuerdos distintos, sin embargo, lo llamativo son los detalles que rescata, como por ejemplo que un músico tenía la camisa manchada o lo que decía otro cuando se quejaba de lo mal que se maneja en Sudamérica. Esos pequeños detalles engrandecen al libro.   

Años de Vendimia (1985)
En las primeras páginas, el relato se centra en los comienzos de Flores con la música: cómo un disco de Creedence Clearwater Revival le cambió la vida y luego uno de Elmore James lo zambulló en el mundo del blues. Reconoce la influencia de Max Hoeffner en ese proceso de descubrimiento y también destaca a la primera formación de Memphis la Blusera. También recuerda, desde su óptica, la formación de sus primeros grupos, Gris, Años de Vendimia, La Mississippi y Blind Lemon, en un período que abarcó desde fines de los setenta hasta comienzos de los noventa (algo que abordamos con Gabriel Grätzer en Bien al Sur-La historia del blues en la Argentina); bandas que, más allá del éxito posterior de La Mississippi, navegaron una época en la que el blues era muy de nicho.

Su vocabulario clásico, con palabras como “monigote”, “chingui chingui”, “turistas”, “salchicha”, "toca huevos" “pizzero”, “viudas de bogan” y “barbudos”, que utiliza en exceso en redes para descalificar, aquí aparece en cuenta gotas lo cual es otro mérito de Goffman, que no necesitó recurrir a esas ellas para darle forma a la voz del protagonista.

Adrián Flores y James Cotton (1994)
Flores expresa cierto altruismo con muchos de los bluesmen estadounidenses que trajo a Sudamérica y deja entrever que fueron más las veces que perdió dinero produciendo shows que las que ganó (“Empatar es ganar”, es una de sus máximas). No oculta cierto rencor con músicos como Buddy Guy u Otis Rush, que rechazaron sus propuestas, y también, aunque en menor medida, con John Primer, debido a ciertas desavenencias que tuvo a lo largo del camino. Muestra un desprecio manifiesto por la gente con la que, según él, tuvo disputas comerciales, aunque en la mayoría de los casos prefiere no mencionarlos por sus nombres y recurre a apodos como “Señor Pesto”, “Bordonaro” o “Rata Cagoso”, tal vez para evitar demandas legales. Al que también le pega sin pudor en varios pasajes del libro es a Pappo, pero en este caso no esconde su identidad.

Otra cosa que se desprende de la lectura es que a lo largo de los años hubo mucha improvisación de su parte en la organización de shows, especialmente por falta de previsión en aspectos contractuales y logísticos. Lo más llamativo es que revela que en algún momento le ofrecieron producir un show de John Fogerty en la Argentina y lo rechazó porque solo se quería dedicar a traer músicos negros de blues, algo que cumplió a rajatabla salvo por una producción que se atribuye de Bruce Ewan.

El libro viene acompañado por fotos, que lamentablemente no se aprecian porque la calidad de impresión no es la mejor, aunque son las mismas que publica desde siempre en su perfil de Facebook. 

Pero las anécdotas con los bluesmen, tanto en Buenos Aires como en Chicago o en Brasil, son muy interesantes. Logró retratar sus estilos de vida, especialmente en la ruta, pero la falta de hilo narrativo, que nos lleva de acá para allá, con saltos hacia adelante y vueltas atrás, por momentos desorienta. El problema más evidente de la falta de edición vuelve a aparecer sobre el final cuando por segunda vez relata la anécdota en la que “David Espectro”, como llama a Dave Specter, se olvidó de invitar a tocar a Lurrie Bell en un evento en Chicago.

