miércoles, 20 de octubre de 2021

La pasión según los melómanos


Las disquerías son el paraíso y el infierno del melómano. Cualquier coleccionista de discos, ya sea de vinilos o de cds, atesora decenas de anécdotas, buenas y malas, de esos lugares. Algunos recuerdan momentos en enormes tiendas de cadenas internacionales y otros en pequeños sucuchos donde escasea el oxígeno, en la Argentina, Estados Unidos, Colombia o Europa. Algunos experimentan reacciones que van desde el sudor de manos, el latido de un ojo o hasta unas ganas incontrolables de ir al baño. Las bateas son el territorio ideal para los dedos entrenados del coleccionista, y el disquero, casi siempre, es un personaje esencial que no pasa desapercibido, ya sea por su buena onda o por su arrogancia. Y están los discos, en muchos casos tesoros escondidos. Encontrarlos es todo un desafío y pagarlos barato es casi una quimera. 

De eso se trata “Me cago en las disquerías”, el último libro de Gourmet Musical Ediciones, que compiló Sebastián Rubín, ex líder de la banda indie Grand Prix, y que cuenta con poco menos de una veintena de textos de diferentes autores, entre los que hay músicos y periodistas. Como en todos los libros que pasan bajo el ojo editor de Leandro Donozo, la música es la protagonista exclusiva. 

La primera historia es la del compilador. Rubín cuenta las peripecias que sufrió cuando era joven en las disquerías europeas: cuando ingresaba a una gran tienda se ponía nervioso y no podía controlar sus esfínteres. Y de ahí el nombre del libro… bien literal. En ese texto surge una definición que aplica a todos los coleccionistas: “Una de las cosas más estresantes de comprar discos es la certeza de que nunca podremos llevarnos todo lo que queremos. Los discos no son un vicio oneroso. Comprar discos no es caro. Pero comprar todos los discos que uno quiere es carísimo”. 

La disquería Minton's, Galería Apolo
El recuerdo de Alex Cooper de sus días en Londres a finales de los  ochenta y sus visitas a los puestos de usados de Camdem, su relación silenciosa y cómplice con London Girl es uno de los capítulos que antecede a las misteriosas canciones que aparecieron grabadas en un cassette pirata que Pablo Krantz compró en una disquería, y que se volvieron sus temas favoritos, aunque pasó 12 años sin saber qué grupo eran. “La hija del disquero” es uno de los textos más atrapantes donde María Zentner resume su historia familiar, la del fin de la dictadura y la consiguiente vuelta de la democracia. Su padre fue el dueño de la disquería Hamelin y de ahí ella heredó la pasión por la música, aunque con cierto desapego por los discos. 

Un quejoso e insufrible Germán Bordagaray nos relata cómo se robó discos o le cambiaba los precios para pagar menos en sus excursiones a disquerías de Turín, en Italia, práctica que, al parecer, ejerció en varias ciudades del mundo. Luego Giselle Hidalgo expone sus recuerdos cruzados entre una famosa disquería londinense y la nostalgia de una adolescencia en el barrio de Belgrano; aquél primer cd de Paul McCartney y esa joya inalcanzable de The Buzzcocks en vinilo, mientras se sentía como Liv Tyler en el video de Crazy de Aerosmith. 

Fernando Blanco rememora su experiencia trabajando en el local de una importante cadena de disquerías (¿Tower Records?). Cuál era el lugar que más le gustaba ocupar y el que menos, el perfil de sus compañeros, los almuerzos de media hora y los descansos de 15 minutos. De la caja a la sección de discos de música clásica, del sótano a la atención al público en el salón principal, a veces en horarios extraños para el comercio, y con francos lunes y martes, los peores que puede haber, pasando por la celosa requisa de los vigiladores que evitaban la sustracción (¿involuntaria?) de algún cd. Una crónica breve e intensa de fin de milenio. 

Amoeba Records, en Los Ángeles
El libro por momentos sobrevuela el relato fantástico como el de Daniel Flores y esa pequeña disquería de un pueblo patagónico que atesoraba la mejor colección de vinilos de punk y new wave del mundo. Un relato candente, apasionado y misterioso, con un final inesperado. Y entonces Roque Casciero entra a la mejor “disquería del mundo” en Los Ángeles y con las manos desbordadas de cd’s, que no sabe si podrá pagar, tiene un flash back de su adolescencia en el local de Audiocanje, en Junín, donde despertó su pasión por la música. Es así como llega a la conclusión que lo que no pudo conseguir en ese momento tampoco lo conseguirá ahora. “Entrar a una disquería es una trampa. La más deliciosa, aventurera y estimulante de las trampas. Y voy a persistir en caer en ella una y otra vez…”, sostiene.

El periodista Diego Miranda arranca su texto admitiendo su adicción por los vinilos y cuenta el particular método que ha desarrollado para conseguirlos debido a que las disquerías no son lo suyo. José Navarro nos deleita con una historia mínima de su pasado como vendedor en una pequeña disquería céntrica y ese cassette de The Cure que grabó para un desconocido que lo marcó para el resto de su vida. Pablo Manzotti nos traza una guía para recorrer disquerías en Nueva York mientras da respuesta a por qué sigue coleccionando vinilos. 

Sobre el final, Humprey Inzillo nos pide que nos abrochemos los cinturones para recrear sus viajes a Barranquilla, Bogotá, Río de Janeiro, Nueva York, Oslo y Madrid en los que florecen todo tipo de disquerías, de las imponentes y las pequeñas, rarezas discográficas, libros incunables, festivales, entrevistas, conferencias y coincidencias que llamarían la atención del mismísimo Paul Auster. Fernando Cárdenas, por su parte, omite las disquerías, pero no los discos: su hallazgo, el big bang de su vida con los vinilos fue en un armario de la casa de sus abuelos en Caballito. Y Alejandro Tolosona concluye con una carta de amor en clave musical. Amor por una mujer, pero también por los discos, los viajes, los recitales, las canciones y todo lo que gira alrededor de la vida de un melómano.