lunes, 29 de agosto de 2016

El hombre al que llaman Blues


Sus dedos callosos le recuerdan aquellos años de juventud juntando algodón, bajo el rayo del sol, en las afueras de Greenwood, Mississippi. También son el signo inequívoco de una vida repleta de sacrificios que no se limitó al campo sino que siguió en la gran ciudad. Cantar blues, como un pasatiempo, le sirvió para mitigar el cansancio y el peso de una rutina ardua, pero nunca pensó que lo podría hacer profesionalmente hasta que, tras la muerte de su esposa, Donna Mae, su perspectiva de las cosas cambió. Empujado por el gran guitarrista noruego Kid Andersen y el tecladista Jim Pugh, a través de su fundación Little Village, John Boyd entró por primera vez a un estudio y a los 71 años grabó su álbum debut.

A Boyd le dicen "Blues", un apodo que le sienta muy bien. Él asegura que es "The real deal" y así nombró al disco. Andersen y Pugh decidieron rodearlo con los mejores músicos que tenían a mano y el resultado de esa sesión de grabación, en la que Boyd presentó sus propios temas, fue un éxito. El álbum abre con ese tema autobiográfico en el que la armónica de Rick Estrin sobrevuela el clima lowdown que el cantante plantea. Enseguida levanta y, al mejor estilo Junior Parker, entona muy arriba You will discover. Sigue con I'm like a stranger, en clave Percy Mayfield , y en los primeros tres temas demuestra que es un verdadero hombre de blues.

Boyd, primo del legendario pianista Eddie Boyd, vierte el sonido de Kansas City en That's big con el poderoso saxo de Terry Hanck respaldándolo. El resto del disco es una amalgama de estilos que se suceden con asombrosa naturalidad. Boyd suena con la misma intensidad y pasión ya sea interpretando un jump blues, un shuffle de la Costa Oeste, un down home blues, o algún tema más souleado en clave Stax. Además de Andersen, Pugh y Estrin acompañan al cantante Big Jon Atkinson (guitarra), Robert Welsh (guitarra y teclados), Aki Kumar (armónica), Dave Chavez (bajo), Danny Michel (bajo), June Core (batería), Martin Windstad (batería) y una exquisita sección de vientos encabezada por Hanck.

Por momentos, Boyd nos recuerda al gran Big Joe Turner y por otros a Wynonie Harris, pero lejos está de ser un imitador, se trata de un cantante auténtico, visceral, que lleva al Mississippi en las entrañas y al que no por nada le dicen Blues.


sábado, 20 de agosto de 2016

El blues del exilio

Santiago Podestá, María Luz Carballo, Luna Carballo y Nacho Garassino.
En julio de 2013 pasé una semana muy intensa y a puro blues en Chicago. Una de esas noches, calurosa y un tanto húmeda, mientras tomaba una cerveza Red Stripe en la barra del Kingston Mines y Linsey Alexander hacia de las suyas en el escenario principal me topé con una historia que estaba en pleno desarrollo. Se trató apenas de un momento casual, una anécdota del viaje, que hoy cobra un nuevo sentido por el lanzamiento del documental Pegar la vuelta.

Linsey Alexander terminó el tema que estaba tocando e invitó a “una amiga”, tal como la presentó, y anunció al público que estaban filmando una película para la Argentina. Obviamente eso llamó mi atención y noté que la joven guitarrista que subía al escenario era una cara conocida. Se trataba de María Luz Carballo, o María Blues, como yo la recordaba. La había visto una sola vez en La Trastienda, dos años antes, cuando viajó a Buenos Aires acompañando a Lurrie Bell.

Abajo del escenario dos hombres filmaban todo. María Luz lucía un sombrero de paja, una blusa negra y jeans. Sacó su guitarra del estuche, creo que era una Epiphone, y se subió para tocar con Linsey. Interpretaron Mona Lisa was a man. Cuando terminaron encaré a los que estaban con la cámara y me presenté. Uno de ellos era Nacho Garassino, el director de la película, y el otro el camarógrafo Santiago Podestá. Me saludaron cordialmente pero como todavía estaban en plena faena fílmica siguieron con lo suyo y yo me fui al otro salón del Kingston Mines, donde está el escenario más pequeño, porque empezaba el show de la texana Sharon Lewis.

Poco después nos volvimos a cruzar y ellos ya habían terminado con su tarea así que nos tomamos una cerveza y me contaron sobre el documental. María Luz, que estaba acompañada por una de sus dos hijas -Luna, la más pequeña- se sumó poco después. Me llamó la atención que ella estaba como en otro registro, despreocupada, más allá del bien y del mal. Garassino me decía que ella era todo un personaje y que su historia era genial. Estaba muy entusiasmado con el documental que estaba realizando aunque sabía que le faltaba mucho para terminarlo. Mientras nosotros hablábamos, la pequeña Luna jugaba en un flipper.