Viaje de Blues es un libro que Flores pensó para reivindicarse a sí mismo, pero que Goffman logró volverlo más placentero con su pluma. Más allá de los conciertos que organizó, los discos que produjo y los programas de radio que condujo, lo más interesante está en sus historias con los músicos, eso que probablemente ningún otro argentino, vivió tanto como él.

miércoles, 20 de octubre de 2021

La pasión según los melómanos


Las disquerías son el paraíso y el infierno del melómano. Cualquier coleccionista de discos, ya sea de vinilos o de cds, atesora decenas de anécdotas, buenas y malas, de esos lugares. Algunos recuerdan momentos en enormes tiendas de cadenas internacionales y otros en pequeños sucuchos donde escasea el oxígeno, en la Argentina, Estados Unidos, Colombia o Europa. Algunos experimentan reacciones que van desde el sudor de manos, el latido de un ojo o hasta unas ganas incontrolables de ir al baño. Las bateas son el territorio ideal para los dedos entrenados del coleccionista, y el disquero, casi siempre, es un personaje esencial que no pasa desapercibido, ya sea por su buena onda o por su arrogancia. Y están los discos, en muchos casos tesoros escondidos. Encontrarlos es todo un desafío y pagarlos barato es casi una quimera. 

De eso se trata “Me cago en las disquerías”, el último libro de Gourmet Musical Ediciones, que compiló Sebastián Rubín, ex líder de la banda indie Grand Prix, y que cuenta con poco menos de una veintena de textos de diferentes autores, entre los que hay músicos y periodistas. Como en todos los libros que pasan bajo el ojo editor de Leandro Donozo, la música es la protagonista exclusiva. 

La primera historia es la del compilador. Rubín cuenta las peripecias que sufrió cuando era joven en las disquerías europeas: cuando ingresaba a una gran tienda se ponía nervioso y no podía controlar sus esfínteres. Y de ahí el nombre del libro… bien literal. En ese texto surge una definición que aplica a todos los coleccionistas: “Una de las cosas más estresantes de comprar discos es la certeza de que nunca podremos llevarnos todo lo que queremos. Los discos no son un vicio oneroso. Comprar discos no es caro. Pero comprar todos los discos que uno quiere es carísimo”. 

La disquería Minton's, Galería Apolo
El recuerdo de Alex Cooper de sus días en Londres a finales de los  ochenta y sus visitas a los puestos de usados de Camdem, su relación silenciosa y cómplice con London Girl es uno de los capítulos que antecede a las misteriosas canciones que aparecieron grabadas en un cassette pirata que Pablo Krantz compró en una disquería, y que se volvieron sus temas favoritos, aunque pasó 12 años sin saber qué grupo eran. “La hija del disquero” es uno de los textos más atrapantes donde María Zentner resume su historia familiar, la del fin de la dictadura y la consiguiente vuelta de la democracia. Su padre fue el dueño de la disquería Hamelin y de ahí ella heredó la pasión por la música, aunque con cierto desapego por los discos. 

Un quejoso e insufrible Germán Bordagaray nos relata cómo se robó discos o le cambiaba los precios para pagar menos en sus excursiones a disquerías de Turín, en Italia, práctica que, al parecer, ejerció en varias ciudades del mundo. Luego Giselle Hidalgo expone sus recuerdos cruzados entre una famosa disquería londinense y la nostalgia de una adolescencia en el barrio de Belgrano; aquél primer cd de Paul McCartney y esa joya inalcanzable de The Buzzcocks en vinilo, mientras se sentía como Liv Tyler en el video de Crazy de Aerosmith. 

Fernando Blanco rememora su experiencia trabajando en el local de una importante cadena de disquerías (¿Tower Records?). Cuál era el lugar que más le gustaba ocupar y el que menos, el perfil de sus compañeros, los almuerzos de media hora y los descansos de 15 minutos. De la caja a la sección de discos de música clásica, del sótano a la atención al público en el salón principal, a veces en horarios extraños para el comercio, y con francos lunes y martes, los peores que puede haber, pasando por la celosa requisa de los vigiladores que evitaban la sustracción (¿involuntaria?) de algún cd. Una crónica breve e intensa de fin de milenio. 

Amoeba Records, en Los Ángeles
El libro por momentos sobrevuela el relato fantástico como el de Daniel Flores y esa pequeña disquería de un pueblo patagónico que atesoraba la mejor colección de vinilos de punk y new wave del mundo. Un relato candente, apasionado y misterioso, con un final inesperado. Y entonces Roque Casciero entra a la mejor “disquería del mundo” en Los Ángeles y con las manos desbordadas de cd’s, que no sabe si podrá pagar, tiene un flash back de su adolescencia en el local de Audiocanje, en Junín, donde despertó su pasión por la música. Es así como llega a la conclusión que lo que no pudo conseguir en ese momento tampoco lo conseguirá ahora. “Entrar a una disquería es una trampa. La más deliciosa, aventurera y estimulante de las trampas. Y voy a persistir en caer en ella una y otra vez…”, sostiene.

El periodista Diego Miranda arranca su texto admitiendo su adicción por los vinilos y cuenta el particular método que ha desarrollado para conseguirlos debido a que las disquerías no son lo suyo. José Navarro nos deleita con una historia mínima de su pasado como vendedor en una pequeña disquería céntrica y ese cassette de The Cure que grabó para un desconocido que lo marcó para el resto de su vida. Pablo Manzotti nos traza una guía para recorrer disquerías en Nueva York mientras da respuesta a por qué sigue coleccionando vinilos. 

Sobre el final, Humprey Inzillo nos pide que nos abrochemos los cinturones para recrear sus viajes a Barranquilla, Bogotá, Río de Janeiro, Nueva York, Oslo y Madrid en los que florecen todo tipo de disquerías, de las imponentes y las pequeñas, rarezas discográficas, libros incunables, festivales, entrevistas, conferencias y coincidencias que llamarían la atención del mismísimo Paul Auster. Fernando Cárdenas, por su parte, omite las disquerías, pero no los discos: su hallazgo, el big bang de su vida con los vinilos fue en un armario de la casa de sus abuelos en Caballito. Y Alejandro Tolosona concluye con una carta de amor en clave musical. Amor por una mujer, pero también por los discos, los viajes, los recitales, las canciones y todo lo que gira alrededor de la vida de un melómano.

jueves, 30 de septiembre de 2021

Daniel Raffo, una vida dedicada al blues


En la Argentina hubo y hay muchísimos músicos excelentes, pero son pocos los que se mantuvieron consecuentes a una idea durante décadas y Daniel Raffo es uno de ellos. Comenzó a tocar en la década del ochenta y con el tiempo se convirtió en un referente absoluto de la guitarra del blues local. Lo que logró fue por una combinación de talento, perseverancia y amor por el blues. Raffo no es un purista. Vive y siente la música con libertad, porque entre sus influencias Peter Green y Eric Clapton pesan tanto como B.B. o Freddie King. Raffo puede montar un show homenaje a los Rolling Stones con tanta pasión como pulverizar las cuerdas de su guitarra en un solo inspirado en T-Bone Walker. Raffo enseña arriba y abajo del escenario. Muchos de los violeros más jóvenes estudiaron con él y los que no, seguramente lo vieron varias veces en vivo y algo de él han tomado. Porque es imposible ignorarlo. Si estas en este mundillo pequeño, complejo y apasionante del blues, sabés que Raffo es un número uno.

Daniel Raffo nació en 1964 y es otro hijo prodigio de Floresta, aunque una década más joven que los Memphis, que escribieron su historia en un clásico del barrio que ya no está, la pizzería La Universal. En el libro Bienal Sur-La historia del blues en la Argentina (Ediciones Gourmet Musical), con Gabriel Grätzer reconstruimos los primeros años en la música de este gran guitarrista en un capítulo denominado Daniel, el terrible:

“En mi casa se escuchaba mucha música. Recuerdo que mi mamá tenía una colección de vinilos de CBS que tenía jazz, mambo, swing, tango… y yo los escuchaba todo el tiempo. Cuando entré en la adolescencia empecé con los Beatles y luego me volqué al rock sinfónico de Yes y Emerson, Lake & Palmer. A los 18 años escuché el blues y fue gracias a Memphis”, cuenta.

“La primera vez que los vi fue en el Centro Esloveno de Floresta y quedé realmente impactado. Entre 1981 y 1988, creo, fui a unos cincuenta shows de ellos. Iba a todos los que podía. La energía que tenía esa banda en vivo era algo increíble. Llenaban todos los lugares en los que tocaban, la gente bailaba. Era siempre una fiesta”, rememora Raffo.