Nos despedimos y le prometí a Nacho que lo llamaría en Buenos Aires porque me interesaba hacerle una entrevista. El tiempo pasó y no pude hacer la nota, pero lo contacté a principios del año pasado cuando estaba escribiendo el capítulo de Blues for export de mi libro Bien al Sur porque quería mencionar la historia de María Luz y el documental. Nacho me respondió con la mejor onda y me envió un link para ver una versión previa que, por lo que me contó hace pocos días, difiere en cuanto a color y luz a la que se estrenó el jueves en el cine Gaumont y que estarà en cartelera un par de semanas.

Días después me contactó Juan Elvis Pereyra, que le hace la prensa, para que tratara de resumir en una frase la impresión que me dejó el documental. Y le mandé esta: “María Luz Carballo llegó a la meca del blues eléctrico escapando de sus fantasmas y con la intención de convertirse en una gran guitarrista de blues. Nacho Garassino retrató magistralmente como sus sueños chocaron de frente con el desarraigo y la nostalgia que la llevó a escribir una historia de superación personal”. Y creo que de eso se trata Pegar la vuelta. Porque más allá de haber sido filmado en Chicago y Buenos Aires, de haber captado a María Luz zapando con Botafogo o con Quintus McCormick, o de las anécdotas que cuenta de cuando fue “la nena” de Pappo, es un retrato del exilio, un verdadero blues en tecnicolor.


lunes, 15 de agosto de 2016

Carvinator


Carvin Jones llegó a la radio comiendo maní salado. Faltaban unos minutos para salir al aire y se veía a las claras que se estaba muriendo de sed. Le ofrecí un vaso de agua pero me dijo que prefería una Coca Cola. En Nacional hay varios dispensers de agua pero no hay máquinas expendedoras de gaseosas. Guille, el coordinador de aire, aceptó gentilmente ir a comprarle una lata. Ya con su coca fría Carvin entró al estudio y empezamos la entrevista. Le pregunté qué tipo de show íbamos a ver más tarde en la Sala Siranush de Palermo. "Van a ver un show impresionante, algo nunca visto", respondió con total seguridad antes de tocar un par de temas con una guitarra acústica que le consiguió Luis Mielniczuk.

Por la noche, ante unas 70 personas, dio un recital muy intenso, aunque no creo que le quepa lo de "nunca visto". Carvin Jones tocó blues rock con mucha distorsión y bien al palo. No se guardó nada: tocó con la boca, con la Strato apoyada en el piso, sosteniéndola como un violín, alzándola con una mano, usando un celular como slide y hasta pisándola. Se bajó a tocar entre las mesas, punteando en las narices del público, y levantando a todos de sus silla para tenerlos bailando pegados al escenario. No mintió cuando dijo "impresionante", porque así es él como showman. La gente realmente la pasó muy bien, se divirtió y, a fin de cuentas, eso es lo más importante.

El repertorio incluyó muchos temas de sus discos solista, The Carvinator y Victory is mine, y algunos clásicos como Hideway, I just want to make love to you, Pride and joy, Highway 49 y La Grange, con un estilo texano muy marcado. El sonido no fue el mejor, pero la banda no se desdobló en ningún momento. Si Carvin Jones juega el rol más emocional, el bajista Joe Edwards, con un look La Naranja Mecánica cruzado con Wu Tang Clan, es el sostén rítmico de todo el engranaje, mientras que Levi Velasquez golpea y golpea la batería prolijamente y sin tanta estridencia. Edwards hizo un solo de bajo poco convencional, por los sonidos raros que sacó, hasta usando un encendedor, y porque interpretó un fragmento de When the Saints go marchin' in.

Carvin descansó en un par de blues lentos, 3 o'clock blues y Tears come down like rain, para luego anomarse a rapear entre medio del público. Sobre el final tuvo un gran gesto: invitó al escenario a Natalia Ciel, quien lo acompañó como traductora durante todo el fin de semana, y ella cantó con mucho ímpetu You can have my husband, de Irma Thomas.

En la previa, Con Alma de Blues Band, una selección de músicos de primer nivel bajo la dirección técnica del Pollo Zungri, que incluye a Diego Czainik, Víctor Hamudis, Mariano D'Andrea, Emma Pardo, Pablo Martinotti, Nandu Aquista y Perro Gorosito, interpretó clásicos del soul como A change is gonna come y Take me to the river y algunos blues.