Además de su pasión por Memphis, Raffo comenzó a bucear en el mundo del blues. Primero puso la mira en los guitarristas ingleses que habían salido del riñón de John Mayall, como Eric Clapton, Peter Green y Mick Taylor. Después en los tres King –B.B., Albert y Freddie– y T-Bone Walker. Para entonces Raffo ya aporreaba la batería con mucha prestancia y llevaba bastante tocando la guitarra. Su primera banda se llamó Ley Seca, un trío que hacía temas propios en español muy influenciado por Pappo’s Blues. Daniel Tvethe era el guitarrista y cantante, Hugo Di Leo se encargaba del bajo y Raffo sacudía bombo, platillos y redoblantes.


Corría el año 1984, Memphis ya había editado Alma bajo la lluvia y en Floresta se respiraba blues por todos lados. Jorge Ferreras, “el Gordo”, era un ex compañero de colegio de Raffo que se había dedicado a la armónica y que también tenía su banda de blues, Años de Vendimia. Ferreras, que más adelante colaboraría como armonicista en Memphis, integraba su banda junto a Marcelo Tangir en voz, Fernando Richter y Gustavo Infantino en guitarras, Marcelo Lepera en bajo, Adrián Flores en batería y Giuseppe Puopolo en saxo. También tenían un repertorio en español, como Ley Seca. Años de Vendimia era la prolongación de Gris, un cuarteto que Richter, Tangir y Flores, más el bajista Marcelo “Cacho” Gala, habían formado a comienzos de los ochenta, y lo llamaron así porque eran blancos tocando música de negros, aunque su sonido estaba más bien inspirado, como el de todos por entonces, en los bluseros británicos.

Fue por esos años que Raffo vio que el blues entraba en una nueva era. “Adrián Otero –dice– me hizo escuchar por primera vez a Stevie Ray Vaughan. Estaba enloquecido con Couldn’t Stand the Weather. Me decía que el blues estaba empezando a cambiar y que ellos tenían que hacer lo mismo”.

En 1985, la relación entre ambas bandas era muy buena y, de alguna manera, fueron apadrinados por Memphis. Fue así como los tres grupos realizaron un festival en el patio del colegio Juan Bautista Berthier, donde Floresta se funde con Villa Luro. “Fue un muy lindo recital”, asegura Raffo.

Ambas bandas se disolvieron no mucho después. Richter, Ferreras y Lepera formaron Gallo Rojo. Un par de años más tarde Lepera murió y los otros se fueron a Bariloche. Raffo ya había hecho el cambio de los palillos a las seis cuerdas y, si bien en el futuro tocaría ocasionalmente la batería, ya se perfilaba como un terrible guitarrista. Fue entonces cuando empezó a darle forma a King Size, un grupo que sería fundamental en la década del noventa.

En 1988, Raffo estaba tan metido en la música que decidió poner una disquería y alquiló un local en avenida Rivadavia y Lacarra, a metros de La Universal. Si bien en un principio se iba a llamar El Tropezón, en homenaje al tema de Freddie King, la muerte de Luca Prodan, cantante de Sumo, en diciembre de 1987, lo hizo cambiar de parecer y le puso Jardín Primitivo. “Vendía de todo: Soda Stereo, Rick Astley, Madonna, The Police… los éxitos de ese momento. También tenía remeras de rock y libros importados. Pero adentro me la pasaba escuchando blues. Yo estaba muy enganchado con Eddie C. Campbell y Muddy Waters así que en la disquería prácticamente no se escuchaba otra cosa. Empezaron a venir chicos a los que les llamaba la atención el blues y si no me podían comprar los vinilos, se los grababa en cassettes”, rememora. Pero la hiperinflación desatada en 1989 fue demasiado para él y cuando se le terminó el contrato de alquiler bajó la persiana del local para siempre.

En otro capítulo del libro, denominado Vamos las bandas, que habla sobre el boom del blues de los noventa y el éxito comercial de Memphis, La Mississippi, Pappo y Las Blacanblus, vuelve a aparecer la figura de Raffo.

El guitarrista formó King Size en 1988, y se destacó por ser uno de los músicos más distinguidos. Sus shows, en cuanto a público, eran mucho más discretos que los de las otras bandas, pero ofrecían la oportunidad de escuchar una propuesta estilística distintiva. La primera formación de King Size incluyó a Raffo y Alejandro Varela en guitarras, Gerardo Morikone en bajo y Claudio Fernández en batería. En 1990, los dos últimos se fueron y el grupo se rearmó con los dos guitarristas, Tom Williams en voz, Oscar Pérez en batería, Fabián Yajid en bajo, más Andrés Herrera y Patricio Vega en saxos. “Esa fue la mítica formación de King Size. Hacíamos covers de B.B. King, T-Bone Walker, Albert King, Roomful of Blues y Clarence ‘Gatemouth’ Brown. Sonábamos realmente muy bien y fuimos los primeros en hacer un repertorio íntegramente en inglés”, cuenta Raffo.

Varela, que también había tocado con Palo Pandolfo en Don Cornelio y la Zona, dejó King Size en 1994 y fue reemplazado por Omar Itcovici. Por entonces también se sumó Mariano Slaimen en armónica. A partir de 1995, King Size se convirtió en una de las bandas más estables del Blues Special Club.

Daniel Raffo también participó de un proyecto paralelo: la Albert King Tribute Band, que se formó en 1997, para hacer covers del gran guitarrista zurdo. La primera formación incluyó a Raffo en batería, el Bohemio Rubinsztein en bajo y Omar Itcovici en guitarra. Al poco tiempo se sumó el baterista Gonzalo “Mono” Martino como percusionista, hasta que Itcovici dejó la banda y Raffo pasó a la guitarra. La banda incorporó una sección de vientos encabezada por Mariano Cardozo en saxo (..). La agrupación tuvo un cambio más: Raffo se fue y su lugar fue ocupado por un joven talento al que lo esperaba un gran futuro internacional: José Luis Pardo. Además de tocar en el Blues Special Club, se presentaban, regularmente, en lugares a los que asistía otro tipo de público como el Spell Café, en Puerto Madero, el Hard Rock Café, en Recoleta, el Kilkenny Bar, en Retiro, y hasta en la disco Buenos Aires News, en los Bosques de Palermo.

Raffo sigue escribiendo la historia del blues local. Con su compañera, productora artística, ejecutiva y discográfica, Laura Lagna-Fietta, conforma una sociedad musical que no se detiene. Él reconoce en cada entrevista que brinda todo el trabajo que ella realizó a lo largo del camino. Pero también se cae de maduro que al haber tenido en sus filas músicos como Daniel Allevato, Nico Raffetta, Silvio Marzolini, Guido Venegoni, Martín Munoa, Mariano D’Andrea, Tavo Doreste y Pato Raffo, entre otros, lo potenció como músico. Saber rodearse bien es otra de sus virtudes.

A pesar de su extensa trayectoria su discografía es acotada. El primer disco, Daniel Raffo. King Size y otros, editado en 2010, recopila exquisitas grabaciones de varios años junto a distintos músicos argentinos, y con el plus de un gran invitado internacional, Duke Robillard. El segundo, Raffo Blues, es una obra instrumental que grabó en 2013 y lanzó en 2015, en el que mostró que podía darle un giro a su música sin perder su identidad. El último, de 2017, es el directo Capturado en vivo en el que abre con una sorprendente versión funky de Get Lucky, de Daft Punk, que empalma de manera sublime con Every Day I Have The Blues. Además, participó en decenas de grabaciones de otros músicos como un tributo a Pappo o en discos solistas de Sol Cabrera, Sandra Vázquez, Adrián Jiménez, La Mississippi, Alambre González, Tota Blues, Luis Robinson, La Vieja Ruta y músicos de Chicago como Bob Stroger y Carlos Johnson.

La pandemia puso su proyecto en stand-by durante poco más de un año, pero de a poco lo está retomando porque lo necesita, porque sabe que todavía tiene mucho para dar. Y su motor es el placer de tocar. Así lo definió en un programa de tevé en el que lo entrevistaron: “Me gusta pasarla bien a mí y, principalmente, que la pase bien la gente. Pero me tiene que gustar a mí. Si yo no la paso bien arriba, la gente tampoco”.