Por la tarde, mientras estábamos al aire en Bluscavidas, Carvin dijo: "Esta noche van a conocer al Carvinator" y más tarde entendimos por qué: no es un virtuoso pero sabe cómo llevar adelante un show. Desde su vestimenta, una polémica blusa abrillantada y su sombrero texano, hasta su relación con el público, sus múltiples trucos y la elección de los temas conforman el universo en vivo de este guitarrista carismático y divertido. Algo de lo que anticipó fue una verdad irrefutable: "No se van a aburrir". Y nadie se aburrió.

lunes, 1 de agosto de 2016

Desde Clarksdale, el más puro... rock and roll


Las cosas a veces no salen como uno espera pero eso no implica que salgan mal. Tal vez, para el que enarbola la bandera del blues más puro y autóctono, y que considera que sólo eso es blues, escuchar a un negro nacido en el corazón del Mississppi, al que presentó como uno de los últimos exponentes del Delta, tocar rock and roll al palo toda la noche, pisando el wah wah a cada instante, resulte un fuerte golpe a sus convicciones. Más si esa persona es uno de sus músicos y tiene que asentir a todas las órdenes del negro. Eso pasó el sábado a la noche en Mr. Jones: Super Chikan no bajó un cambio desde que, a las 23,50, arrancó con Hideway hasta el final atronador con el slide chirriante sobre las cuerdas de un moderno diddley bow, cuando las agujas del reloj acariciaban las 2 de la mañana. Adrián Flores, baterista y productor del evento, no pudo disimular su malestar en el escenario por los temas elegidos por Super Chikan pero no se detuvo y demostró que él también puede buen tocar rock and roll.

James Johnson, más conocido como Super Chikan, nació hace 65 años en el poblado de Darling, al norte del Mississippi, a media hora de Clarksdale, ciudad que con el tiempo convirtió en su hogar. Allí tiene su casa, su taller -donde fabrica sus extrañas guitarras- y los escenarios que suele frecuentar como el de Ground Zero y el de Red's. Tiene editados una decena de discos, uno junto a Watermelom Slim, y está considerado como uno de los referentes actuales del blues más crudo del Delta del Mississippi. Flores no compró gato por liebre, eligió bien, sólo que esta vez Super Chikan tenía ganas de rockear.

La primera media hora del show fue muy intensa. Juan Codazzi en guitarra rítmica y Juancho Hernández en bajo acompañaron al maestro con mucho entusiasmo, al igual que Flores quien, con su característico vozarrón, anunciaba: "From Clarksdale, Mississippi, Mr. James Super Chikan Johnson". Entre tema y tema Flores repetía su presentación, pero ya más como para recordarle a Super Chikan de dónde venía que para dejarle en claro al público a quién estaban viendo. Claro está que no se atrevió a gritarle "¡Play the blues!", como si lo hizo con Buddy Guy, desde la platea del Gran Rex, la primera vez que el guitarrista vino en los noventa.

Toda esa primera parte, en la que se despachó con una demoledora versión de Kansas City, Super Chikan tocó una curiosa guitarra abrillantada con forma de gallina que tuvo que dejar a la fuerza cuando, mientras interpretaba una furiosa versión de Woke up this morning, cortó una cuerda. Entonces tomó una de doble mástil e interpretó Crosscut saw sin variar ni un ápice la intensidad de su presentación. Acto seguido, tuvo un falso arranque blusero pero el cable le impidió seguir y la banda se detuvo. Lo cambió y Flores lo miró entusiasmado como diciendo "por fin vamos a tocar un blues", pero eso no estaba en los planes de Super Chikan quien se despachó con el clásico Hound dog.

Mientras, abajo del escenario, un hombre mayor, de unos setenta y pico, un Virrey Bianchi doblegado por el alcohol y la noche, se había entusiasmado con el rock and roll y su voz se hizo notar. Primero pidió a los gritos "Carrozas de fuego (?)", pero enseguida se corrigió y reclamó "Ruta 66". Como lo ignoraron desde el escenario, el hombre pensó que tal vez si lo pedía en inglés Super Chikan lo iba a complacer y gritó: "Sistisis", que sonó más a cistitis que sixty six. Tampoco tuvo suerte. Volvería a intentarlo un par de veces más hasta que se fue del bar resignado cuando el show aún no había terminado.

Siempre al palo, Super Chikan encadenó Baby what you want me to do, Boom boom –una versión que envidiarían los Barbados de ZZ Top- y You don't have to go. Punteó con la lengua, movió la pelvis e hizo algunos pasos de baile bastante llamativos. Eso sí sus solos fueron siempre impecables y la banda se mantuvo firme en todo momento. Fue sobre el final cuando tomó su moderno diddley bow de seis cuerdas (el diddley bow original es un primitivo instrumento de una sola cuerda) y Flores aprovechó para invitar al escenario Roberto Porzio, quien se aproximó entusiasmado con su cigar box guitar, pero Flores le pidió que usara la Les Paul dorada de Codazzi. Era la última oportunidad para tocar un blues, la noche se extinguía y ya no había tiempo para más. Super Chikan miró a los músicos y dijo: "Boogie woogie". Flores se dirigió a Juancho Hernández y balbuceó su frustración: "Otro rock and roll".

El show fue muy bueno y el sonido a cargo de Rogelio Rugilo estuvo a la altura de Super Chikan, quien demostró que el blues no es una caja cuadrada sino que tiene variantes y que se puede tocar más rápido o con mayor intensidad, rockearlo por decir de otra manera, sin perder la esencia blusera.